Morris Hobster fue mi mejor amigo por
aquellos años en los que la sociedad condenaba estoicamente la actitud
tan impetuosa y dinámica de la juventud. No puedo decir que éramos
rebeldes porque no era así: simplemente, teníamos otras ideologías más
profundas y el bello don de la curiosidad.
Es que así éramos Morris y yo: nos
encantaba experimentar cosas nuevas como a cualquier joven de nuestra
etapa. Era normal que todos se comportasen así, ¿no? La verdad es que
nunca pude comprender por qué nuestros padres y demás familiares se
escandalizaban ante nuestras filosofías, actos y cuestiones. En realidad
nos daba igual lo que creyeran acerca de nuestra mentalidad tan abierta
e ilimitada, siempre dispuesta a conocer más cosas sobre la realidad
que nos rodeaba. Y es que mi amigo y yo éramos de aquellos que gustaban
de buscar nuevas expectativas y definiciones de la existencia que
llevábamos, leyendo por aquí, tomando fotos por acá, y luego
compartiéndolas entre los dos; sacábamos conclusiones desde nuestro
punto de vista y más tarde buscábamos información sobre los resultados a
los que habíamos llegado. Definitivamente, no me puedo quejar de mi
juventud, pues disfruté tanto como jamás lo he hecho.
Si existía una palabra para definir la
ideología de Hobster, esa era extraordinaria. Ni yo poseía tal habilidad
para concebir las costumbres cotidianas como un mero escudo ante lo
desconocido, ante aquello que el ser humano siempre temió. Él mencionaba
constantemente en sus pláticas que el hombre no tenía la más mínima
idea de lo que había más allá de sus actos, y que siempre estaba
buscando la forma de evadir su decadente e inevitable destino.
Sencillamente, Morris era de aquellos jóvenes que, si se lo hubiera
propuesto, habría llegado a la cima más encumbrada entre los sabios del
mundo. Debo admitir que me sentía muy bien a su lado, pues era el único
que lograba comprender mi concepción de la vida e incluso compartíamos
puntos de vista iguales que, de no haber sido porque no compartíamos
ningún parentesco familiar, podría haber jurado que ese chico era mi
«gemelo ideológico», por así decirlo.
Sin embargo, el tiempo, maldito verdugo
que inevitablemente te obliga a enlazarte con tu inverosímil destino,
quiso que ambos nos separásemos y mi amigo se mudó junto con su familia a
otra ciudad. Cuando él fue a comunicarme la desagradable noticia, no
pude contener la agonía que estaba experimentando en mis adentros, y
juntos nos despedimos con muchas lágrimas; lo que más me dolió de aquel
aviso fue que claramente sentí cómo se desgarraba una parte de mi ser y
era extraída por algún ser desconocido que deseaba ver mi sufrimiento.
No puedo describir con otras palabras lo que padecí en aquel instante en
el que mi destino estaba por cambiar, quizá para siempre, o tal vez era
solo una prueba de valor para ambos; pero todavía hoy me pregunto qué
había que comprobar con esa separación. Actualmente, mi ilimitada
imaginación me permite hacer una especulación sobre aquella
circunstancia que decidió todo por nosotros. Tal vez la vida nos vio
como una amenaza, algo que podía romper su cuidadosa y bien estructurada
coreografía de falsedad y egoísmo. Siendo así, no había lugar para
nosotros en este mundo.
Aún recuerdo bien esa sombría tarde en
que lo vi irse: su cara transmitía una serenidad impresionante, aunque
yo sabía perfectamente que aquello era una máscara que estaba usando
para evitar mostrar su dolor ante su familia, la cual era muy severa y
conservadora. Su caso familiar no era la excepción por aquellos tiempos:
muchos jóvenes de nuestra edad pasaban por la misma experiencia,
incluso yo lo vivía; aquel que no tuviera unos padres así podía
considerarse afortunado, muy afortunado. Tengo bien plasmada en mi
memoria su cara al momento en que el carro encendió con todo aquel
maletero encima, casi marcada a fuego su expresión: me estaba
comunicando con la mirada que ni la misma distancia nos separaría, y que
algún día, en un futuro no muy lejano, volveríamos a vernos. Yo entendí
su silencioso lenguaje, y con el mismo idioma le dije que así sería, y
que tarde o temprano, estaríamos juntos de nuevo para descubrir más
cosas.
Las cosas continuaron su marcha normal,
desde el punto de vista de la sociedad que me rodeaba, claro. Pero desde
que Hobster se fue, supe que mi vida, a pesar de su creciente
monotonía, ya no sería la misma. Me resultaba imposible el concordar con
los adultos, quienes aseguraban que las amistades de juventud eran
fácilmente olvidadas, y los jóvenes de mi ciudad me daban los ánimos que
necesitaba para afrontar a esa terrible ideología a la que llamaban
madurez adulta.
