Nuestra ciudad se enorgullece con toda justicia de su teatro de autómatas. Con esto no quiero decir simplemente que nuestros maestros llevan el difícil y exigente arte de los autómatas a un pico de esplendor que no tiene parangón, y que ni siquiera fue imaginado por los maestros de una época anterior. Quiero decir que nuestro teatro de autómatas, por su propia naturaleza, es digno de orgullo, pues es fuente de nuestro placer más pleno y espiritual. Sabemos que sin él faltaría algo en nuestra vida, aunque no sabemos bien que faltaría. Y nos enorgullece que el nuestro sea un teatro genuinamente popular, que obtiene la ferviente lealtad de jóvenes y viejos por igual. No es exagerado decir que desde que abandonamos la cuna caemos bajo un hechizo del que nunca despertamos. Tan intensa es nuestra devoción -que algunos consideran obsesión- que la sabiduría popular distingue cuatro fases. Se dice que en la infancia nos atrae el color y el movimiento de estas pequeñas criaturas; en la adolescencia, los intrincados mecanismos de relojería que les dan la ilusión de la vida; en la adultez, la verdad y belleza de los dramas que representan, y en la vejez la perfección atemporal de un arte que nos eleva por encima de las cuitas de la mortalidad y da sentido a nuestras vidas. Todos reconocen que estas distinciones son caprichosas, pero a su manera expresan una verdad. Pues, al igual que nuestros maestros, que pasan de su largo aprendizaje a sus logros cada vez más formidables, también nosotros pasamos del aprendizaje que nos brindan las alegrías infantiles a los placeres más graves de un deleite maduro y exigente. El teatro de autómatas no se supera con la edad.
Confieso que se desconoce la cantidad exacta de nuestros teatros, pues no solo surgen continuamente, sino que muchas compañías menores viajan de sala en sala sin gozar de una estancia permanente. Los maestros mismos pueden presentarse en una sola sala o en varias al mismo tiempo. Se suele convenir que más de ochocientos teatros operan en la ciudad en el curso de un año, y no hay un solo día en que no podamos asistir a un centenar de representaciones.
A pesar de la gran cantidad de libros sobre el tema, el origen del teatro de autómatas está sumido en la oscuridad. Las autoridades han citado la influencia de todas las piezas mecánicas ingeniosas, desde las aves canoras de Herón de Alejandría hasta el pato de Vaucanson; los historiadores tampoco han omitido los tributos al arte de Bizancio. Algunos estudiosos han llegado a otorgar una cuestionable autoridad a la mosca de Johan Müller, que según cuenta la leyenda podía posarse en la mano de todos los huéspedes sentados en una sala antes de regresar a su inventor. Pero aunque tales historias fueran ciertas, no lograrían explicar nuestro elegante arte, que no solo supera las toscas fábulas de la leyenda sino que es enteramente explicable y demostrable. Una teoría sostiene que nuestros primeros artesanos -sobre los cuales, según se admite, se sabe poco recibieron la influencia directa del arte de la casa de muñecas de la Nüremberg medieval, una conjetura basada hasta cierto punto en registros parroquiales que muestran que catorce de nuestros antepasados nacieron en Nüremberg. Lo cierto es que el arte de la miniatura florece desde hace tiempo en nuestra ciudad, e independientemente del teatro de autómatas. Ningún hogar carece de su cesto de almejas, de su gnomo tallado en un carozo de melocotón; y la espléndida Sala de Miniaturas de nuestro Stadtmuseum es muy conocida. Pero yo argumentaría que son precisamente nuestras admirables miniaturas las que revelan una diferencia esencial con nuestro teatro de autómatas. En el Stadtmuseum vemos maravillas del arte de la miniatura, como un arca tallada en el carozo de una cereza, con tres docenas de parejas de animales claramente discernibles, así como Noé y sus hijos; y el palacio de invierno de los Hohenzollern, tallado en un trozo de madera de boj de dos centímetros y medio de longitud, y exhibido bajo una lupa, con sus setos con forma de animales, su huerto de perales y sus muchas habitaciones, que contienen más de trescientos muebles que son reproducciones exactas. Pero cuando terminamos de admirar la habilidad de estas obras maestras de la miniatura, no podemos dejar de notar la diferencia con nuestro teatro de autómatas. En primer lugar, aunque se hable de teatro de miniaturas, estas figuras de quince centímetros, que brindan tanto encanto a nuestra vida, son gigantes en comparación con las verdaderas obras maestras del arte de la miniatura. En segundo lugar, el arte de la miniatura es esencialmente un arte inerte, un arte de la quietud, mientras que el arte del autómata se basa en la creación de movimiento. Dicho esto, sin embargo, no quiero negar toda relación entre las miniaturas de nuestros museos y la exquisita estructura interna -el alma de relojería- de nuestros autómatas.
