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viernes, 27 de septiembre de 2013

Linazas y Trementinas - por Sinuhé.


Abel es un tipo normal, a sus cuarenta años el arte todavía corre por sus venas, pero hace ya bastante tiempo que renunció a sus sueños artísticos. Ya no quedan capillas sixtinas libres para pintores sin padrinos adinerados. Pero éste hecho, el saberse uno más del montón nunca fue para Abel una decepción, porque la vida anestésica de bares y caricaturas se ocupó desde que era bien joven de prepararle para ese fatídico momento.
Abel vive en una destartalada buhardilla de un destartalado barrio periférico en una gran ciudad. Los fines de semana los pasa en el parque pintando caricaturas a los despreocupados paseantes, que por algún motivo, les divierte y pagan por ver sus caras deformadas en cuatro garabatos rápidos. Los martes y los jueves, da clases de pintura a un grupo de jubilados en el local social del barrio, esto tan apenas le reporta algún beneficio económico, pero  le divierte ver como el tembleque de las manos puede llegar a imitar a la perfección los trazos de algunos famosos expresionistas, y el resto del tiempo lo desperdicia   en pintar trípticos horteras para un par de tiendas de marcos, venidas a pequeñas galerías de arte para el populacho.
 Todo esto le da para subsistir más o menos bien y para costearse su gran vicio, la pintura. Porque para Abel, las caricaturas y el cortar maderas y decorarlas con desperdicios no tiene el más mínimo valor ni aliciente artístico, lo que a él le hace disfrutar de verdad son los auténticos retratos. El hiperrealismo humano, el fotografiar con sus pinceles y capturar la esencia misma de las personas; su mirada, su alma, su realidad e incluso su fragancia.
Por desgracia, su precaria economía no le permite costearse a modelos de carne y hueso y los voluntarios en el barrio han ido desapareciendo con el paso de los años. Ahora  incluso todas las putas que suele frecuentar conocen ya su debilidad y le cobran más por posar  que por dejarse follar.
Es por esto que Abel comenzó un día, sin apenas darse cuenta, a imaginar  sus propios modelos. Al contraluz de la gran ventana de su buhardilla, Abel entrecierra los párpados y ante él se materializan los más variados personajes, primero se forma el perfil que después se va rellenando lentamente hasta que todo el conjunto cobra vida. Es entonces cuando Abel abre los ojos de nuevo y comienza, con trazos rápidos, a crear sus magníficos retratos. Con el tiempo, estos personajes son cada vez más reales para él.

Un día, entre esencias de trementina, mientras que su pincel daba los últimos retoques a los rosados pezones de la bella joven que posaba etérea para él, se le olvidó por completo la cualidad de imaginaria de la modelo, y se sorprendió manteniendo una conversación con ella. No fue el hecho de charlar con un fantasma lo que le sorprendió, si no la fluidez y la complicidad de la conversación, parecía como que ella contestaba exactamente lo que él esperaba en cada pregunta.
Con el paso de los meses, estas charlas con sus modelos imaginarios se hicieron más frecuentes hasta convertirse en algo normal. Ahora, en las paredes de su cuarto se acumulaban decenas de retratos de hombres, mujeres, niños y ancianos, y de todos y cada uno conocía su pequeña historia. Algunas alegres, otras trágicas, pero todas interesantes. A algunas de aquellas personas las conocía mejor que a otras porque por algún motivo, las había pintado en varias ocasiones diferentes. Este era el caso de la mujer de rosados pezones, que sin duda, era su modelo favorita. Algunas veces la pintaba desnuda, otras incluso con trajes de noche, algunas veces tenía el cabello largo y negro como lo más negro, otras, rubio y corto como los polluelos. Pero sus ojos y su sonrisa eran invariables y enigmáticos.
Ella decía llamarse Ruth, y fue con Ruth con quien un día, al terminar de pintar el retrato, Abel se sorprendió al ver que con la última pincelada dada, la modelo no desapareció como siempre había ocurrido hasta entonces.
Ruth permanecía en su contraluz imponente, y lentamente, se acercó para ver su propio retrato.
-¿Así soy yo? Le preguntó divertida.
-Sí, así eres hoy. Le contestó Abel, mientras que con la palma de su mano rozaba el suave hombro de Ruth, comprobando su tacto suave y cálido.
-¿Quién eres en realidad? Le preguntó Abel.
Ruth observaba con detalle su propio retrato como el que ve por primera vez el océano. Y sin quitar la vista de la pintura, le contestó:
 –Todavía no lo sé, creo que eres tú quien me tiene que decir lo que soy.

