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viernes, 30 de enero de 2015

La verdadera historia


El Hombre del saco se lleva a los niños en un saco. Esto ya lo sabes, lo sabéis todos los niños, pero lo que nunca os han contado es lo que hace con los niños malos después de habérselos llevado.

Te lo voy a contar.

El Hombre del saco tiene el aspecto de un pordiosero, sucio y maloliente. Lleva un abrigo viejo plagado de remiendos, con grandes bolsillos de los que, a veces, parecen salir vocecillas lejanas. Lleva un sombrero de ala ancha lleno de rotos que le oculta la mirada, su pelo ralo y negruzco le tapa las mejillas, y sólo se ve su nariz aguileña y su boca, surcadas ambas por pústulas y cicatrices que supuran una pus, por eso sorbe constantemente y se relame.

Se adivinan sus ojos penetrantes, inquietos, malignos, te aseguro que si llegaras a contemplarlos de frente el corazón te haría daño en el pecho al palpitar, mirándote con esas pupilas concentradas en dos puntitos minúsculos. Pero lo peor es su boca. Si, en el peor de los casos, se te lleva, cállate, no digas nada, porque su sentido del humor es muy extraño e imprevisible, el demonio sabe de qué se ríe, y si dices algo, cualquier palabra, la más ingenua, y provocas su risa podrás ver unas hileras de dientes afilados, igual que los caníbales, ocres, incluso le faltan algunos, y esos huecos, por los que asoma la punta de su lengua como una oruga nerviosa y roja… es una visión que no te recomiendo. Y lo peor del peor de los casos es que cuentan que cuando se ríe le entra hambre. Así que, hazme caso, si en el peor del peor del más terrible de los casos se te lleva el Hombre del saco, cállate y no digas nada, no llores, no gimas siquiera.

Tiene una llave que abre todas las puertas, siempre viene de noche. No hace ruido al andar, se dice que en otra vida fue gato, y que lo maldijo su dueña, una vieja bruja, por arrancarle los ojos estando en celo, en un arrebato de amor incontrolable. Entra en los hogares, se vuelve oscuro, podría cruzárselo tu madre por el pasillo y no darse cuenta de que está ahí, oculto dentro de la sombra de una puerta, de una silla, de un radiador… De sombra en sombra, silencioso, entra en tu habitación. Aunque estuvieras despierto y atento él esperaría a que te durmieses, conteniendo la respiración, mirándote fijamente con sus ojillos muy abiertos, pasándose la lengua por las hondas heridas de sus labios, que él mismo se provoca al mordisqueárselos. Es paciente, puede esperar todo el tiempo que tu mente necesite para amortiguar el miedo, para agotarse en su propio cansancio. Y te dormirás, porque la mente limita con el sueño, y para el sueño, cuando la mente lo cruza, no existen límites. Tiene los dedos huesudos y finos, callosos, con las uñas largas, sucias, te meterá el índice y el corazón por los agujeros de la nariz, despacio, tapándote la boca con la palma de la mano, te meterá el índice y el corazón por los agujeros de la nariz hasta que sus uñas toquen la raíz de tu cerebro y te quedes inconsciente. Entonces, irás al saco.

Recuerda, cuando despiertes, no digas nada. En el saco hay un montón de insectos vivos masticándose unos a otros, reptándote por los brazos y las piernas, recorriéndote con sus patas ásperas, palpando tus párpados, intentando penetrar la oquedad de tus oídos con sus antenas… no gimas siquiera, recuérdalo. El hombre del saco hace un largo camino con su carga, que eres tú.

Se lleva a los niños a un sótano que nadie sabe dónde está. Un lugar húmedo, en penumbra, donde su vista es aguda y la tuya torpe. Puede que esté muy lejos, en un cobertizo en un bosque sombrío, puede que esté, no se sabe, debajo de tu casa. A los niños los guarda en jaulas pequeñas, que él mismo construye con madera y alambres, y escribe el nombre con una tiza antes de que haya capturado a su inquilino. Lo tiene todo previsto, no se le escapa un detalle. Es capaz de atisbar la posibilidad de un futuro. Nadie se le escapa… Bueno, hubo uno que sí, pero… ya te contaré.