Aunque el origen de nuestro arte es oscuro, y las líneas precisas de su desarrollo difíciles de desentrañar, no hay dudas en cuanto a la tendencia que ha seguido durante el largo curso de su distinguida historia. Esa tendencia apunta a un creciente dominio de la ilusión de la vida; Las obras maestras dieciochescas preservadas en nuestros museos no carecen de encanto y belleza, pero en la conquista del movimiento no pueden compararse con los productos de la época actual. El arte ha avanzado tan deprisa que aun nuestros aprendices de doce años superan a los antiguos maestros, pues pueden crear figuras capaces de ejecutar más de quinientos movimientos; y es bien sabido que en las últimas dos generaciones nuestros maestros han logrado en sus autómatas todos los movimientos de que es capaz un ser humano. El reto mecánico inherente a nuestro arte ha sido afrontado y dominado.
Pero la naturaleza de nuestro arte es tal que lo mecánico está íntimamente relacionado con lo espiritual. Es precisamente el brillo de nuestros avances mecánicos lo que ha permitido a nuestros maestros expresar la plena belleza de la forma humana viviente. Cada gesto del cuerpo humano, cada matiz emocional que se expresa en un rostro humano, es capturado en las formas móviles y los rasgos de nuestros autómatas en miniatura. Incluso se argumenta que estas delicadas criaturas son capaces de expresar con su rostro ciertas emociones profundas y complejas que no están al alcance de la limitada musculatura humana. Los que acusan a nuestro arte de basarse excesivamente en el ingenio mecánico (pues no nos faltan críticos) harían bien en reflexionar sobre la relación entre lo físico y lo espiritual, y en preguntarse si el sentimiento más poético del alma humana puede existir sin la prosaica mediación de un sistema nervioso.
Por su naturaleza, pues, nuestro arte es mimético, y cada avance representa una nueva intrusión en el dominio de la vida. Los visitantes que ven nuestros autómatas por primera vez quedan pasmados, incluso perturbados, por su aparente vitalidad. Verdaderamente nuestras figuras parecen pensar y respirar. Pero, habiendo reconocido la tendencia numérica o ilusionista de nuestro arte, me apresuro a señalar que el realismo del que hablo no se debe interpretar como esa clase estrecha y restrictiva que domina y debilita nuestra literatura. Es un realismo de medios, que de ninguna manera excluye la fantasía. Esta es la primera de las distinciones tradicionales entre el Teatro de los Niños y el teatro propiamente dicho. En el Teatro de los Niños encontramos tantas brujas, dragones, fantasmas y árboles ambulantes como puedan deleitar la imaginación del soñador más obstinado; pero son, si puedo arriesgar una paradoja, brujas reales, dragones reales, fantasmas reales y árboles ambulantes reales. En estas figuras, todos los recursos del arte mecánico procuran lograr la expresión precisa y perfecta de lo imposible. Se usa lo real para invocar lo irreal. Es una mimesis de lo fantástico, una escrupulosa representación de criaturas que difieren de las criaturas reales solo por su inexistencia. Pero ni siquiera el teatro de adultos se debe medir por las risibles trivialidades de nuestra literatura presuntamente realista. Pues también aquí podemos señalar una vasta y grata variedad de formas teatrales, las cuales han evolucionado junto con el arte del mecanismo, y están limitadas solo por la índole especial de este arte. Siendo un arte mudo, se basa totalmente en una sutil expresividad gestual, una aparente limitación que, en manos de nuestros maestros, se convierte en medio de su grandeza. Pues estas representaciones, que duran de veinte a cuarenta minutos y son acompañadas por los efectos musicales que se requieran, buscan, al igual que la música, expresar lo inexpresable y dar forma precisa y duradera a los impulsos más profundos del espíritu humano. Algunos dramas evocan el ballet, otros la mímica, otros el cine mudo, pero todos tienen su propia forma y son tan variados como la imaginación, aunque todos delatan un parentesco secreto.
Mas, aun al margen de la gran variedad de nuestro teatro de autómatas, este arte, el más realista y mecánico que exista, que procura una imitación absoluta de la Naturaleza, no se puede denominar realista sin graves restricciones. En primer lugar, los autómatas solo miden quince centímetros. Este hecho basta para desmentir la acusación de que nuestro arte es estrechamente realista en espíritu e intención. La moda de los autómatas de tamaño natural, en boga hace unos años, nos resultó indiferente. Es conocida la reacción provocada por los toscos autómatas del conde Orsini, en ocasión de la muy publicitada visita de ese notable a nuestra ciudad. Uno se imagina las carcajadas que aún vibrarán en sus oídos. Pero, al margen de la pequeñez de nuestros autómatas, está la naturaleza del placer del arte del autómata. Sería necio negar que este placer es en parte un placer de imitación, de semejanza. Es el placer de la ilusión plenamente dominada. Pero este placer depende de un segundo placer que se opone al primero, o quizás el placer de la imitación sea divisible en dos partes opuestas. Este segundo placer, o esta segunda parte del placer de la imitación, es el placer de la disimilitud. Con secreta alegría percibimos cada modo en que la ilusión no es la cosa, sino solo su ilusión, y este placer aumenta cuando la ilusión se impone con más fuerza. Pues no somos niños, y no olvidamos que estamos en el teatro. La naturalidad de las criaturas que se mueven y sufren en su pequeño escenario solo aumenta nuestra reverencia por los maestros que les dieron el ser.