¡Qué grande fue mi alegría cuando recibí
una carta de Morris! Recuerdo que mi padre acababa de llegar de su
trabajo, y siempre tenía por costumbre revisar el buzón antes de llegar a
casa. Escuché sus pasos subiendo las escaleras y supuse que pasaría de
largo por mi cuarto sin saludarme, como siempre lo hacía; me sorprendió
sobremanera que tocara la puerta de mi habitación, pero después
comprendí que solo lo había hecho porque entre las cartas que llegaron,
había una para mí. Tengo que admitir que me extrañó demasiado que me
enviaran algo, pero así era, mi padre me entregó el sobre y salió de mi
cuarto. Me quedé observando la carta por un tiempo: ¡quien me la había
escrito era Morris! Imaginen mi emoción cuando la comencé a abrir y
descubrí, con total alegría, la pequeña pero fina letra de mi mejor
amigo. Sin más tiempo que perder, comencé a leerla:
Mi muy apreciable e incomparable amigo Randolph Gordon:
No puedo concebir la emoción de este momento en el cual estoy redactando estas líneas, me siento feliz de poder escribirte por primera vez luego de que fuese forzado por mi familia a abandonar el lugar donde pasé los mejores momentos de mi vida, con el amigo que jamás podré olvidar. Te parecerá increíble, pero desde que estoy acá, no logro adaptarme a mi nueva forma de vida: la ciudad en la que vivo ahora es mucho más caótica que la tuya, los jóvenes se apegan ciegamente a las enseñanzas de los adultos y, por desgracia, no ejercen su libre albedrío como debería ser; si los adultos de mi anterior pueblo eran severos y conservadores, estos van más allá de esas erróneas y estúpidas ideologías. No puedes imaginarte la felicidad de mis padres al saber que sus vecinos tienen un hijo «bien educado» que nunca pone en duda la autoridad de sus mayores y que es obediente. Solo puedo pensar en la debilidad de pensamiento que posee ese pobre muchacho, y no lo culpo, la verdad no puedo hacerlo porque el ambiente en que ha crecido lo moldeó así y así se quedará para su eterna desgracia.Por otro lado, mi familia a cada momento menciona que cuánto hubieran dado porque yo creciera desde un principio en esta maldita ciudad, y están diciéndomelo a cada momento del día. En la escuela soy visto como el «rebelde sin causa» y he tenido choques de personalidad con todos los profesores, incluso con la directora; me han llamado varias veces la atención por defender mis justos derechos y cada vez que me pongo en contra de los pensamientos tan cerrados de mis maestros, mis padres son citados para conversar con ellos, y los exhortan a que me pongan en mi lugar o alguien más lo hará un día. Ellos, como siempre lo has sabido y es costumbre del lugar donde estás, dicen que se avergüenzan de mí; que debería aprender a comportarme como el hombre que soy y que definitivamente tendrán que enseñarme a levitar. No entiendo a qué se refieren con eso, pero sospecho que no es nada bueno.Randolph, sé que te sonará ridículo, porque jamás me escuchaste mencionar algo similar cuando estábamos juntos, pero por primera vez en mi vida tengo miedo, miedo hacia el destino que me depara con esta putrefacta sociedad. ¿De qué tengo pavor? Del modo de ver las cosas de los adultos: son tan ambiguos que se puede esperar cualquier cosa de ellos. Me decidí a escribirte esta carta a escondidas de mis padres, bien sabes que ellos nunca te vieron con buenos ojos porque eres igual a mí en pensamiento, del mismo modo en que tus padres me veían mal a mí. Supongo que algunos patrones de conducta siempre permanecen y ese es el caso de nuestras familias, ¿no lo crees? Tengo deseos de que vengas a visitarme, quiero verte: no sabes el terror que vivo día con día al saber que la juventud de este lugar en realidad no existe, solo son adultos en proceso de madurez; me aterra ver que nadie piensa por sí mismo y se apegan como un perro a su dueño a las ideas de los mayores, es simplemente macabro. ¿Hacia dónde va este decadente sistema? No tengo la menor idea, pero he decidido que en cuanto tenga mayoría de edad, me iré de este enfermizo lugar que no hace otra cosa más que reprimirme demasiado. Sé que te veré pronto porque responderás a mi llamado, sabiendo que tú tienes más posibilidades de venir a verme, y tienes conciencia de ello.Junto con esta carta he anexado un mapa de mi ciudad actual, en él realicé unas señalizaciones para que encuentres mi casa; en el dorso se encuentra mi dirección completa, junto con instrucciones precisas para que no te equivoques de domicilio. Si hago todo esto es porque me urge verte, necesito hablar con una persona que me entienda y me ayude a soportar esta situación. Creo que empiezas a comprender cómo me siento, después de todo, admiro tu habilidad para ser empático, cosa que aquí nadie posee. Amigo mío, quisiera comunicarte más cosas por este medio, pero entiendo que las palabras que deseo compartir contigo no podrían ser escritas. Espero tu próxima venida y recuerda que siempre contarás con un amigo leal en la distancia y en la eternidad, así como yo sé que siempre estarás conmigo en las buenas y en las malas.Tu mejor e incondicional amigo,Morris Hobster.