La jaula más grande tiene el tamaño de un horno de cocina, imagínate, ahí pasan los niños los días y los días, y las noches oyendo gritos y gemidos, y algunos días, al día siguiente, ven algunas jaulas vacías. El Hombre del saco escupe sobre ellas un gargajo viscoso, borra el nombre escrito con la manga, las rompe a martillazos, sonriendo, y se pone a construir nuevas jaulas minuciosamente, serio. Se oyen gritos y gemidos de noche, siempre de noche, lánguidos sollozos que no encuentran un final. A veces se oyen chillidos desgarrados que taladran los sentidos, los niños en las jaulas tiemblan, no se atreven a moverse, la respiración se les agolpa en la garganta, intentan ver en la penumbra qué sucede. Pero la penumbra es densa, espesa, fétida, verduzca. Perciben, acaso, una sombra torcida, la sombra del Hombre del saco que parece absorber todas las sombras a su paso, atareado, lento, canturreando por lo bajo una monserga con su voz profunda y áspera:

Malos, malos, habéis sido niños malos,
muy malos, niños, muy malos...
Porta, quizá, un bulto pequeño en la mano que todavía se mueve, no se distingue lo que es, y se lo echa a seis perros que tiene. En sus roncos ladridos se adivina un eco lejano de palabras humanas, deformadas, gruesas, y los perros devoran y despedazan ese bulto disputándoselo entre ellos. A veces los apalea cruelmente, sin ninguna razón, y los perros se diría que lloran y suplican. En ocasiones uno muere por la paliza recibida. Y al poco tiempo otro ocupa su puesto, más pequeño, más feroz aún.

A veces un lamento se extiende desde la medianoche hasta la madrugada, el débil lamento de un niño encerrado solo, no se sabe, de verdad, no se sabe dónde, ni con qué bichos, en la oscuridad. Cuando lo devuelve a la jaula, ya no puede cerrar los ojos. No puede volver a cerrarlos, aunque quiera, y se le acaban secando. Y a partir de ahí su llanto se torna insoportable.

Y a veces, por la noche, no se oye nada. El silencio es más tenebroso que los gritos, los niños saben que, entonces, vendrá a por uno de ellos. Que alguno de ellos será el siguiente que quiebre ese silencio. Y se miran, hasta donde les es posible ver, y miran hacia la puerta, temiendo el chirrido que la abra y que aparezca el Hombre del saco canturreando su monserga…

Nunca os han contado lo que hace con los niños, ¿quieres saberlo?

¿Te atreves a saberlo?

Nadie sabe lo que les hace, todo son suposiciones, pero sí lo que les ha hecho. Cuando los mete de nuevo en la jaula, unos traen agujeros sangrantes en las palmas de las manos y en los pies, como si los hubiera clavado con clavos, como si fueran mariposas, en un tablón. Otros traen un ojo y un diente arrancados de cuajo, al parecer, con las mismas tenazas. Otros vienen con los huesos tronchados por dentro, molidos a pedradas, convertidos en peleles sin alma. Otros vuelven con las tripas reventadas, los intestinos colgando, abiertos en canal, se diría que les ha pegado un potente petardo en el ombligo. Algunas niñas, qué espanto, se retuercen oprimiéndose sus partes, como si les hubiera cortado algo por ahí, un trozo de su ser, con una cuchilla oxidada. Algunos agonizan de hambre en su jaula, de sed, y él deja que negros moscardones se den un banquete con lo que resta de su carne, juntada al pellejo, que se junta a los huesos, hasta que mueren… A los que han muerto los retira de sus jaulas y las machaca. A los que sobreviven, acaban desapareciendo, siempre uno por uno, la noche después de que haya matado a un perro a palos.

