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martes, 5 de mayo de 2015

Fauna de vagón


El vagón está lleno de judíos de Brooklyn, gnomos barbudos vestidos de negro, con maletines llenos de diamantes. Te sientas junto a uno de ellos. Lee el Talmud, recorriendo la página con el dedo. La extraña escritura te recuerda a la de los graffiti del vagón; pero él no se fija en ellos, ni trata de leer tu ejemplar del Post por encima de tu hombro. Ese tipo tiene un Dios, una Historia, una Comunidad. En su perfecta economía mística, el dolor y la pérdida son meros elementos de una hoja de balance trascendental, en donde ambas columnas coinciden y la muerte no es una muerte verdadera. Si el precio es vestir esa gruesa ropa negra en verano, no parece mal negocio. Seguramente se siente uno de los Elegidos, mientras que tú eres un elemento más de una ecuación absurda. Sin embargo, lleva una mierda de peinado.

En la estación siguiente suben tres rastafari y pronto todo el vagón huele a sudor y a marihuana. A veces te parece que eres el único habitante de la ciudad que no pertenece a ningún grupo. Una viejecita te mira desde el otro lado del pasillo como si te preguntara qué va a ser del mundo, entre esos judíos que son como Drácula y esos africanos colocados, pero cuando le sonríes desvía los ojos. Podrías crear tu propio grupo: la Hermandad de los Inocentes Desahuciados.

El Post confirma tu sensación agorera. Feroz Pesadilla en la página tres (un incendio nocturno en Queens), Huracán Asesino Asoló Nebraska en la página cuatro. En el campo la tragedia suele ser voluntad de Dios. En la ciudad, raptos, violaciones e incendios son obra de los hombres; y cualquier cosa que ocurra fuera del país es debida a la brutalidad extranjera. Una visión del mundo simple y tranquilizadora. El Bebé Coma ha sido relegado a la página cinco. No hay mucha información; sigue vivo y los médicos estudian la posibilidad de intentar una cesárea.


Jay McInerney (1955), de su libro Luces de neón (1984)

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