Estos maestros, que nunca suman más de veinte o treinta en una generación, constituyen la expresión más cabal de un riguroso sistema de aprendizaje que aun en sus niveles más bajos es capaz de producir obras de magnífica destreza y belleza encantadora; pero es notable que el método, a pesar de algunas propuestas ocasionales, nunca haya cristalizado en una escuela formal. Con cierta arbitrariedad, los maestros aceptan aprendices que se mudan a los talleres y deben consagrarse exclusivamente a su arte. Desde luego, muchos no soportan los rigores de esa vida, que además de ser estrecha y ardua ni siquiera promete prosperidad. Curiosamente, a pesar del fervor público, es verdad que los maestros distan de ser prósperos, aunque por cierto no son pobres. Se han dado muchas explicaciones de esta vergonzosa situación, y una de las más antojadizas es que los maestros están tan dedicados a su arte que la comodidad externa los deja indiferentes. Pero esto no es creíble. Los maestros no son monjes; se casan, tienen hijos, son responsables de mantener una familia, con la carga adicional de los aprendices, muchos de los cuales ni siquiera pueden pagarse la comida. Son seres humanos como los demás, con todos los sinsabores de la humanidad sufriente, además del peso de su riguroso arte. Los graves y consternados rasgos de los maestros más viejos parecen dar testimonio de una secreta infelicidad. Así, una explicación mucho más viable de su falta de prosperidad es que la labor que requiere este arte supera en mucho su rentabilidad. Los teatros florecen, se cobra dinero; pero la construcción de una sola figura mecánica lleva de seis meses a dos o tres años. Raro que los maestros reciben la ayuda de los aprendices superiores, a quienes se permite construir manos y píes, e incluso piernas y brazos, así como los mecanismos de las partes menos expresivas de la anatomía. Aun así, el maestro automatista es totalmente responsable de la cara y la cabeza, y de los ajustes finales del total. Y aunque la tarea de pintar el escenario en lino traslúcido -una labor de muchos meses- queda casi totalmente en manos de los aprendices mayores, el maestro automatista debe presentar los bocetos originales, y lo mismo vale para muchas otras cuestiones, como la compleja iluminación que realza las bellas transparencias y es tan parte de nuestro teatro de autómatas. Y por cierto tenemos el drama, la coreografía, la música en ocasiones compleja. Por todos estos motivos, nuestra concurrencia diaria a los teatros no conduce a los maestros a la prosperidad, aunque los gerentes de los teatros viven invariablemente en la mejor parte de la ciudad.
La destreza de los maestros, su profunda comprensión de los secretos del arte del mecanismo, es impresionante y perturbadora, pero el genio mecánico no basta para ser maestro. Ello es evidente en el hecho de que algunos aprendices, a los trece años, ya son capaces de construir un autómata cuyos movimientos son anatómicamente perfectos. Pero distan de ser maestros, pues sus criaturas carecen de esa misteriosa cualidad que hace que las auténticas obras maestras de nuestro arte parezcan pensar, sufrir y respirar. Es verdad que la perfección anatómica representa un gran logro y es suficiente para el Teatro de los Niños. Pero cuando estos mismos aprendices, inpacientes por ser reconocidos, intentan fundar teatros propios varios años después, la carencia de maestría espiritual es manifiesta de inmediato, y se ven obligados a resignarse a una vida de servicios en el Teatro de los Niños o bien a regresar a los rigores del aprendizaje superior. Aun entre los maestros reconocidos hay perceptibles diferencias de logro, aunque en un nivel tan alto que las comparaciones suelen desembocar en discusiones acerca de la naturaleza de la belleza. Pero puede ocurrir que un maestro se distinga de los demás en virtud de una cualidad escasamente indefinible pero a todas luces aparente, como nuestra historia lo demuestra una y otra vez; tal es el caso, actualmente, del inquietante ejemplo de Heinrich Graum.
Pues de él deseo hablar, de este espíritu atribulado que ha surgido entre nosotros con su don peligroso y perturbador; y si vacilaba, si me demoraba en otras cuestiones, es porque la naturaleza misma de su arte pone todo en cuestión, y nos exige que lo abordemos oblicuamente, casi con cautela.