¿Quieres seguir sabiendo? Mejor no.

Hubo un niño que escapó. Anduvo errante y se cayó a un pozo, donde lo rescatamos. Fue una casualidad, yo, que estaba cuidando las ovejas, escuché su último quejido exánime, y lo sacamos de allí. Apenas podía hablar, nos contó cosas terribles, cosas sin sentido, estaba magullado, desfallecido, y le faltaban las dos manos, decía que se las habían comido otros niños… No volvió a soltar una palabra en su vida. Está encerrado en un hospital psiquiátrico, temblando continuamente, gimiendo, y mirando siempre hacia la puerta. Está en una habitación blanca, totalmente iluminada día y noche. Una vez que se fue la luz en el centro, sus gritos pudieron oírse en todos los pueblos en diez kilómetros a la redonda…

Y ya no te cuento más.

—Abuelo… ¿por qué me cuentas estas historias? Tengo miedo.

—Te cuento estas historias, hijo, porque ya tienes una edad en la que vas comprendiendo que las princesas y los dragones no existen. Sin embargo, el Hombre del saco existe, te lo aseguro, acecha oculto por los rincones de este mundo. Y puede que algún día venga a buscarte.

—¡Abuelo…!

—Del Hombre del saco no puedes escapar. Y hacerlo no sería ninguna suerte para ti. Pero te voy a regalar un secreto importante: No dejes que te atrape, la única forma de que no te lleve es mirarle a los ojos y sostenerle la mirada. Eso le hará gracia, abrirá su boca enormemente, tú sigue mirándole, no llores, no gimas, mírale. El Hombre del saco te lleva porque tú te dejas llevar por él. Sé valiente, cariño, tan valiente como para enfrentarte al miedo y al dolor, aunque tengas el alma hecha un guiñapo. Mira de frente. Dentro de poco yo no estaré aquí, y quiero que sepas estas cosas. Por desgracia, te harán falta.




Cuando se despertó, no recordaba nada de lo sucedido. Miró a su alrededor y no vio más que muerte y desolación en cada esquina con la que chocaba. Intentó levantarse. Los brazos le temblaban, las piernas no respondían, y aquel naseabundo olor le recorría sus entrañas. ¿Cómo podía un olor penetrarla de aquella manera?

Sus ojos apenas eran un ligera cortina de pestañas, apenas una rendija le deja vista al exterior de sí misma, y no podía reconocer nada. ¿Dónde se encontraba?¿Cuál era aquel lugar?¿Cómo había llegado hasta allí? En su boca, el sabor a hierro de la sangre reseca, algún que otro diente se había roto, su sonrisa había dejado de ser perfecta. Bajo sus manos, se extendía un líquido viscoso. Se sentía muy débil, las fuerzas casi la habían abandonado por completo. Su pelo era una pasta que se pegaba con fuerza a su cara, dejando solo algunos resquicios de piel libre que descubrieran lo que había sido antes de llegar a aquel paraje cubierto de vómitos, que se esparcían por el suelo junto a las vísceras de otros que no corrieron su misma "suerte". Suerte. Buena o Mala. Dentro de la destrucción, el caso es que seguía viva. ¿Pero quién querría seguir viva rodeada de muertes? ¿Porqué seguía aferrándose a un mundo que solamente le devolvía cadáveres y desolación? Se sentía una superviviente, sin saber porqué, y algo le hacía mantenerse consciente a pesar de todo.
Apenas podía moverse. Quieta, muy quieta, permanecía aislada en su rincón con los músculos agarrotados, atrapado en un cuerpo que no respondía a sus impulsos. El sofocante calor se introducía por cada uno de sus poros, las lágrimas brotaban de sus magullados ojos, un intento de grito a través de unas cuerdas vocales inertes. Silencio. Trozos de carne en descomposición a su alrededor, sola, nadie la escucha, nadie puede verla, ni siquiera ella misma puede hacerlo.

