Estás del otro lado del alambrado y para mí con eso alcanza. Llegaste algunos minutos tarde, pero no importa.
El partido no empezó hasta que te asomaste con tus pasos cortitos, lentos pero seguros, enrollando la bufanda tejida de un hombro a otro, y la boina marrón cubriéndote la cabeza. En realidad voy a ser sincero, el partido arrancó hace rato pero yo no empecé a jugarlo en serio hasta que te vi parado detrás del arco que da a Juan B. Justo.
Sabía que no me ibas a fallar. ¿Cómo me ibas a dejar solo en ésta que era una de las paradas más difíciles?
Por un lado me siento culpable, porque no estás para andar chupando este frío, pero por otro sé que si algo bueno tiene que pasar hoy, no puede suceder si no estás vos.
Pero ahora vuelvo de sopetón a la realidad, porque el balón cae llovido sobre el área y el lateral derecho del equipo contrario se me anticipa y me gana la posición. Todavía no logré entrar en juego y me siento un poco en falta, porque te hice venir hasta acá para terminar haciendo este papelón.
No es justo abuelo.
Encima el 9 de ellos está inspirado, se saca dos tipos de encima y antes de que le salga el arquero define fuerte abajo. Uno a cero y yo siento un vacío en el pecho que no sé cómo hacerlo desaparecer. Es terrible ese presentimiento de que no hay forma que podamos remontarlo, esa visión feroz de cómo serían las cosas si todo no sale como uno lo espera. Y hasta el momento está saliendo todo al revés.
Termina el primer tiempo y yo te saludo con la mano desde el banco porque me da un poco de vergüenza acercarme con lo mal que estoy jugando y más sabiendo que te prometí que íbamos a salir campeones. Vos me devolvés el saludo a la distancia y notás mis nervios, por eso le pedís a mamá que te acompañe hasta donde estoy yo. No quiero que caminés tanto y ahí sí me levanto de entre los suplentes y acelero el trote hasta el costado de la cancha.
Me das una palmada en la espalda y me decís que la cosa viene jodida. Pero que no me preocupe, que una me va a quedar.
Yo te pido disculpas, y te digo que no sé qué es lo que me pasa, que estoy bastante asustado.
Vos te reís y cuando mamá mira para otro lado, te acercás lentamente y me recordás esa frase que nunca terminé de entender del todo pero que la usás cada vez que me gana el miedo.
“Tiémblase viejo cuerpo, pero más temblarías si supieras a dónde te llevo. Y el anciano se lanzó a lo más terrible de la batalla”.
Lo peor es que siempre que te pregunto qué pasó con el anciano, me contestás que lo llenaron de balazos y soltás una carcajada.
Y yo hago lo mismo, porque al final tanto coraje no le sirvió para nada. Pero me parece que el secreto de la frase está en que me olvide del problema y salga a enfrentarlo sin darme cuenta.
Por eso mientras me guiñás el ojo, me meto a la cancha con un poco menos de susto para jugar el segundo tiempo.
Pero la cosa no cambia. Es más, empeora.
Nos echan a un jugador a los diez minutos y se nos complica pasar la mitad de campo.
El técnico me manda a pararme entre los dos centrales y rezar que caiga algún pelotazo para ver si los puedo encarar en alguna.
El reloj corre y nosotros que por lo menos necesitamos un empate para llevarnos el torneo. El problema es que no logramos salir ni siquiera del área.
Me están agarrando unas ganas de llorar que ni te cuento. Una impotencia voraz. Trato de no mirar para el lado del alambrado porque creo que me largo a lagrimear ahí nomás.
El árbritro dice que es la última jugada. Ellos se relamen en silencio.
Entonces sucede.
El 5 nuestro logra calzar una volea y el balón hace una parábola extraña en el aire que termino matando con el muslo derecho.
Y en ese instante es cuando tomo noción que estoy de frente a los dos mastodontes que me marcaron todo el partido y no me dejaron mover. Me sale el primero y la única que me queda es tirársela larga por afuera porque ya lo tengo casi encima. El grandote queda desairado y me persigue de atrás. Ahí es cuando me viene a buscar el que queda y siento como si una caballería entera me estuviera por alcanzar.
Amago a patear al arco y el central se lanza a los pies, lo que me da tiempo a frenarme en una baldosa y enganchar para el otro lado.
Ahora sí, me quedan algunos metros para avanzar y enfrentarme al arquero.
Pero cuando doy el paso que me permite cambiar de pierna y acomodarme, siento la patada de atrás y trastabillo, y la caída se vuelve inminente. Y ya lo veo todo como una película de triste final.
Van a cobrar tiro libre, el árbitro se va a hacer el desentendido y va a terminar el partido porque lo único que se puede patear en esos casos es un penal.
Y ahí, aunque todavía no la logre entender del todo, aunque sus palabras no suenen como mis propias palabras, aunque las sienta algo ajenas, me acuerdo de tu frase.
Y por primera vez desde que me la dijiste aquella tarde mientras regabas las plantas y silbabas un tango, sé que es hora de salir a lo más terrible de la batalla. Y bancar los balazos, o lo que sea que pueda derribarme.
Y me acuerdo de tu voz, de tu sentido del humor, de tus consejos que esconden verdades, de tus mates, de tus siestas, de tu caminata al caer el sol, con el changuito lleno de frutas y las manos llenas de senderos, de historias, de anhelos.
Me acuerdo que por más que quiera retenerte, de a poco te estás yendo, y no hay gol, ni campeonato, ni nada que pueda dejarte acá conmigo.
Pero todavía no te fuiste.
Y yo todavía no me caí.
Y el árbitro no cobró tiro libre aún.
Porque mientras me voy trastabillando, veo como el arquero se apura y me empieza a salir, y ahí sé que tengo que tirarme con la zurda, y darle como puedo con la punta del botín para que la pelota lo deje parado, viendo cómo le pasa el destino por al lado, y lo que hasta ahí era de ellos ahora se convierte en algo nuestro y hay euforia, hay grito, hay júbilo por todos lados.
Y yo, desde el piso, con la cara llena de tierra, giro para ver tu rostro y veo tu sonrisa, del otro lado del alambrado, mezclándose con las lágrimas que te secás con la mano derecha.
No sé bien cuánto tiempo pasó desde ese día.
A veces, cuando camino por la plaza que bordea el hospital, siento que estás por ahí, acomodando alguna ramita para usarla de palo.
O cuando me siento a mirar a los chicos que juegan en la cancha que da a Juan B. Justo, me pareciera verte dando tus pasos cortitos detrás del arco.
Aunque sé que no estás, yo te veo, y te escucho, y si me la veo negra, o me persigue la sombra de mis propios miedos, recuerdo los ecos de tu frase.
Y a pesar de estar trastabillando, levanto la vista para ver dónde está el arquero, y cuando él se confía y me sale a buscar, se la punteo antes de caerme y me dedico a observar cómo le pasa el destino por al lado.
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