Como muchos maestros, Heinrich Graum era hijo de un relojero; como la mayoría, reveló su talento a tierna edad. A los cinco años lo enviaron al taller de Rudolf Eisenmann, de donde tantos aprendices salen como jóvenes maestros. Allí demostró ser un discípulo talentoso, aunque no precoz. A los siete años construyó un ruiseñor de tres centímetros capaz de sesenta y cuatro movimientos, incluidos treinta y seis movimientos de la cabeza, y cuya artesanía era tan perfecta que se usó en la escena del huerto del Der Reisende Kavalier de Eisenmann. Un año después le siguió un encantador acróbata que trepaba a su poste, caminaba por la cuerda hasta el poste opuesto haciendo equilibrio con una vara, perdía y recobraba el equilibrio tres veces, caía y se aferraba de la cuerda con una mano, volvía a trepar laboriosamente, y seguía viaje hasta el poste opuesto, donde hacía una reverencia. En todo esto, nada distinguía al joven Heinrich de cualquier aprendiz talentoso; nunca fue un niño prodigio, como se ha afirmado erróneamente. Entre los aprendices menores es muy frecuente un grado bastante mayor de precocidad, y los maestros la encaran con cierta desconfianza. En un arte que exige, más que cualquier otro, un completo dominio de los detalles mecánicos, un éxito prematuro suele inducir en el joven aprendiz una falsa sensación de madurez. Con frecuencia el prodigio de siete años es un mediocre a los quince, y solo sirve para trabajar en el Teatro de los Niños. Pues no es exagerado decir que la forma más elevada del arte del automatista es totalmente espiritual, aunque se logre, como he dicho, por medios mecánicos. Los niños prodigio exhiben un notable virtuosismo técnico que ciertamente impresiona, pero eso no promete una grandeza futura, y con frecuencia los desvía, a ellos y a sus compañeros, de la buena senda. Al pequeño Heinrich se le ahorró la aflicción de la precocidad.
Pero era muy talentoso; y un maestro siempre observa a sus aprendices talentosos buscando indicios de esa cualidad indefinible que indica que un discípulo está destinado a la maestría. En el caso del joven Heinrich, fue su temprano interés en la forma humana, sobre todo las manos y la cara. En la época en que los aprendices talentosos de diez y doce años dedican su atención a los dragones y sirenas del Teatro de los Niños, y se regodean en jactarse de sus considerables aptitudes técnicas, Heinrich comenzó a estudiar la estructura interior del famoso mago de Eisenmann, capaz de hacer desaparecer una moneda de plata, sacar un pájaro del sombrero y mezclar y sostener en la mano un mazo de cincuenta y dos naipes en miniatura. El problema mecánico llamó la atención del joven Heinrich; fue el primer problema que no pudo resolver rápidamente. Durante ocho meses, a los doce años, armó y desarmó las manos de los modelos anatómicos que abundan en todo taller; la intrincada estructura del pulgar parece haberlo obsesionado. Y también en esto se distinguió de los niños prodigio, que pasan de un logro al otro sin ton ni son. Al cabo de ocho meses pudo construir un duplicado exacto del mago de Eisenmann, una hazaña que llamó la atención del maestro. Pero lo más notable es que el joven Heinrich aún estaba insatisfecho. Siguió estudiando la estructura de la mano (algunos consideran que su serie de sesenta y tres manos, de este período, es su primera obra madura) y poco antes de cumplir los catorce años creó un mago de Eisenmann capaz de tres nuevos trucos que nunca se habían intentado en el arte de los autómatas. Uno de estos trucos alcanzó cierta notoriedad cuando se descubrió que ningún mago humano lograba reproducirlo. El joven Heinrich confesó que había mejorado la musculatura de la mano, superando la capacidad humana; esto le mereció una leve reprimenda.
El mago pronto fue, seguido por su primera creación original, el asombroso pianista capaz de tocar todo el primer movimiento de la sonata Claro de luna en un piano de cola de dieciocho centímetros, bellamente construido. Heinrich no tenía una gran formación musical, y la ejecución del movimiento dejaba que desear, pero todos convinieron en que las manos del pianista exhibían la marca de un futuro maestro. A los catorce años Heinrich era un joven corpulento, desgarbado y serio cuyas manos de gruesos dedos lucían torpes en comparación con las delicadas manos mecánicas de sus criaturas. Aparte de su parquedad, que aun entonces era notable, no era huraño ni excéntrico, como ocurre con muchos aprendices talentosos, y entre sus pares gozaba de una inusitada reputación de amabilidad. Parece haber llegado desmañadamente pero sin conflictos a su primera adultez, luciendo su robusto y musculoso cuerpo con un aire de asombro.
Inmediatamente después de completar el pianista, inició ese estudio del rostro humano que tendría consecuencias tan profundas para su arte y haría de él un maestro reconocido a los veinte años. Durante seis largos años analizó y diseccionó el rostro del autómata, estudiando la obra de los maestros para penetrar los secretos más profundos de la expresividad. Durante este período no completó una sola figura, sino que acumuló una galería de seiscientas cabezas, muchas de ellas en grotesco estado de inconclusión. Eisenmann reconoció los signos de la madurez del maestro, y permitió que el grave y encorvado joven siguiera su criterio. Al cabo de ese período de seis años, Heinrich creó en dos febriles meses la primera figura desde su pianista: la joven a quien llamó Fráulein Elise.
