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viernes, 27 de septiembre de 2013

Interminable espera - por Neo


El viento lo despeina, como caricia de despedida, el aire, algo acre por la proximidad de los verdugos le trae recuerdos lejanos, pero no distingue bien de qué.
La soga con que le ataron las manos le aprieta demasiado, la derecha ya casi está entumecida, no cree que tenga sentido pedir que la aflojen, muy pronto su cuerpo estará colgando del cadalso y será otra la soga que lo asfixie.
Pensó que sentiría pánico en este momento, pero no es así, está entregado ya, a este destino que no entiende, sumergido en un mundo de infierno del que quiere salir lo más rápido posible.
Sí le teme al dolor… no sabe si será rápido o si tardará unos minutos; le han dicho que no, que son sólo unos segundos de conciencia en que el instinto hace que el cuerpo quiera sustentarse en algo firme, buscando en vano un piso donde afirmarse, pero rápidamente después sobreviene la muerte.
Ya se ha imaginado tantas veces esta escena que hasta cree que puede convencerse que se trata de otra de las muchas pesadillas que poblaron sus noches desde que está en prisión.
Tal vez no sea cierto y otra vez, en medio de un grito de pánico sostenido, ahogado por el miedo que sobreviene en medio de la noche de los condenados, luego se despierte y se dé cuenta que no es real, que no ha llegado todavía el día tan temido, el del irrenunciable final al que lo han condenado.
Pero en aquellas pesadillas nunca fue tan intenso el hormigueo de las manos atadas, tan angustioso el tragar saliva que se ha vuelto, de repente, extremadamente amarga y escasa.
Le darán agua si pide? ya no, para qué, para demorar unos segundos más y sentir que tiene todavía garganta y cuerpo por el que se desliza el líquido? Más vale no pensar, dejarse llevar sin queja hasta el final de la escalera, escuchando apenas crujir la madera que amenaza ceder con el peso de los condenados y de quienes lo acompañan.

