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sábado, 27 de mayo de 2017

La caza del hombre



¿Existen las cacerías humanas? ¿Quién no ha escuchado alguna vez la leyenda urbana de que existen ricos que, por diversión, juegan con la vida de mendigos o prostitutas, sometiéndolos a un macabro juego del gato y el ratón?…
Pedro había trabajado como albañil desde los dieciséis años; ahora, con más de cuarenta, su cuerpo se había endurecido por el duro trabajo que llevaba casi treinta años desempeñando. Sus manos parecían de piedra y eran tan callosas que uno diría que se habían fundido con el cemento que había cargado durante años, miles de sacos que había trasladado sin la menor queja. Y es que Pedro era un trabajador incansable, un noble hombre que doblaba turnos y no dudaba en tener dos trabajos para sacar adelante a su familia.
Pero ni la excelente forma física que aún mantenía ni su inquebrantable espíritu de trabajo le servían de nada con la crisis actual. La burbuja inmobiliaria y la crisis del ladrillo habían reducido al mínimo los trabajos de albañilería, y, las pocas veces que surgía una nueva obra, preferían contratar a algún chico más joven, por lo que el pobre Pedro llevaba más de un año sin empleo ni paro (prestación por desempleo), y más de cuatro años sufriendo con la mayor dureza la crisis en la que estaba inmersa el país.
Los pocos ahorros que tenía se habían esfumado tratando de mantener a su familia durante ese periodo y en la asfixiante hipoteca que había adquirido años atrás. En la época de bonanza todo el mundo compraba casa y, cuando su mujer quedó embarazada por segunda vez, no dudó en arriesgarse a comprar un pequeño piso donde criar a sus hijos. Unas «cómodas» letras que pagaría a veinte años y que, en su momento, y gracias a su esfuerzo de siempre por el que se ofrecía a hacer horas extras o trabajar sin contrato para ganar un poco más de dinero, podía pagar sin problemas.
La situación era cada vez más dramática y hacía varios meses que no podía pagar la hipoteca, por lo que el banco le había enviado una orden de desahucio, aunque sus hijos necesitaban ropa nueva y cada vez le resultaba más difícil traer comida a casa. Gracias a la ayuda familiar (y en especial de los padres de su esposa), habían podido sobrevivir todo ese tiempo viviendo en la más absoluta pobreza. Pero si había algo admirable en Pedro, era su espíritu de lucha: ni un solo día desde que perdió su empleo había cesado en su búsqueda de trabajo. Acudía a obras ofreciendo sus servicios, limpiaba los cristales de los coches que se detenían en los semáforos, recolectaba latas o cualquier otra chatarra que la gente tirara a la basura y por la que le pudieran pagar algo, etcétera.
Una noche, mientras buscaba en un contenedor de basura en un barrio adinerado de la ciudad, se detuvo junto a él una impresionante limusina con los cristales tintados. Pedro se giró por instinto al notar que alguien le observaba desde su interior, y un instante después el cristal de una de las ventanillas traseras comenzó a bajar.
—Amigo, venga aquí un momento.
—Buenas noches, señor —dijo Pedro cabizbajo pensando que probablemente le daría algo de limosna.
—He observado que está usted pasando problemas económicos, y creo que puedo proponerle un negocio que lo ayudaría a salir de su miseria.
—¿A qué tipo de «negocio» se refiere usted? Antes de que diga nada, quiero que sepa que soy casado y padre de familia. —Pedro había empezado a enfurecerse pensando que le haría algún tipo de demanda sexual.
—Verá, represento a un grupo de personas muy poderosas que están un poco asqueadas de su acomodada vida, por lo que están buscando nuevos retos. Estas personas, obviamente quieren guardar su anonimato y preservar la naturaleza del trato hasta confirmar que alguien esté lo suficientemente interesado como para participar en su «juego». Le puedo asegurar que, si decide participar, recibirá una importante suma de dinero.
—Habla usted de un «juego» y una gran suma de dinero. Espero por su bien que no me esté pidiendo lo que creo que me está pidiendo.
—Tranquilo, no es nada sexual si es a lo que usted se refiere, no me está permitido hablar del tema en la calle. Si desea, usted puede subir a la limusina y le explico en qué consiste el «juego». Si, por el contrario no está interesado, aquí tiene usted un poco de dinero por el tiempo que le he hecho perder. —El hombre de la limusina le ofreció un billete de dos cientos euros.
—¿Me dice usted que me da este dinero así sin más? ¿Quiera o no quiera el trabajo?
—Así es, caballero. Aunque francamente sería una pena que no aceptara, porque esto es una miseria en comparación con lo que estamos dispuestos a ofrecerle si decide participar.
