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viernes, 28 de abril de 2017

Sed de sangre - por Roxx.


Poco a poco la satisfacción de la caza se iba mitigando, el mero acto de beber ya no era suficiente, y ese oscuro rincón de su interior donde habitaba el placer obtenido, se iba convirtiendo en un páramo desierto y helado. Día tras día, el vacío crecía y lo devoraba todo; el único consuelo que tenía era la complicidad del gato, aunque tampoco era suficiente, dada la naturaleza de los felinos, siempre ansiosos de libertad, reacios a las ataduras de ningún tipo.  Por mucho que buscaba, no encontraba ninguna víctima digna de sus exigencias, y empezó a cuestionarse su extraña naturaleza.
Dejó de cazar; se sumió en un estado de apatía del que nada podía sacarla, ni siquiera el olor de la sangre de las presas más tiernas y jóvenes, con su promesa de belleza e inmortalidad.
 
Una noche sin luna, mientras vagaba por las calles desiertas, se tropezó con un vagabundo escondido bajo unos cartones, semiinconsciente por el frío y la borrachera de licor barato. Se detuvo frente a él, y tras contemplarlo un instante, hizo un esfuerzo por sobreponerse a su apatía y saciar la sed que no sentía, pues sus fuerzas estaban mermando claramente, poniendo en peligro su supuesta inmortalidad. Se arrodilló a su lado, cogiendo con suavidad la cabeza del pobre hombre entre sus manos, para girarla y exponer el demacrado y sucio cuello. En ese momento reparó en las heridas que cruzaban su pecho, manchándole la camisa de sangre aún tibia. Movida por la curiosidad, separó de un tirón los jirones que cubrían apenas un torso desollado, con jirones de carne expuestos. Sin sentir la menor curiosidad por la causa de las heridas, e ignorando los gemidos de dolor del infortunado, pasó la yema de su dedo índice por una profunda herida situada sobre el esternón, y lentamente, lamió la sangre recogida. Tenía un gusto diferente, amargo, fuerte, como el humo proveniente de la incineradora a las afueras de la ciudad, repugnante pero al mismo tiempo fascinante, y con un ansia cada vez mayor, fue arrancando pedacitos de carne para lamer la sangre de su superficie. Entonces quedó a la vista el corazón, apenas protegido por un ridículo armazón de huesos quebradizos, que no opusieron resistencia a sus manos habituadas a matar. Los agónicos aullidos del vagabundo se perdieron en la oscuridad del callejón, sin que nadie los oyera, ni siquiera su verdugo, pues la excitación por lo que estaba a punto de ocurrir hacía rugir la sangre en sus oídos, borrando para sus sentidos todo lo que no fuera ese músculo palpitante, cálido y resbaladizo.  Hundió la mano entre los huesos astillados, y de un solo tirón, arrancó el corazón de lo que ya sólo era un bulto gimiente y sin salvación.
Nunca ha habido bocado más exquisito, ni placer más insoportable que aquel primer mordisco a la carne aún viva; es sabor recién descubierto se impregnó en lo más recóndito de su cerebro, despertando un instinto mucho más fuerte y primigenio que la sed de sangre: la posesión del espíritu del hombre devorado.

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