Silencioso cortejo el de los verdugos y de los doctores de la Ley. Escucha, sin embargo algunos gritos, gente sin rostro que lo insulta, clamando a los cielos para que se haga justicia. ¿Es merecido lo que se avecina? ¿Es ésta la manera en que se debe corregir los pasos de los fieles?
No la siente como justa, en cambio la sufre cruel y vengativa, clavándose como espinas en su carne las miradas lacerantes de los que acudieron a ver, a ser testigos de este acto con el  que se honrará la Ley, con el que se dará ejemplo para quienes se atrevan a no obedecer, a quienes osen insultar con su vida lasciva la memoria del Profeta.
Su pecado ha sido inmenso, lo reconoce, aberrante y contrario a su misma naturaleza, ofensivo hacia todo lo que es sagrado.
Recuerda la mirada de sus padres cuando lo supieron, llorando y rasgándose los vestidos en señal de dolor y vergüenza.
Nunca antes su madre lo había rechazado ni tratado con tanto espanto e incredulidad. Es eso quizás lo que más lo lastima, esa mirada de extraña, condenándolo antes que lo hiciera el propio tribunal.
Nadie vino a verlo en prisión, todos de él se avergüenzan. Solamente se animó a venir un día su hermana, la menor, no para acompañarlo en su dolor o para decirle algo que lo reconfortara, solamente quiso hacerle saber mirándolo a la cara, que ya no le pondrá su nombre al niño que espera para la primavera.
De ninguna manera quiere que su hijo lleve el nombre de un criminal que ha deshonrado a su gente, aunque se trate de la sangre de su sangre, su propio hermano.
Recuerda como si fuera ayer cuando una tarde, llena de alegría, la joven le había anunciado la novedad: el pequeño tan deseado iba a nacer dentro de poco y junto con su marido habían decidido que llevaría su propio nombre, el mismo que su abuelo, ese que heredan en su familia los primogénitos. Pero ya no será así. Su ofensa lo cambió todo.
¡Por qué no se podrá retroceder el tiempo y desandar los errores que cometió!, los mismos que ahora lo están llevando a la horca. Lentamente. Para darle a su castigo todo el drama que se merece; para imponer el ejemplo; para que nadie piense que si alguien se atreve a incumplir la Ley pueda quedar impune.
Así lo quiso el Profeta, así lo han sentenciado los doctores.
¿Cuántos siglos hace que fue niño el que ahora está por morir? Ya no lo recuerda, casi ha perdido la cuenta de los años que alcanzó a cumplir. Recuerda que no quiso celebrar el último cumpleaños -¿Para qué? – pensaba – si la vida no es una celebración, si los días se suceden uno a uno, igual que siempre, solitarios como su destino.
Si pudiera retroceder el tiempo…cuántas cosas cambiaría…no se hubiera dejado tentar…hubiera luchado con uñas y dientes para no caer, para no dejarse llevar por esos ojos que le despertaron lo que siempre había estado dormido.
Maldijo el día que los vio por primera vez.  Maldijo el día que se sintió vivo en aquellos brazos, olvidándose o pretendiendo olvidar al resto de los mortales durante las horas en que se encontraba  a escondidas con su amante, con su perdición.
Pero cómo no caer en la tentación de aquellos labios, esa boca que le juró amor desde la primera vez que besó la suya. Maldijo también aquella boca, por un momento, apenas, pero la maldijo.
Si pudiera retroceder el tiempo…volver a la niñez, cuando la pureza aún existía. Volver a sentirse libre y en paz con la vida, como cuando jugaba corriendo junto con sus hermanos por el camino de los olivos. De repente recuerda hasta el olor de la hierba que crecía abriéndose paso entre las piedras.
Extraña sensación que despierta el terror ante la proximidad de la muerte. Blanda languidez del alma que quiere terminar de una vez con la tortura eterna de la espera.
¿Cómo será lo que vendrá después? ¿Qué caminos le habrán sido vedados ahora que morirá ajusticiado? ¿Cómo hubiera sido, en cambio, morir por la verdad de una causa justa? seguramente el espíritu se sentiría íntegro, limpio, dispuesto a encontrar la luz que guía a los justos luego de la muerte.
Pero ahora no sería así. Y ya no podía hacer nada para remediarlo. ¿Arrepentirse? Ya lo hizo, suplicando perdón ante el tribunal, ante sus padres que lo aborrecieron desde aquél día en que él y su amante fueron sorprendidos en aquellos juegos impuros.
Si pudiera retroceder el tiempo…sería más fuerte, más justo, más sano, más bueno. Pero ya no hay tiempo. La soga está alrededor de su cuello, mientras su mano derecha, helada ya por lo apretado de la atadura pareciera que quiere adelantársele, muriéndose ella antes que él.
Ojalá sea rápido, ojalá que no sufra demasiado. Quisiera escapar, acabar con ese suplicio que repitió una y otra vez en sus sueños, desde que lo apresaron, desde que fue condenado.
Ya es  la hora por fin… el momento final ha llegado.
Uno al lado del otro, los dos amantes, los dos blasfemos que deshonraron a su Ley y a su gente deben morir. Para que nadie siga su ejemplo, para que ningún otro hombre cometa jamás semejante pecado.
Los hombres deben desear solamente a alguna mujer, la naturaleza lo dicta, esa es la voluntad suprema, nadie tiene derecho a afrentarla.
La soga está tensa, el doctor de la Ley ha dicho ya las últimas palabras exponiendo a todos la causa de su condena.
Ojalá no esté allí su madre. Ojalá no lo vea así ahora. No quiere mirar, no quiere ver aquella multitud que lo contempla y que lo condena.
Si pudiera retroceder el tiempo…si pudiera dejar que su alma se soltara en vuelo…
A su costado, el hombre que fue su mayor deseo hace siglos, es hoy, apenas, otro triste condenado. Llora. Lo escucha llorar implorando misericordia. Él no lo hace,  prefiere dejarse llevar por cualquier pensamiento que lo aleje de ese lugar, que lo transporte a otro tiempo.
Los verdugos se alistan, la soga ya está preparada, sólo falta la orden y se cumplirá por fin la sentencia. Por fin llegó el final, se acabará en un momento la condena. El corazón quiere saltar de su pecho, la respiración se le acelera. No quiere morir…no. Pero quiere que la angustia termine, de una vez, que acabe!
Les vendan los ojos, ya no verá otra vez la luz, ya no habrá más soles. No se podrá contemplar nunca más en aquellos ojos que fueron su perdición.
Ahora son los sonidos los que traspasan sus entrañas, no escucha sólo por sus oídos, lo hace con todo su cuerpo…cada ruido por pequeño que sea le perfora por dentro, mientras intenta adivinar cuál será el último…tiembla entero, de pies a cabeza más aún por dentro que por fuera.
Siente que la puerta trampa se abre bajo sus pies, su cuerpo se precipita en el vacío mientras un sonido fuerte y seco lo hace despertar sobresaltado, empapado en el sudor de su espanto.
Su corazón late a un ritmo que lo asusta, a la vez que un grito de terror se le ahoga en su garganta. La oscuridad en la prisión es casi total, solamente alcanza a adivinar que el sol está por salir, allá afuera, detrás de las colinas.
Incrédulo comienza a entender que ha sido otro de los tantos sueños en los que una y otra vez vive y anticipa su destino. Ahora llora por la angustia de pensar que todo lo que sufrió no fue real, que aún no ha llegado el momento, que todavía debe seguir prolongando su terrible y dolorosa agonía, aguardando por la que será su hora, aquella que soñada y sufrida en eterna repetición no termina nunca de arribar.

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