En esos momentos, la curiosidad de Pedro y la promesa de ganar una fuerte suma de dinero que podría salvarlo a él y a su familia pudo contra el buen criterio que siempre había tenido, y, tras pensarlo unos segundos, subió a la limusina. El interior era tan lujoso como parecía desde afuera.
—¿Desea usted tomar algo? —le dijo el hombre que presentaba un aspecto impoluto y un traje que parecía costar tanto como toda la ropa que había en el armario de Pedro.
—No, muchas gracias. No bebo. —Pedro no se fiaba del hombre, por lo que decidió no probar nada de lo que le ofrecía.
—Veo que es usted un hombre ocupado, así que iré directamente al grano. Como le dije antes, mis clientes son personas a las que les gusta la aventura y los retos. Muchos de ellos han practicado deportes extremos o han hecho safaris a África para cazar grandes animales. Y es ahí donde entra usted. Con el tiempo, mis clientes han perdido el interés por la caza; sus presas habituales son predecibles y tontas, por lo que su deporte favorito les ha llegado a aburrir.
—¿Me está insinuando usted que me debo dejar cazar? ¿Qué tipo de locura es esta?
—No, por supuesto que no. Eso sería un asesinato o al menos un intento de homicidio. Mis clientes emplean pistolas de paintball. Usted únicamente debe evitar que le impacten con sus disparos de pintura y conseguir llegar a un punto concreto del mapa antes de que le consigan «cazar». Si acepta, añadiré cinco mil euros más al dinero que le he entregado. Y si es usted capaz de escapar, la suma de dinero ascenderá.
—¿Y cuánto dinero se supone que ganaría si consigo escapar?
—La suma ascendería a veinte mil euros.
—Todo esto me parece un poco raro —dijo Pedro visiblemente asustado.
—Mire, caballero, no nos vamos a engañar. Para mis clientes, veinte mil euros es una suma insignificante de dinero, lo que se gastan en una noche de fiesta. Si desconfía del trato, puede usted bajarse ahora mismo del coche, irse con sus dos cientos euros y arrepentirse toda la vida por no aceptar este trato que le cambiaría la vida.
Pedro quedó pensativo por unos segundos.
—Está bien, trato hecho, pero deberán pagarme diez mil por participar y veinticinco mil si gano —dijo Pedro—. Con ese dinero, podré saldar mi hipoteca y comprarles un pequeño regalo a mi mujer e hijos.
—Veo que no me he equivocado con usted, es todo un luchador. Permítame hacer una llamada a mis clientes y empecemos con el juego.
—¿Cómo, ahora mismo? Debo avisar a mi mujer que llegaré tarde.
—Me temo, amigo, que no dispongo de ese tiempo; y, como le comenté antes, mis clientes quieren que la naturaleza de su juego sea secreta. Imagínese que se presentara la prensa, la imagen de estas personas tan poderosas podría verse dañada. Le prometo que una vez finalice el juego le permitiré llamar a su esposa para que no se preocupe..Además, seguro que cuando llegue con el dinero le perdonará por no dormir en casa hoy. A lo que sí me veo obligado es a hacerle firmar este contrato en el que usted se compromete a no revelar a nadie, y eso incluye a su esposa, de dónde ha obtenido el dinero.
El hombre le entregó un papel en el que Pedro eximía de toda responsabilidad a los «jugadores» por el daño físico que pudiera sufrir mientras participaba en el juego (como torceduras, caídas o golpes). Así mismo se comprometía a no revelar el origen del dinero ni la identidad de los participantes, bajo multa de varios miles de euros. Todo parecía haber sido escrito por uno de esos abogados pedantes que saben dar buen uso de la letra pequeña. Pero Pedro estaba tan desesperado por su situación económica, que no vio otra posible salida; debía aceptar aunque todo esto le olía un poco mal.
Tras realizar la llamada, el hombre indicó al chófer de la limusina unas coordenadas, y pocos minutos después el vehículo abandonó la ciudad y se dirigió hacia una zona rural. Una hora después, se detuvieron junto a una cabaña en mitad del monte. Allí había al menos una docena de vehículos todo terreno de gama alta y un grupo de personas con las típicas máscaras de paintball que Pedro rápidamente reconoció como los cazadores que participarían en la caza. La mayoría tenían un cuerpo gordo y rechoncho que los trajes de camuflaje que llevaban no podían disimular. Para sus adentros, Pedro pensó que eso sería trabajo fácil. Probablemente, esos ricachones no habían practicado deporte en su vida, y, diez minutos después de empezar la «caza», ya estarían con la lengua de fuera.
