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viernes, 27 de septiembre de 2013

“Leyenda urbana” - por Drusi Venerea.


-No sé si realmente pasó, no quiero pensar en ello, cuando no se piensa en algo, ese algo no existe, desaparece, muere… No quiero pensar en ello, sin embargo, no puedo evitarlo..
Al abrir los ojos esa mañana no sabía si había sido un sueño, un horrible sueño, o en verdad había sucedido. Si fue un sueño, ¿por qué tengo estas heridas?; si pasó en verdad, ¿cómo llegué a mi cama? Las leyendas urbanas nunca las he creído, nunca me han inmutado. No sé qué pensar, no quiero pensar…
La casa era enorme, la madreselva la cubría casi en su totalidad, decenas de ventanas con cortinas negras parecían mirarte como miran los ojos vacíos. Había jardines grandísimos con docenas de árboles, altos y de follaje tan espeso que el sol no lo atravesaba; todo en esa casa era lúgubre  y frío.
Atravesé los jardines, sin prisa, observando los estanques y fuentes cubiertos de lirio acuático; no sentía miedo, no había razón para sentirlo, (o eso creí). Llegué a la puerta principal que estaba abierta, escuché una música, ligera y muy tenue, la seguí atravesando el salón principal, subí y bajé tantas escaleras que ya no sabía si estaba arriba o abajo, demasiadas habitaciones, demasiadas puertas, salones enormes… En otros tiempos debió ser una mansión muy lujosa con sus pisos de mármol y retoques en madera, con candelabros gigantescos iluminando cada salón, con muebles de época y sirvientes todos vestidos impecablemente… Ahora todo estaba lleno de polvo, moho y ratas. ¿Quién querría vivir ahí? ¿Quién soportaría ese olor? ¿Olor? Sí, como de sangre, como de muerto…
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“Cientos de cadáveres apilados junto a las jaulas donde están las próximas víctimas, sólo unos pocos han salido de ahí con vida, pero están dementes: se creen felices después de haber estado en ese lugar y vivido aquel horror.” Relatos de la casa última de la calle. Nunca los creí.
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La música cada vez se escuchaba más cerca, al igual que el olor se intensificaba. Un impulso me obligaba a continuar, a abrir cada puerta, revisar cada habitación, las cocinas, bibliotecas, todo hasta encontrar…
La última puerta, desvencijada y oculta al fondo de un corredor larguísimo, era la adecuada. Despacio la abrí. No hizo ruido. Bajé las escaleras, que no crujían como pensé. Todo era silencio, y como si flotara, no hacía el menor ruido, sólo la música, y el hedor. Llegué abajo y lo vi…
Un sótano tan grande como la casa misma, el piso lleno de sangre seca, una alfombra gruesa de sangre seca; lamentos de personas en agonía eran la música que escuchaba, distorsionadas por el eco; cadáveres de hombres y mujeres, cientos o tal vez miles, provocaban el hedor. En los rostros de todos ellos podía verse que sufrieron lo indecible, con heridas por todo el cuerpo, otros en  realidad estaban mutilados y sus miembros faltantes apilados también: brazos, piernas, dedos, todo en otra pila tan enorme como la primera. Del lado opuesto había jaulas, incontables jaulas con personas dentro. Sufrían, pero ninguna de las jaulas tenía cerrojo o candado alguno. Sin embargo no huían. ¿Por qué? Algunos se herían a sí mismos, con uñas y dientes o golpeándose contra la reja. Otros, en su delirio creían que alguien más era quien los hería; algunos se aislaban haciéndose un ovillo, curiosamente eran los que tenían las jaulas más grandes, y en contraste había jaulas muy pequeñas en las que evidentemente estaban quienes sentían claustrofobia.
Noté que todos sufrían por decisión propia: todos podían salir y ninguno lo hacía.
Al fondo del sótano, enormes estantes con frascos llenos de formol, cada uno contenía algo; algo que ya había notado les faltaba a todos los cadáveres y que indudablemente los enjaulados perderían en cierto momento. Miles de corazones en los frascos de formol. Todo aquello era una verdadera carnicería. Miles de frascos, cadáveres, víctimas… ¡Una locura..!
Al centro, todo instrumento utilizado en aquel horror sangriento: tenazas, pinzas, sierras manuales, cuchillos, tijeras, de todo: instrumentos quirúrgicos y rudimentarios; para matar de golpe y poco a poco, alambre de púas, cables con corriente, que aún tenían carne quemada adherida debido a la descarga. Había también un caldero enorme de cobre, donde se estaba hirviendo carne en un asqueroso caldo de sangre y agua, y a un lado una mesa puesta para un servicio: un plato para sopa, un plato plano, una copa alta, un juego de cubiertos para carne y postre. Todo listo para servir lo que se guisaba en el caldero de cobre.
Quise salir de ahí, correr y huir de esa carnicería humana, el olor de la sangre el olor de la carne putrefacta, de los desechos de los enjaulados, el formol… Era nauseabundo; sentí vértigo y caí, me arrastré por el piso, sobre la alfombra de sangre seca. Tenía la vista nublada, no podía incorporarme, boca abajo en el piso y con la fuerza agotada lo ví, entre sombras distinguí su figura, borrosa; se acercó a mí, escuché su risa hueca.
Sentí sus manos grotescas levantarme en vilo. Supe que era inhumanamente fuerte. Su cuerpo bofo y amorfo tenía movimientos torpes, su respiración calentaba el lugar y su aliento era tan fétido como todos los olores de ahí juntos. Sus ojos rojos, brillaban en ese enmohecido y oscuro sótano. Fueron lo último que distinguí antes de que me arrojara a una jaula pequeña. Se rió por segunda vez y se alejo.
El ruido me hizo despertar. El olor de todo aquello irritaba mis ojos y garganta, sentí que me desmayaría de nuevo. Escuché cómo arrastraba un cadáver, luego, el ruido de cuchillos y sierras cortando carne y hueso. Nada. De nuevo ruido, ahora eran los instrumentos para cirugía, sacaría el corazón. En ese momento todo el lugar pareció contener la respiración: los lamentos cesaron, el puchero que hervía dejó de hacerlo, las ratas callaron su agudo chillar. Se oyó un gemido apagado y todo volvió a su horrenda armonía. Volví a desmayarme. Al Despertar lo escuché comer; supuse, el guiso que hervía cuando llegué, luego la carne recién cortada, tan sólo pensarlo me hizo vomitar. Quería morirme o poder escapar, pero no podía, “debía” seguir escuchando. Recordé que las jaulas no tenían ningún candado, y quizá donde yo estaba tampoco, pero no podía moverme. No quería…
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“Lo que hay en la casa es un ser que se mete en tu cabeza y busca entre tus deseos y miedos, toma la forma necesaria para seducirte, y que llegues a él. Para divertirse con tu dolor o devorarte desde adentro. Una vez que te elige, no puedes hacer nada, serás el próximo…” Ya no me parecían cuentos tontos. Sentí un nuevo mareo. Lo escuche venir hacia mí…
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Abrí los ojos y estaba en mi cama, el hedor de ese lugar aún estaba en mi nariz. ¿Fue un sueño? No quiero pensar en eso, tal vez con el tiempo lo olvide y crea que fue un sueño…  tal vez con el tiempo sea yo quien cuente la historia. No quiero mirar al final de la calle, no quiero ver esa última casa… Las heridas. No quiero mirarlas. Sólo ellas me harán dudar si pasó o no, si soy o no parte de esa leyenda urbana…
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