La primera reacción de su cuerpo, tras la descomposición de su estómago, fue vomitar, manchandose los pies con su propio vómito. Una y otra vez, intentaba levantarse, más una y otra vez caía tambaleándose sobre sí misma debido a sus débiles rodillas. Con las pocas fuerzas que le restaban, apoyaba sus manos sobre aquellos cuerpos inertes que le impedían el camino. Cuerpos incompletos que se derramaban por el suelo. Sintiendo como aquella pegajosa mezcla se incrustaba entre los huecos de sus dedos. No podía pensar en nada, tan solo en salir de allí, sin saber porqué, no quería correr la misma suerte que aquellas caras que ya se encontraban en descomposición, que aquellas muecas tristes de vacíos ojos dóde los gusanos hacían de las cuencas su alimento.
Cuando consiguió ponerse de pie y mantener el equilibrio, sus lentos pasos iban unos al compás de los otros, los rasguños de su cuerpo le escocían, mareada y sin rumbo daba tumbos por la calle, en medio de una vorágine sin principio ni fin. Perdida, sucia, y con lágrimas en los ojos. Sin conocer su situación ni saber donde ir.

Mientras iba dejando atrás la devastación que a duras penas había atravesado, ante se ella se abrían campos desiertos, los perros caminaban famélicos, los árboles se habían secado y parecían simples juncos mecidos por el viento, manchas marrones que iban quedando atrás en el silencio, vacía, solitaria y olvidada. ¿En qué rincón de la memoria se haya escondido ese lugar que reconoce pero no recuerda? Sigue pensando que nunca estuvo allí mientras se sumerge dentro del reloj de arena movida, dunas donde crece la hierba seca, donde el abandono y la desolación van unidos de la mano, donde ayer hubo un lago, hoy grietas surcan.
Hastiada, sigue caminando, acariciando la soledad que le ofrece el momento. Aún no puede recordar. El viento sigue soplando con fuerza, las espinas de la maleza arañan sus piernas

Silencio. Si no guardas silencio la noche no te contará sus secretos. ¿donde estás? perdida ¿importa? No. Esta no tiene la angustia de otras pérdidas.
De momento no. Solo observa, mira los áridos campos que tus pies pisan. Vacío. Solitario. Olvidado. ¿En qué rincón de la memoria te hayas escondida?No recuerda ese lugar.
Crees que nunca estuviste allí ¿nunca? Sigue recordando. Sumérgete dentro del reloj de arena.
Arena movida, dunas con hierba seca, abandono, desolación, juncos estriados saludan al lago que los abandonó a su antojadiza suerte, gruesas grietas hoy lo surcan.
Donde antes hubo arbustos, ya solo quedan ramas secas, el invierno se ha instaurado en la fuente de la primavera. Las espinas de la maleza dejan clavada su ira al rozar sus piernas. Cae rodando por las escaleras de la conciencia. El suelo mella sus rodillas, brota la sangre formando pequeñas heridas que surcan un solo concepto. Mana despacio y cálida, derramando su tibieza sobre la ajada tela rota de la manchada falda. No queda camino, solo pasos. Y siente que es su corazón quien se marchita a través del intermedio de sus piernas. Y nota que hay algo que falta y mucho que sobra. Se siente hinchada y perpleja. Un solo latido, dos corazones. Se recuesta sobre sí misma sobre la arena seca, caen gotas de lluvia y con ellas recuerda la tormenta. La invasión de soldados que llegaron a su pueblo. Los disparon por doquier que ensordecieron sus oídos. Como entraron en su casa y se llevaron a su padre. Recordó la muerte de sus hermanos. Como habían rodado sus cabezas por el suelo, como habían sido machacadas bajo las botas de aquellos que iban marcando la destrucción a su paso.