El propio Eisenmann la consideró una obra maestra, y aun ahora podemos admirarla como un ejemplo clásico del arte de los autómatas. Esta figura encantadora, que mide apenas trece centímetros, se mueve con una gracia y una naturalidad que son los signos más seguros de la maestría. Su famoso andar, tan indolente y sensual, habría bastado para asegurarle al maestro un lugar en las crónicas. Parece la esencia misma de la niña que se transforma en mujer. Pero aun en esta figura temprana uno se asombra ante todo de la asombrosa expresividad del rostro. Durante sus doce minutos de vida mecánica, Fráulein Elise parece sufrir una lucha espiritual cuyas sombras oscurecen sus inteligentes rasgos. Recorre su habitación, ora inquieta, ora indolente, arrojándose a la cama, mirando por la ventana, sentándose abruptamente, sumiéndose en cavilaciones. Parecemos arrastrados hacia el alma de esta niña, turbada como está por las vagas añoranzas y oscuras intuiciones de una inocencia en el umbral del conocimiento. Cada gesto, perfectamente representado, parece diseñado solo para atraernos más profundamente hacia adentro; una alarmante intimidad nos une a esta criatura inquieta, cuya vida misteriosa parecemos conocer más hondamente que la nuestra. Ese bostezo lento, prolongado y melancólico que concluye la representación, mientras Elise parece abrirse como un grueso capullo para arrastramos a las honduras de su ser, es una obra maestra de penetración espiritual, tanto más notable por cuanto no se sabe que Henrieh estuviera enamorado en esta época. Otro aprendiz, un delgado joven de dieciocho años, quedó tan conmocionado por Elise que estudió una y otra vez su vida de doce minutos. Al pasar las semanas sus mejillas palidecían, una sombra azul aparecía bajó sus ojos; y se dijo que se había enamorado de la pequeña Fráuíein Elise.
El joven maestro inició entonces un período de fecunda creatividad que en cuatro años condujo a su primera representación pública. El éxito del Zaubertheater fue inmediato y decisivo. Sus figuras se compararon con las mayores obras maestras del arte mecánico; todos los comentaristas señalaron su flexible expresividad, su inquietante intensidad. Aquí había un artista que a los veinticuatro años no solo había dominado las sutilezas más intrincadas del movimiento mecánico sino que, en un arte donde la innovación con frecuencia era desastrosa, y siempre peligrosa, había añadido algo genuinamente nuevo. Nadie podía ignorar la cautivadora “interioridad” de sus admirables criaturas; era como si Heinrich Graum hubiera aprendido a proyectar emociones que nunca se habían visto. Aun los que desdeñaban toda innovación como inherentemente destructiva manifestaban su renuente admiración, pues al fin y al cabo el joven maestro simplemente había llevado el arte un paso más lejos en la honorable dirección de la imitación escrupulosa. Su diferencia era percibida y admirada por los que poseían el gusto más exigente; y se declaró que seguía la tradición clásica de los grandes maestros, aunque con un sabor moderno y distintivo que era exclusiva y enérgicamente suyo. Así sucedió que fue igualmente admirado por la generación mayor y por la nueva.
Una cosa es que un joven maestro se gane su reputación; otra es que la mantenga. Heinrich Graum no era de los que ignoran los desafíos. Durante los doce años siguientes el joven y grave maestro parecía superarse con cada nueva composición, y cada cual era esperada con una avidez que bordeaba lo febril. El público respondía vivamente a la intensidad de sus criaturas; las mujeres jóvenes parecían especialmente susceptibles al extraño poder que relucía en esos ojos mecánicos. Es conocido el caso de Ilse Lánger, quien se enamoró tan desesperadamente del Pierrot de ojos oscuros de Heinrich que de solo verlo rompía a llorar violentamente. Un domingo de lluvia, después de una noche de sufrimiento, la afligida muchacha abandonó su casa antes del alba, recorrió la sombría avenida de olmos al norte del Schlosspark y se arrojó en el Bree, dejando una lastimera nota de amor y el fragmento de un poema. La pobre Ilse Langer es solo un ejemplo extremo y desdichado de un difundido fenómeno. Las lágrimas femeninas no eran infrecuentes en el Zaubertheater; los hombres jóvenes escribieron ardientes poemas para la Klara de Heinrich. Aun los críticos moderados eran presa de reacciones extremas, que a veces los perturbaban y que servían como base para un ataque ocasional. Se señaló que las figuras de Graum parecían estar superando los límites de lo humano, como si deseara expresar en sus criaturas no solo los secretos más profundos del alma humana sino emociones que trascendían el conocimiento de los hombres; y esta propensión al exceso, que estaba en el corazón de su grandeza, se consideraba un peligro, pues se decía que sus figuras estaban a un paso de lo grotesco. Sin embargo estos ataques, inevitables en un arte de tradición elevada y antigua, eran apenas un murmullo en medio del estruendo de los aplausos, y las representaciones del Zaubertheater pronto se consideraron un triunfo de la época, la floración rica y definitiva del arte del automatísta.