El hombre que había reclutado a Pedro comenzó a hablar en voz alta:
—¡¡Amigos, préstenme atención!! Les presento a Pedro, nuestro participante de hoy. Les aviso que es todo un luchador. Pedro es padre de familia y tiene muchas ganas de llevarse el premio, así que atraparle no será una tarea fácil —dijo con voz de presentador de concursos de la televisión—. Como siempre, daremos una ventaja de diez minutos al «corredor». Pasado ese tiempo, podrán dirigirse al armero y seleccionar el arma que quieran. Pedro tendrá que descender la montaña y cruzar el valle hasta llegar a la autopista que bordea la ciudad. Ustedes cuentan con la ventaja de conocer el terreno y ser consumados cazadores y rastreadores, pero no se relajen, porque Pedro está en una excelente forma física.
Los cazadores comenzaron a situarse y el anfitrión de la velada dirigió a Pedro hacia un mirador desde el cual se podía ver a lo lejos la ciudad.
—Aunque estando aquí no lo podrás ver, justo antes de llegar a la ciudad hay una autopista que la rodea. Está bastante lejos, e, incluso para una persona en forma como usted, cruzar el bosque le llevará casi toda la noche. Le aconsejo que no subestime a esa panda de gordinflones, algunos han ganado importantes trofeos de caza y conocen la zona, por lo que es muy improbable que se pierdan mientras lo buscan. Le aconsejo que no pierda el tiempo y corra tan rápido como pueda. Cuanta más guerra les dé a mis clientes, más posibilidades tiene de llevarse el premio. ¡¡Corra, corra!!
Pedro, sin dudar, comenzó a correr montaña abajo. Era mucho más difícil de lo que pensaba, ya que todo estaba oscuro y lleno de piedras, así que cualquier movimiento en falso le podría provocar una torcedura de tobillo que le impediría ganar su premio. Escuchó gritos de júbilo a su espalda y algo que aún no había percibido antes… ladridos de perro, decenas de ladridos que, como por arte de magia, comenzaron a retumbar por todo el bosque mientras corría para alcanzar su objetivo. Sin duda, era algo que no le habían contado al explicarle las «normas» del juego, y por un momento se estremeció pensando que uno de los perros se pudiera escapar y atacarlo, aunque el miedo era un sentimiento que debía evitar si quería concentrarse en la huida.
Minutos después, escuchó una detonación; se imaginó que sería el pistoletazo de salida de los cazadores, pero las detonaciones continuaron y los ladridos de los perros eran cada vez más fuertes. Eso tampoco sonaba como una pistola de paintball. El estómago de Pedro parecía encogerse con cada disparo. Estaba tan nervioso que, por un instante, tuvo que detenerse para fijarse por dónde iba, pues estaba corriendo en un estado de pánico y había comenzado a correr en zigzag sin darse cuenta. Recordó había visto una vez en televisión un documental en el que explicaban cómo guiarse de noche con las estrellas, pero el bosque era tan frondoso que rara vez podía ver el cielo, y mucho menos distinguir una estrella.
Los ladridos de los perros eran lo que más nervioso lo ponía, cada vez sonaban más cerca y por supuesto que estaban guiando a los cazadores en línea recta hacía él. Su ventaja de diez minutos era insuficiente si se hacía uso de sabuesos, y quizá por ese motivo no le habían advertido antes. Llegó el momento en el que los ladridos se hicieron insoportables, y fue entonces cuando, al girarse, vio por un breve instante una sombra oscura que se abalanzó contra él.
El impacto de un perro, de unos cuarenta kilos de peso, fue suficiente como para que ambos rodaran por el suelo. Era un imponente perro de color negro, con patas y hocico de color bronce, que trataba de morderlo. Instintivamente, Pedro interpuso su brazo entre los dientes del can y su cuello, y el animal comenzó a morderlo en el antebrazo tratando de desgarrar su carne. Pedro era muy fuerte, pero le resultaba imposible soltarse de las mandíbulas del perro que parecía dispuesto a sujetar su presa hasta que llegara su amo. Desesperado, y con un dolor terrible en el brazo, agarró una piedra con la mano libre y le estampó varios golpes al animal en la cabeza, hasta que finalmente lo soltó. El perro quedó aturdido, en el suelo y Pedro, que a pesar de todo no le deseaba ningún mal al animal, se levantó dejándolo malherido, pero sin rematarlo, y trató de seguir corriendo. Sin embargo, vio una silueta humana cuando se incorporaba a menos de quince metros, y se escondió por instinto detrás de un árbol, pero no lo hizo suficientemente rápido y una explosión sonó a su espalda.
Sintió una fuerte punzada en su oreja, y, de repente, su camisa empezó a mojarse. Pedro llevó su mano hacia la humedad y se dio cuenta de que era sangre. De inmediato, llevó su mano a la oreja y se dio cuenta de que estaba destrozada por el disparo. Tenía tanta adrenalina en el cuerpo tras luchar con el perro, que prácticamente no había sentido el dolor de que su oreja fuera arrancada de cuajo por los perdigones que disparó el cazador con su escopeta.
