Una noche, el hombre despertó por la madrugada y súbitamente saltó de la cama. No teniendo otra opción cercana, tomó un vaso pequeño de cristal para defenderse. Parpadeó algunas veces para asegurarse de que aquella silueta que observaba entre las sombras era real.
– ¿Quién eres? – preguntó el viejo taxista evidentemente aterrado.
– Ustedes me conocen por muchos nombres.
– Es mejor que te vayas de mi casa ahora o esto resultará muy mal.
– ¿Y qué hará un viejo como tú? No he venido a traerte más desgracia. Yo sé que lo deseas.
– ¿De qué hablas?
– Un hijo. Se todas las cosas que anhelas en la vida. Pero ese es tu mayor deseo. Controla todo tu ser. Por eso quiero proponerte un trato.
– Ya estoy entendiendo lo que pretendes. Y no, no voy a caer en tu trampa.
– ¿Caer en mi trampa? Ni siquiera me conoces, pero yo sé todo de ti. Te he observado desde hace mucho tiempo. Sé que la vida carece de sentido para ti sin un hijo a tu lado. Sé que piensas en quitarte la vida todos los días. Yo podría irme ahora y ese comportamiento depresivo y autodestructivo haría el trabajo de llevar tu alma hasta mí.
– ¿Entonces, qué quieres?
– Bueno… un espíritu solo puede ser otorgado por aquel que está allá arriba. Pero yo tengo la habilidad de proveer un cuerpo. Yo te doy una hija. Y cuidas de ella como un capullo para mí.
El taxista no lo pensó mucho y casi inmediatamente respondió:
¿Qué tengo que hacer?
Y siguiendo las instrucciones de aquel personaje, el viejo transportista realizó algunas modificaciones al taxi. Eran las tres de la madrugada cuando aquel vehículo recorría las solitarias calles de la ciudad. Se detuvo en una esquina al observar a una prostituta que, dándose cuenta de las intenciones del taxista, se acercó. La mujer le ofreció su servicio y él aceptó. Al entrar al vehículo las puertas se aseguraron. Entonces la mujer notó una estructura de metal que separaba al conductor de la parte trasera del vehículo, los parabrisas y las ventanas estaban blindados y eran a prueba de impactos. Era prácticamente imposible escapar de aquella prisión sobre ruedas. La mujer fue llevada a la fuerza al interior de la casa del taxista. Tras ser atada, aquel hombre extraño de las sombras hizo presencia de nuevo. El ritual fue muy simple.
Con la mujer atada a la cama, una serie de velas negras fueron dispuestas en torno a la habitación. Valiéndose de un cuchillo de cocina, el taxista hizo un corte horizontal y otro vertical trazando algo parecido a una cruz entre los senos de la pobre mujer. La mujer estaba desnuda, cubierta de sangre y lloraba de forma desesperada. Las órdenes del hombre hacia el taxista fueron sencillas:
– Ahora es tuya. Viólala.
Y así lo hizo aquel viejo taxista. Ultrajó a la prostituta durante tres largas horas, hasta que la mujer se desmayó.
Durante nueve meses, el taxista la mantuvo cautiva. En ese lapso no llegó a ver la luz del sol y se mantuvo inmovilizada en la cama. Solo veía al taxista tres veces: cuando la alimentaba, cuando la limpiaba y cuando la violaba (pese a que esto no era parte del ritual). La niña nació fuerte y saludable. No se sabe lo que pasó con su madre; ya no era necesaria a partir de su nacimiento, quizá la abandonaron en la calle o quizá la mataron. Lo que importaba para aquel viejo taxista era la felicidad descomunal que le producía poder llamar “hija” a otro ser, y saber que un día ella lo llamaría “padre”. El hombre jamás apareció para cobrar su parte del trato, no físicamente.
La niña creció y cuando cumplió seis años empezó a sentir hambre. No era hambre de leche, no era hambre de golosinas, no era hambre de comida. Su hambre era de sangre y carne humana. Y por eso, todas las noches, aquel viejo taxista sale por ahí, en busca de comida para su hija. Por lo tanto, cuando te encuentres en la calle, perdido en la noche… ten cuidado del taxi que tomas.
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