Confieso que en un principio, la carta me
llenó de mucha motivación y alegría, pero conforme me fui acercando a
su desenlace, me sentí frustrado y a la vez preocupado: no sabía la
difícil situación que estaba viviendo Morris, ¡y yo que pensaba que mi
vida era terrible! Sin pensármelo dos veces, empecé a idear un plan para
que mis padres me llevaran a visitar a mi amigo; les diría que en la
carta que me envió me comunicaba que estaba enfermo y que el médico le
había recomendado absoluto reposo, por lo cual me escribió y me
solicitaba que le llevase algunos libros para su entretenimiento
mientras permanecía en cama. Con aquella estrategia en mente, me dirigí
al cuarto de mis padres y les dije sobre la supuesta enfermedad que
tenía mi amigo, les rogué que fuéramos a verlo y, sorpresivamente, ellos
accedieron sin que les insistiera demasiado. Me comentaron que primero
tendrían que pedir permiso en el trabajo de mi padre y en mi escuela
para ausentarnos, asunto que resolverían al día siguiente. Yo estaba que
no cabía en mí de la emoción: ¡iría a ver a Morris después de tanto
tiempo!
Al tercer día nos encontrábamos empacando
algunas maletas para quedarnos unos días con la familia Hobster, pues
mis padres consideraban que resultaría interesante relacionarse más con
los progenitores de mi amigo. Salimos rumbo a la ciudad donde Morris se
había mudado junto con su familia, y con ayuda del mapa que me envió,
logramos dar con la casa sin equivocarnos de dirección.
Mi corazón saltaba de la indescriptible
felicidad que sentía al saber que de nuevo vería a mi gran amigo de toda
la vida. Me bajé del auto casi al mismo tiempo que mi padre se
estacionaba, corrí hacia la puerta de entrada mientras gritaba el nombre
de Morris. La puerta se abrió mientras la señora Hobster me dedicaba
una sonrisa que, hasta hoy, no dejo de considerar que poseía una pequeña
sombra de felonía. Pregunté por mi amigo, y con el tono más dulce e
hipócrita que había escuchado jamás, su madre me contestó que él estaba
en su habitación levitando. No sé por qué, pero en ese momento sentí una
terrible punzada en el pecho, sobre todo porque Morris me había
mencionado que esa palabra acrecentaba su temor con respecto a sus
padres y la forma en que ellos la concebían.
Le pregunté a la señora Hobster en dónde
estaba el cuarto de mi amigo. Ella seguía manteniendo su falsa sonrisa
mientras señalaba hacia las escaleras que conducían al segundo piso, al
tiempo que mencionaba que Morris había estado sumamente inquieto por mi
llegada y que ahora se pondría feliz de verme. No había acabado de darme
la información cuando corrí con mucha rapidez mientras ascendía hacia
la segunda planta de la casa. Cuando llegué a la puerta que supuse que
sería la de mi amigo, noté que estaba cerrada, así que toqué al mismo
tiempo que le avisaba a Morris que ya había llegado.
Solo escuché la voz del señor Hobster
contestándome que pasara, pues mi amigo estaba en esos momentos muy
ocupado levitando; otra vez escuché esa palabra que me retorcía las
entrañas. Con mucha lentitud abrí la puerta, pues pensé que Morris
estaba quizá reflexionando sobre algo o muy sumido en sus pensamientos
para que no me contestase, y además, ¿qué hacía su padre con él en su
habitación? Mis pensamientos fueron cortados de tajo mientras observaba,
boquiabierto, algo que jamás creí que vería en la vida real: ahí, en
medio del cuarto, estaba mi amigo ¡literalmente levitando, tal y como lo
habían mencionado sus padres! No lo podía creer, no lo quería creer;
empecé a entrar en un estado de shock mientras seguía mirando a mi
amigo, en su rostro se dibujaba esa misma expresión que me había
dedicado el día que se fue de mi ciudad: serenidad, una tranquilidad
infinita y esa particular sonrisa suya que me dedicaba cuando decía que
todo iba a salir bien. Continué viéndolo, realmente levitaba, pues sus
pies no tocaban el suelo; era increíble, pero cierto.