Quizás el carácter extremo de estas merecidas alabanzas debió llamarnos a reflexión, pues si un arte ha alcanzado su expresión más rica, podemos preguntarnos si el impulso que lo llevó en la dirección de su cumplimiento no puede llevarlo más allá de su límite apropiado. En este sentido cabe preguntarse si la forma más elevada de un arte no contiene en sí los elementos de su propia destrucción…; en síntesis, si la decadencia, lejos de ser el opuesto mórbido de la salud más profunda de un arte, no es sino el resultado de un impulso idéntico a ambos.
Sea como fuere, el joven maestro siguió avanzando de triunfo en triunfo conmocionándonos con la revelación de honduras espirituales siempre nuevas, y haciéndonos añorar bellezas más oscuras y profundas. Era como si sus criaturas lucharan en los límites de lo humano, pero sin abandonar lo humano; y la intensidad de sus últimas figuras parecía prometer de algún modo una visión final que aguardábamos con ansiedad y una cierta aprensión.
A los treinta y seis años, al cabo de doce años de triunfo ininterrumpido, Heinrich Graum guardó un repentino silencio.
El silencio de los maestros no es inusitado, y en sí mismo no es causa de alarma. Es sabido que los maestros pueden sufrir una tensión grande y continua, pues cuando hablamos de dominar el arte sublime del autómata no nos referimos a un dominio que permita cejar en el esfuerzo. Bien puede decirse que ese dominio es solo la preparación necesaria para rigores futuros. ¿De que otro modo explicar el semblante grave y melancólico de nuestros maestros? El elevado arte del autómata exige una precisión implacable y tenaz, un inflexible poder de concentración y una capacidad incesante para la invención, de modo que el maestro siempre debe esforzarse tan solo para mantener su propio nivel. Además está la presencia, no era reconocida pero siempre sentida, de los demás maestros. Pues existe entre ellos una rivalidad secreta. Cada cuál siente la presencia de los demás, con quienes se compara sin piedad; y aunque dicha rivalidad sea perniciosa para la salud de los maestros, es probable que sin ella su arte se resintiera, pues inevitablemente sufriría una inadvertida laxitud. Por otra parte, cada maestro es rival de los grandes maestros del pasado; y también es rival de sí mismo y continuamente procura superar sus logros más excelentes. Estas presiones son más que suficientes para tallar profundas arrugas en el rostro de nuestros maestros, pero además está la continua amenaza de la pobreza, el peso de tener que vivir en dos mundos al mismo tiempo y el destino común de sufrimiento del que ningún mortal puede escapar, y que a menudo el maestro, siempre encaramado en el nivel más alto de una creatividad tensa y exigente, encuentra insoportable. Así ocurre que a veces un maestro se sume en un silencio del que surge al cabo de seis meses, un año o dos años como si hubiera nacido de nuevo, mientras en su ausencia el teatro es dirigido por sus mejores aprendices. Lo destacable del caso de Heinrich Graum no es pues el silencio mismo, ni siquiera lo súbito del silencio, sino su hondura y duración. Pues Graum guardó silencio durante diez largos años; y a diferencia de los demás maestros, que se retiran provisoriamente, cerró el teatro y retiró todas sus criaturas de la representación pública.
Es probable que el debate sobre el silencio de diez años de Heinrich Graum nunca termine. Algunos lo han comparado con el silencio de doce años de Schiller, entre Don Carlos y Wattensteín, pero debe permitírseme señalar que Schiller comenzó a componer poesía (si no drama) ocho años después de la conclusión de Don Carlos, que trabajó continuamente en Wallenstein de 1797 a 1799, y que en todo caso publicó dos volúmenes de historia, así como muchos ensayos estéticos y filosóficos, precisamente en estos años de dramático silencio. El silencio de Graum fue total. Más aún, despidió a sus aprendices, así que no tenemos testigos de su actividad durante este período decisivo. Se había casado discretamente durante sus años de triunfo, y no hay motivos para asociar su silencio con su vida doméstica. Se sabe que durante sus años de silencio viajó varias veces a varios balnearios del Mar del Norte en compañía de su esposa; lo vieron dos veces en una silla en la playa de Scheveningen, un gigante encorvado con traje de baño marrón, mirando sombríamente el agua. Pero en general parece que permaneció encerrado en su taller de la Lindenallee. Comúnmente se supone que armaba y desarmaba infatigablemente sus criaturas mecánicas, como en su obsesiva juventud. No se puede demostrar lo contrario, pues en esto ha callado tanto como en todo lo demás, pero contra el supuesto general se pueden presentar brevemente dos objeciones. Primero, no se han hallado rastros de un autómata de este período. Segundo, la naturaleza del nuevo teatro de autómatas torna improbable la teoría del experimento incesante. Se puede alegar que él destruyó todos sus experimentos, pero debemos recordar que conservó escrupulosamente las sesenta y tres manos y las más de seiscientas cabezas de su aprendizaje. Mi sugerencia, que ofrezco tras una larga y grave reflexión, es que durante diez años Heinrich Graum no hizo nada. Para ser más precisos, no hizo nada pero meditó sin cesar acerca de la naturaleza de su arte. Si hubiera sido un hombre de letras, un Schiller, habría podido ofrecer al mundo el fruto de sus meditaciones; como su genio no se expresaba en palabras, sus pensamientos se reflejaron solo en las extrañas criaturas que súbitamente dio a luz al final de este período, transformando para siempre la naturaleza de nuestro teatro de autómatas.