Pero pese a no sentir dolor, lo que sí sintió fue un miedo terrible, pues los cazadores estaban usando munición de verdad y parecían fuertemente armados. Lo que antes era una carrera por conseguir su premio, se había tornado en una carrera por su propia vida, y lo peor de todo: uno de los cazadores estaba a pocos metros del árbol en el que se escondía. Pedro estaba bloqueado por el miedo, no sabía si salir corriendo o tratar de dialogar con él. Un segundo disparo que destrozó la corteza del árbol donde estaba parapetado lo sacó de su shock, y sintió cómo algunas astillas se clavaban en su pierna tras la explosión. Entonces, un sentimiento de furia lo invadió. Sin pensárselo dos veces, se abalanzó contra el cazador, quien en ese momento estaba recargando su arma habiendo subestimado el espíritu de lucha de Pedro. Fue tumbado de un certero puñetazo a pesar de la máscara de paintball que llevaba. Pedro comenzó a golpearlo por todo el cuerpo y, en la lucha, mientras rodaban por el suelo, la escopeta de dos cañones que portaba el cazador se golpeó contra unas rocas, con tan mal fortuna para Pedro que el gatillo se soltó, quedando inutilizada.
Tras unos breves segundos de más forcejeo, el rico gordinflón quedó inconsciente en el suelo, y Pedro se levantó y se acercó a la escopeta, para llevarse la sorpresa de que esta se había roto. Aun así, aprovechó para buscar en los bolsillos del ricachón, pues necesitaba algún teléfono o forma de comunicarse. Pero todo parecía estar meticulosamente preparado, y el hombre no portaba nada más que munición, una brújula y un cuchillo. Pedro tomó la brújula y el cuchillo y empezó a desvestirse. Sin duda, los perros podían rastrearlo por el olor de sus ropas, así que se desnudó y se puso el pantalón de camuflaje del hombre al que había dejado inconsciente. Dejando todas sus ropas junto al «cazador cazado», comenzó nuevamente a correr, esta vez siguiendo las indicaciones de la brújula y pudiendo evitar zigzaguear y correr en círculos.
Cuando había recorrido apenas unos metros, escuchó de nuevo a los perros; se trataba de toda una jauría que, siguiendo el olor de sus ropas puestas en el cazador, se abalanzó sobre el hombre que aún se encontraba inconsciente. Los gritos de dolor del ricachón cruzaron todo el bosque cuando seis perros comenzaron a despedazarlo vivo confundiéndolo con la «presa». Entonces, un par de detonaciones más hizo el silencio: una pareja de cazadores había llegado al lugar, aunque demasiado tarde, puesto que su compañero de aventuras yacía muerto, con el cuello destrozado por el mordisco de un perro y con la mitad de las tripas fuera del cuerpo.
Pedro continuó corriendo sin parar. Los perros ya no ladraban, era como si el trágico incidente hubiera finalizado la búsqueda. Desde luego, no estaba dispuesto a regresar para reclamar su premio.
Veinte minutos después, y cuando ya comenzaba a amanecer, Pedro observó entre los árboles unas luces que cruzaban a toda velocidad. No dudó ni por un instante y corrió hacia la carretera que simbolizaba su salvación, aunque al llegar allí se quedó petrificado.
—Buenos días, Pedro —dijo el hombre que lo había «contratado» mientras le apuntaba con una pistola—. Nunca nadie había llegado hasta aquí, es impresionante tu fortaleza y tu capacidad de adaptarte. Nadie diría que es la primera vez que participas, per claro, es imposible que hubieses «jugado» antes. Como te estarás imaginando, nadie puede escapar. Imagínate que nuestro secretito se divulgase; eso sería el fin de mi negocio.
Pedro estaba agotado y casi no tenía fuerzas para correr, pero aun así se giró y trató de internarse nuevamente en el bosque. Dos detonaciones sonaron a su espalda; ambos disparos impactaron en su cuerpo y Pedro cayó al suelo con el pulmón perforado, escupiendo sangre e incapaz de respirar. Lo último que escuchó fueron unos pasos que se acercaban; un tercer disparo en la cabeza acabó con su vida.
—¡¡Julián!! —gritó el promotor del evento llamando al chófer—. Ayúdame a meter a este en el maletero.
—Uff, este casi se nos escapa. Si no llega a ser por el GPS que lleva cada brújula, podría estar contando todo en una comisaría ahora mismo —dijo el chófer mientras sujetaba de las axilas el cadáver de Pedro.
—Sí, pero no hay mal que por bien no venga. Cuando se corra la voz entre los ricachones de que el ministro ha muerto en una cacería, empezarán a hacer cola para participar. Son tan idiotas que nos pagarán el doble sin rechistar por sentir el «plus» de adrenalina.

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