Recuerdo que escuché decir a su padre que
ahora Morris, gracias a la levitación, aprendería a comportarse como un
joven de buenos modales y que sería un gran ejemplo para mí de ahora en
adelante. La cara del señor Hobster expresaba alegría y orgullo: no
podría estar más feliz de su hijo.
Desperté en el hospital general de la
ciudad, rodeado de las preocupantes miradas de mis padres. Me dijeron
que me había desmayado por la emoción de volver a ver a mi amigo, pero
sabía que decían eso para tranquilizarme. Como solo había sido un
desvanecimiento temporal, el médico me dio de alta enseguida. En la sala
de espera estaban los padres de mi amigo, felices de que mi desmayo no
hubiese pasado a mayores. Pregunté una y otra vez por Morris a sus
progenitores, y ellos, con una gran sonrisa de satisfacción, solo se
limitaban a decirme que ahora él era un chico muy educado y obediente, y
que debería estar orgulloso por ser amigo de un muchacho así. Yo
simplemente no podía creerlo; me puse histérico y les grité enfrente de
todos los que se encontraban ahí y de mis padres que estaban
completamente locos, que su retorcida ideología no conocía límites y que
no había ningún motivo para estar feliz por haberlo obligado a
convertirse en lo que ahora era. Las personas del hospital se quedaron
mirando conmocionados aquella escena, jamás habían visto a un joven
alzarle la voz así a sus mayores. Mis padres estaban avergonzados por mi
supuesto escándalo y me sacaron a rastras de aquel indiferente lugar;
nadie hizo nada para defender mis ideas, nadie, y sé que nadie jamás lo
hará, no en esa maldita y putrefacta ciudad.
Debido a mi «indecente» comportamiento,
mis padres decidieron regresar a casa esa misma tarde, comunicándome que
los padres de Morris no deseaban volver a verme, ya que me consideraban
una mala influencia para su hijo. Yo solo quería despedirme de él por
última vez y decirle que lamentaba no haber llegado antes para salvarlo
de su levitación, ¡solo quería eso! Sentí un terrible dolor en mi pecho
mientras nos alejábamos de aquella fatídica y repugnante ciudad. Mis
padres, completamente decepcionados de mi forma de expresarme ante los
Hobster, me dijeron que también deberían aplicar conmigo esa técnica de
la levitación, pues así aprendería a ser un chico correcto y bien
portado. Recuerdo que en ese instante comencé a odiar enfermizamente a
mis padres, tanto como aborrecía a los de mi mejor amigo.
El tiempo, en su marcha incansable, hizo
que ya no le diera motivos a mis padres para que cumplieran aquella
terrible amenaza que tenía por objetivo despojarme de mis ideales. En
cuanto cumplí la mayoría de edad, abandoné la casa porque no soportaba
vivir con aquellos dos seres tan aborrecibles. Me mudé a un pequeño
poblado, lejos de mi antiguo hogar. Puedo decir que ahora llevo una vida
tranquila, pero no feliz: el recuerdo de la sorprendente levitación de
mi amigo me persigue a todos lados. La última vez que lo vi, su cara me
volvía a decir que algún día estaríamos juntos para siempre, y jamás lo
dudé. Creo en su palabra y siempre seguiré creyendo en ella, a pesar de
que él ya no será nunca lo que alguna vez conocí. Pensándolo bien, yo
tampoco quiero seguir siendo lo que soy ahora. He leído su carta muchas
veces en mis tiempos de soledad para sentirme acompañado, y siempre se
ha quedado marcada en mí, tal y como si fuese un tatuaje, aquella
palabra que le dio un sentido nuevo a la vida de mi amigo y estaba por
formar parte de la mía. Seguramente, si me vieran mis padres, estarían
orgullosos de mí. Sin dilación, termino de escribir estas líneas para
decirles a todos ustedes que la experiencia de la levitación me servirá
para comprender por qué mi amigo tenía esa expresión en su rostro aquél
día: era muy pacífica.
Sé que ninguno de ustedes comprenderá el
motivo que me lleva a hacer esto, pero solo quiero saber qué sintió mi
amigo cuando su padre lo hizo levitar. Sin más demora, tomo una
resistente soga y la amarro bien en el techo de mi casa, me aseguro de
que esté bien atada y formo un nudo corredizo en su punta libre. Me
colocaré ese lazo alrededor de mi cuello y entonces al fin estaré con mi
amigo, al fin comprenderé a sus padres y al fin me sentiré libre para
dejar este maldito mundo. Creo que por eso Morris estaba tan relajado
mientras levitaba, ahora sentiré esa misma calidez que su familia le
hizo sentir al convertirlo en un hombre de bien.
Levitaré, sí, para que mis pies jamás vuelvan a tocar este inmundo suelo…
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