Se vio a sí misma escondida en aquel rincón oscuro, temblando de pánico, rezando porque no pudieran encontrarla. Rodeada de dolor, angustia y miedo. Volvió a presenciar la brutal paliza que habían propinado a su madre, como había caído al suelo cuando sus fuerzas se agotaron, llena de moratones por todas partes, casi exhalando su último suspiro. Y volvió a revivir como la habían penetrado salvajamente una y otra vez ante sus ocultos e inocentes ojos. Cómo se desplomaban uno detrás de otro sobre ella, mientras la impotencia se apoderaba de su menudo cuerpo. Esperó a que todos se hubieran ido para salir de su escondite. Su instinto de supervivencia la habían hecho permanecer inmóvil. Cuando salió a las calles oscuras, tropezó con los muertos desvanecidos en las aceras. Caminó sigilosa y en silencio. Pero no tardaron en encontrarla. Aún se clava en sus oídos la carcajada de aquel que la hallara."¿Pero qué tenemos aquí?" preguntó con voz melosa. "Si no es más que un pobre y asustado conejito. Ven. Ven conmigo". Retrocedió sobre sus pasos, echó a correr lo más rápido que pudo, pero no llegó muy lejos antes de ser alcanzada. "¿Así que me tienes miedo eh?" preguntó una vez el mismo que le diera caza. "Has sido una niña mala ¿sabes? ¿Sabes que es lo que se le hace a las niñas como tú?" Ella guardó silencio. "¿No lo sabes? No te preocupes, muy pronto lo sabrás".
La arrastró hasta el cuartel general. Una vez allí, entre todos aquellos monstruos, rajaron sus vestimentas y la montaron sin piedad. Tal como había visto hacer con su madre.

Ahora, recostada sobre la arena, sentía su vientre hinchado mientras recordaba como aquellas asquerosas manos se hundían en su cuerpo, como lenguas insipidas llenas de babas atravesaban su boca, recordó el sucio aliento que alimentara su cogote. Y la caída. Recordó de nuevo la explosión que la había llevado hasta donde desperté carente de recuerdos.
Ahora se retuerce sobre su propio dolor. Posa sus manos sobre sus caderas, sabe que desea acabar con sangre inocente, con carne de su propia carne, pero lo que con odio se engendra, con odio se destruye. Lo engendrado con lágrimas acaba con dolor. Lo engendrado con dolor termina en lágrimas.

Y, al abrir de nuevo los ojos, ve un arma que, temblorosa, la apunta. Con un hilo de voz pide:
- matame.

No observa reacción alguna en aquel que con curiosidad la observa.
- vamos...matame.

Sigue parado. La apunta con aquella pistola manchada ya de más sangre inocente. Se siente confundido ante la primera vez que suplican por la muerte en lugar de la vida. Pero ella teme más a la segunda que a la primera.
- por...favor...por...favor...matame.

Por primera vez en toda su vida, él siente que no puede hacerlo. Pese a la desesperación que observa en el rostro de la chiquilla, o quizás precisamente por ello. Sin el deseo de vivir en sus víctimas, robarles la vida carece de sentido. Poco a poco va bajando el arma.
- No...por...favor...por favor...no lo hagas...no guardes el arma..

Preso de su estupor, pregunta:
- ¿Porqué quieres morir?

- No preguntes, solo hazlo.
Vuelve a levantar el arma, en un nuevo intento, pero las fuerzas le flaquean, no puede hacerlo. La pistola cae al suelo. Ella se arrastra como puede, la ase con sus débiles manos, y, con sus últimas fuerzas, aprieta el gatillo. Lanza al aire su último suspiro y a cenizas reduce su dolor.

Aquel que tantas muertes hubiera contemplado, de repente siente el horror de sus actos, aquel charco de sangre le nubla la vista. Por primera vez, llora ante una "caída". Se agacha, le da un beso en la frente, extrae el arma de sus manos, y, con un sonido sordo y seco, termina también con su vida.

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