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viernes, 30 de enero de 2015

PERSONAS


—No podrás imaginar a nadie hasta que no lo roces —me dijo Amparito parada en medio de la calle mayor, con los brazos extendidos y los ojos apretados.

Era nuestro juego favorito cuando la inocencia aún pintaba ranas que anhelaban ser príncipes, a mascotas que sabían volar o a lámparas antiguas con genios que concedían cuanto soñábamos.

—¿Qué imaginaste cuando me rozaste la primera vez? —le solté de sopetón ruborizado hasta las orejas.

—Que serías siempre mi mejor amigo —dijo muy bajito mirando sus zapatitos de lasitos rosa que la hacían parecer más mayor—. ¿Y tú?

No le conteste. Estaba reuniendo el valor suficiente.

Los ojos se le abrieron como platos cuando sus labios notaron los míos. Fue un beso fugaz, inocente y tierno, un beso que jamás olvidaré.

—Que serías siempre mi primer amor —le susurre al oído.

La vida duraría poco tiempo en el cuerpo de Amparito. Mi dolor aún lo conservo.

Cuando la vida me arrastra a la amargura y la depresión, salgo a la calle y busco el lugar más concurrido. Extiendo los brazos, apreto los ojos y dejo que los desconocidos me rocen. Entonces, como me enseñó Amparito, imagino sus vidas, imagino sus dolores y alegrías, sus motivos para existir. Y recuerdo su risa y sus ganas de vivir, recuerdo nuestros juegos, nuestros rubores y confidencias, nuestros paseos cogidos de la mano, nuestros besos inocentes.

Y vuelvo a sentir su corazón latiendo junto el mío.

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