Abel sabía que Ruth era un producto de su imaginación. Un producto real que se podía tocar y oler, con el que se podía conversar, reír y soñar, pero un producto al fin y al cabo.
No tardó en darse cuenta de que Ruth tenía las cualidades y los defectos que él le había atribuido a la hora de pintarla. Ese cúmulo de sensaciones, estímulos y recuerdos que él le había transmitido a través de sus pinceles.
Al ser algo involuntario no recordaba con exactitud todo lo que había pensado durante las largas horas en las que dio vida a Ruth en el lienzo. Pero mientras tomaban un  café y charlaba con ella, se percató de que Ruth era básicamente una pequeña porción de él. Ella no era consciente de que los pocos recuerdos que poseía no eran de ella, si no de él, y a Abel se le encogió  el estómago al escucharla relatar como Luisa, una jubilada que acudía a las clases de pintura, había pintado unas acuarelas geniales estando prácticamente ciega. Este era un recuerdo recurrente de Abel, porque lo de Luisa le había emocionado muchísimo hacía meses, e inconscientemente era algo que solía recordar cuando pintaba, quizás por su enquistado miedo a la ceguera. Y ahora, escuchaba cariacontecido sus propios recuerdos de la boca de una mujer, que sentada frente a él, sorbía café amargo y sonreía totalmente ajena a lo absurdo de su existencia.
Pasaron tres días, entre café, tabaco y felaciones. Abel, pese a sentir una enfermiza atracción física por Ruth, sentía cierta repulsión cuando sus acercamientos iban más allá de una fugaz mamada. En cierto modo, le parecía un ser un tanto aberrante y sabía que dentro de aquella melosa belleza no había nada, porque cuando sus aceitosas pinturas la crearon, él no la definió de ningún modo y, por ese motivo, ella solo era un cúmulo caótico de recuerdos y sensaciones sin sentido. Por este motivo, mientras Ruth descansaba, con una brocha y pintura blanca, Abel borró la figura de Ruth de aquel cuadro y junto a los coloridos pigmentos se esfumó también su representación física.
Pero el sentirse Dios fue algo demasiado irresistible para Abel, y pronto comenzó a trazar su plan. El rostro de Ruth no se le borraba de la mente y decidió que la haría volver, pero esta vez la dotaría de un pasado y de unos recuerdos nuevos, al pintarla, sus manos plasmarían en cada pincelada el guión de la mujer de sus sueños y ya de paso, tras la primera experiencia, modificaría un poco más su físico para hacerla todavía más perfecta… quizás un par de lunares junto al ombligo, quizás unos matices dorados en sus pupilas, quizás una nariz más pequeña, quizás una par de tetas más grandes.
Pero para crear su gran obra, debería de practicar mucho con anticipación, porque durante las horas que tardara en pintar ese cuadro, el más mínimo descuido dejaría que sus propios recuerdos se mezclasen con los inventados para ella, y de ese modo, todo se iría al traste. Necesitaría una concentración enorme para conseguirlo, y a modo de práctica, durante meses creo a decenas de personajes.
Creo a hombres, con los rostros de antiguos amigos, con los que salía a tomar unas copas por las noches, a estos los dotaba de sus recuerdos de juventud y a altas horas de la madrugada, totalmente borrachos, las bromas y las risas que les provocaban los recuerdos de aquellas batallitas despertaban a todo el barrio.
Creo a niños, para probar su capacidad de crear inocencia, con los que pasaba las tardes en el parque observando cómo se relacionaban con el resto de chiquillos.
Creo decenas de bocetos de mujeres y a con cada una, su técnica  iba mejorando y comenzaba a ser casi perfecta. Incluso durante unas semanas, en el barrio se le pudo ver con sus padres, algunos vecinos se sorprendieron con esto, porque creían que sus padres habían muerto siendo cuando él era muy niño. Incluso creó a sus mascotas perfectas, una par Azules ruso que le obedecían como serviles perritos.
Tras casi dos años de pruebas, se sintió preparado para volver a crear a Ruth. Descansó durante un par de días, compró un gran lienzo de la mejor calidad y preparó ante sí sus mejores pinturas y pinceles. Tomó aire y los primeros trazos comenzaron a definir a su ser soñado.
Si alguien hubiese visto a Abel pintando en aquel momento, habría pensado que se encontraba en un plano sensorial distinto al del resto del mundo. Totalmente en trance, sus manos parecían bailar sobre la tela movidas por invisibles y mágicos hilos mientras que la mirada de Abel se mantenía perdida en un punto inconcreto del centro del cuadro. En su interior, el guión aprendido pasaba fotograma a fotograma por su mente sin dejar ningún hueco para que se colara ningún recuerdo propio.
La nueva Ruth iba apareciendo lentamente ante de él. Todo era perfecto, todo iba a salir como él había imaginado… pero algo falló…
De repente notó cómo sus manos comenzaban a transparentarse ante sus ojos, lentamente, su piel estaba perdiendo las propiedades tangibles de lo físico y, mientras se esforzaba por dar las últimas pinceladas pudo ver como su cuerpo se volvía completamente translúcido. En los últimos segundos de su consciencia, tan solo alcanzó a ver cómo, levitando en el aire, un pincel daba la última pincelada a un rosado y perfecto pezón.




A mil kilómetros de la destartalada buhardilla, en ese mismo instante, Caín rasga, rompe y arruga enojado todo el trabajo de sus últimas semanas. Acaba de colgar el teléfono y su editor se ha reído literalmente de su proyecto. Quizás tenga razón este hijo de perra, piensa Caín, mientras recoge los restos de los papeles y los tira al cubo de la basura. ¿A quién coño le va a gustar un Comic sobre un pintor que crea vida con sus cuadros?…





… al contraluz de las ventanas, Ruth se pregunta cómo ha ido a parar a aquel cuartucho lleno de pinturas mientras que dos Rusos Azules, ronronean entre sus piernas.
Fin… o principio¿?

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