Cuando se cerró el Zaubertheater, quedamos decepcionados y expectantes. Al prolongarse el silencio, nuestras expectativas disminuyeron mientras crecía nuestra decepción. Con el tiempo aun nuestra decepción se disipó, regresando solo en esporádicas erupciones de tristeza o, en veladas estivales color lavanda, cuando se encendían los faroles amarillos de la calle, una vaga inquietud, un desasosiego, como si buscáramos algo que había partido para siempre.
Entre tanto nos zambullimos en el teatro de autómatas. Era una época de madurez en este arte, y se decía que nunca antes la habilidad de tantos maestros había alcanzado semejante cima de brillantez expresiva, acicateados todos como estaban por el recuerdo del viejo Zaubertheater.
Al principio el rumor de que el gran maestro regresaba se recibió con cierta reserva. Había desaparecido tan por completo que su posible reaparición era perturbadora. Era como el regreso de un hijo amado, muerto diez años atrás, cuando uno ha logrado adaptarse después de mucho esfuerzo a la nueva situación. Toda una generación de aprendices había ingresado en los talleres sin haber visto una sola obra del legendario maestro; algunos se mostraban abiertamente escépticos. Aun los que habíamos llorado su silencio sentíamos una secreta incertidumbre, pues nos habíamos acostumbrado a las cosas tal como eran, habíamos perdido el hábito del genio. En nuestros tímidos corazones, ¿no rezamos acaso para que permaneciera alejado? Pero, al aproximarse el día, experimentamos la tensión de la expectativa, y en nuestro pulso podíamos sentir, como una erupción de fiebre al comienzo de una enfermedad desconocida, una lenta y secreta excitación.
Y Heinrich Graum regresó; el viejo Zaubertheater volvió a abrir sus puertas. Y la esperada representación fue como un cuchillo destellando ante el rostro de nuestro arte. Entre los que presenciaron la totalidad de los treinta y seis minutos, algunos se mostraron abiertamente furiosos, otros asqueados y avergonzados; algunos se sintieron atrapados por las raíces del alma, aunque de un modo que no pudieron comprender y luego se negaron a comentar. Un crítico afirmó que el maestro estaba fuera de sus cabales; otros, más amables aunque no más precisos, hablaron de parodia y del género grotesco. Aún hoy oímos tales acusaciones y comentarios; el Neues Zaubertheater permanece en el centro de una apasionada controversia. Los que no comparten nuestro amor por el teatro de autómatas pueden hallar nuestras pasiones difíciles de entender, pero para nosotros era como si todo se cuestionara súbitamente. Aun los que nos rendimos ante estas obras sentimos cierto desasosiego, pues nos perturban como placeres prohibidos, como crímenes secretos.
He hablado de la larga y noble historia de nuestro arte, y de su tendencia hacia un creciente esplendor mimético. El joven Heinrich había heredado esta tradición, y en opinión de muchos se había convertido en su maestro consumado. De un plumazo, su Neues Zaubertheater puso la historia de cabeza. Los nuevos autómatas solo se pueden describir como torpes. Con esto quiero decir que la soltura de movimientos tan típica de nuestras figuras clásicas ha sido reemplazada por los movimientos bruscos y desmañados de los autómatas de aficionados. En consecuencia, los nuevos autómatas no pueden imitar los movimientos de los seres humanos, salvo del modo más elemental. Carecen de gracia; por todas las reglas del arte clásico de los autómatas, son feos e ineptos. No parecen humanos. Más aún, los nuevos autómatas parecen autómatas. Esta es la esencia de lo que ha dado en llamarse Nuevo Teatro de Autómatas.
He dicho que los nuevos autómatas son torpes, y esto es cierto si los juzgamos desde el punto de vista de las obras maestras de la vieja escuela. Pero no es cierto del todo, aun si se juzga desde ese punto de vista. En primer lugar, la torpeza es extremadamente habilidosa, como los imitadores han aprendido para su mal. No se trata solo de reducir la cantidad de movimientos, sino de reducirlos de un modo específico para conseguir un ritmo específico. En segundo lugar, no se puede decir que el maestro reconocido de la expresividad se haya vuelto contra lo expresivo. Los nuevos autómatas son profundamente expresivos, a su manera perturbadora. Se ha señalado que los nuevos autómatas son capaces de movimientos que nunca se habían visto en el arte del automatista, aunque es dudoso que estos movimientos se pueden considerar humanos.
En el teatro de autómatas clásico se nos pedía que compartiéramos las emociones de los seres humanos, aunque sabíamos que eran autómatas en miniatura. En el nuevo teatro de autómatas se nos pide que compartamos las emociones de los autómatas. El artificio mecánico, lejos de estar oculto, está en el primer plano de nuestra atención. Si esto fuera todo, sería sorprendente pero no sería demasiado. Ese teatro no podría durar. Pero los nuevos autómatas de Graum sufren y luchan; parecen tener alma, igual que los viejos autómatas. Pero no tienen el alma de los seres humanos; tienen el alma de criaturas mecánicas que se han vuelto conscientes de sí mismas. Los automatistas clásicos nos obsequian personas en miniatura; Heinrich Graum ha inventado una nueva raza. Es la raza de los autómatas, el clan mecánico; son seres nuevos, insertados en el universo por la mente de Graum el creador. Su vida es paralela a la nuestra pero no debe confundirse con la nuestra. Sus luchas son luchas mecánicas, sus sufrimientos son sufrimientos de autómatas.
Últimamente está en boga sostener que Graum abandonó el teatro adulto para regresar al Teatro de los Niños como su hogar espiritual. A mi entender, es un burdo malentendido. Las criaturas del Teatro de los Niños imitan seres imaginarios; las criaturas de Graum no imitan nada. Solo son ellas mismas. Los dragones no existen, los autómatas sí.
En este sentido, la revolución de Graum se puede ver como una continuación radical de nuestra historia, más que como su inversión o rechazo. He dicho que nuestro arte es realista, y que todos los avances en el ámbito de lo técnico han estado al servicio de lo real. Los nuevos autómatas de Graum también rinden tributo a la Naturaleza. Para él, los seres humanos son una cosa y las criaturas mecánicas otra; confundir ambos es propagar lo irreal.
El arte, observó un maestro, nunca es teórico. Mis laboriosos comentarios oscurecen el delicado arte que procuran elucidar. Solo la asistencia al Neues Zaubertheater puede transmitir la cualidad sorprendente y perturbadora de los nuevos autómatas. Somos arrastrados al alma de estas criaturas, que afirman su naturaleza irreal con cada espasmo del cuerpo; sufrimos su torpeza, somos traspasados por anhelos inhumanos. Nos vemos conmovidos de maneras incomprensibles. Ansiamos mezclarnos con estos extraños, entrar en su vida mecánica; en ocasiones sentimos un oscuro entendimiento, una complicidad criminal. ¿Será porque en su presencia podemos despojarnos de lo meramente humano, que parece una limitación, e internarnos en un ámbito más vasto, más oscuro, más peligroso? Solo sabemos que sentimos conmoción en lugares que jamás se habían tocado. Una belleza oscura y turbadora, como un amanecer negro, ha entrado en nuestra vida. Desfalleciendo con una sed cuya existencia desconocíamos, bebemos las necesarias y lacerantes aguas de fuentes de ficción.
Y los nuevos autómatas comienzan a obsesionarnos. Invaden nuestra mente, se multiplican en nuestro interior, habitan nuestros sueños. Nos despiertan pasiones nuevas, prohibidas, innombrables. Una vez más, las adolescentes han demostrado una peculiar susceptibilidad a la oscura brujería de Graum. En el público siempre vemos a tres o cuatro de ellas, con sus labios entreabiertos, sus ojos hambrientos, su tensa e histérica atención. Las lágrimas que derraman no son lágrimas de amor, sino lágrimas muy diferentes, lágrimas profundas y abrasadoras arrancadas de profundidades inefables, lágrimas que no proporcionan alivio, lágrimas arrebatadas a nervios atormentados por las armonías cristalinas de violines no terrenales. Aun nuestros severos jóvenes salen de estas peligrosas representaciones con los ojos desorbitados. Se han mencionado episodios patológicos; no comentaremos aquí el pacto demoníaco entre Wolfgang Kohler y Eva Holst. Más perturbadores, por ser más comunes, son los rostros tensos y agotados que vemos después de ciertas representaciones, sobre todo después de la aterradora escena de la disolución en Die Neue Elise. El nuevo arte no es un arte gentil; sus bellezas poseen una intensidad casi insoportable.
Quizás éstos sean signos superficiales; más profunda es la nueva inquietud que sentimos en nuestra ciudad, una impaciencia con las formas más viejas, un hambre secreta.
Los viejos autómatas ya no son lo mismo. Buscamos con gratitud los viejos teatros, pero una vez que hemos sentido el toque perturbador de los nuevos autómatas nos impacientamos con los movimientos tersos y perfectos de los viejos maestros, cuyas brillantes imitaciones nos parecen solo creaciones mecánicas. Así, con aire culpable, regresamos al Neues Zaubertheater, donde los nuevos autómatas nos arrastran a sus alegrías y padecimientos inhumanos, y nos llenan con inquieto embeleso. El viejo arte florece, y su presencia nos conforta, pero algo nuevo y extraño ha llegado al mundo. Podemos tratar de explicarlo, pero lo que nos atrae es el misterio. Pues nuestros sueños han cambiado. ¿Quién puede decir si nuestro arte ha caído en una sacrílega decadencia, como alegan muchos, o si ha alcanzado su más profundo y oscuro florecimiento? Solo sabemos que ya nada volverá a ser igual.
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