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viernes, 27 de septiembre de 2013

“Santiago”- por Guillermo Salazar.


El día que Santiago despertó en aquel hospital, lo último que pasó por su mente es que moriría antes de llegar el mañana. Estaba en una habitación de baldosas blancas, acostado en una cama de sabanas azul marino. Había otra cama, pero parecía ser el único en el lugar.
A juzgar por las ventanas, tapadas con persianas, que dejaban pasar algún que otro rayo de sol brillante dedujo que era de día.
Apenas si se podía mover, no sentía nada en absoluto. Ladear la cabeza le resultaba un esfuerzo monumental, pero fue necesario para ver el justo instante en que una mujer de cabello cobrizo y ojos rojos de tanto llorar entraba en la habitación.
-¿Qué pasó? –preguntó Santiago con un hilo de voz ronca, casi inaudible.
Al parecer ella le escuchó, puesto que de inmediato se lanzó a su cama. Sin dar tiempo para explicaciones, la pelirroja lo llenó de besos y caricias, sin faltar una que otra lágrima de felicidad mezclada con alivio.
-Gracias a Dios que estas bien –soltó al mujer entre sollozos, al hablar se apretaba otro poco a Santiago, quien era todo confusión, como si intentase no soltarlo jamás.
-¿Qué fue lo que pasó, Marta? –volvió a preguntar Santiago, conmovido por las lágrimas de la mujer, su mujer.
Haciendo uso de toda su fuerza de voluntad hizo reposar su mano sobre la melena rojiza de Marta. Ella le abrazó aun con más fuerzas en respuesta. Al poco tiempo dejó llorar.
Cuando por fin consiguió serenarse, Marta se sentó en la orilla del colchón y empezó a contarle lo ocurrido: Según los paramédicos, él, Santiago, fue encontrado inconsciente, con gran pérdida de sangre y con una gran mordida en todo su hombro derecho y hasta la mitad del brazo. Estuvo al borde de la muerte a causa de ello.
-Vaya, ¿todo esto por un simple ataque de un perro? –dijo Santiago poniendo la mano en su hombro lastimado y envuelto en vendas.
-Los doctores dijeron lo mismo, hasta te hicieron pruebas para la rabia, pero salieron negativas –comentó Marta acariciando con cariño el cabello de Santiago –. Eso los confundió, ¿Qué más pudo morderte además de un perro rabioso?
Luego de comer su primer alimento sólido en días, Santiago se sintió como nuevo, repuestas todas sus energías. Al poco rato apareció el doctor de turno dando buenas noticias: podía irse a su casa cuando quisiera. Faltaba más. En menos de lo que canta un gallo ya estaba montado en un taxi.
A pesar de sentirse mucho mejor, todavía hacer ciertas tareas le resultaban muy trabajosas. Por lo cual necesito la diligente ayuda de Marta para subir los tres pisos de escaleras del edificio donde vivían antes de llegar a su apartamento.
Al abrir la puerta sintió como el aire, impregnado con toda clase de aromas familiares, le llenaba los pulmones. Cuando pasó por el corredor que llevaba a la estancia principal sus ojos se posaron en una escena que le resultó un tanto conmovedora: una abuela jugando con su nietecito, ambos sentados en el suelo y muy alegres.
El niño se dio la vuelta, al ver a Santiago entrar se fue corriendo hacia él.
-El pequeño Julio se ha portado de maravilla, a pesar de estar preocupado por su papá –explicó la abuela sonriendo cándidamente.
-Otra vez gracias por cuidarlo, mamá –se apresuró a decir Marta –. Espero que me dejes agradecerte invitándote a cenar.
-Por supuesto, siempre es un placer.
Durante la cena, todos alegres en la mesa, Santiago se ensimismo. Algo se le hacía diferente, algo había cambiado en su interior. Se sentía secuestrado de la realidad, como si  su alma estuviese dormida. Si alguien, en ese momento, le hubiera preguntado qué era ese sentimiento no sabría que responderle.
A las pocas horas trató de dormir, pero sus pensamientos lo atormentaban. Nada más se retorcía en la cama.
-¿Qué tienes? –preguntó Marta tras ser despertada por los movimientos de su marido.
-Nada, estoy bien –contestó Santiago, intentando no preocuparla.
Se levantó. Si él no podía dormir, eso no lo daba derecho de mantener en vela a los demás. Fue al baño, al encender la luz se vio en el espejo pegado sobre el lavabo.
Era un hombre de contextura promedio, de marcados rasgos latinos, corto cabello rizado, piel bronceada, barba dejada crecer por varios días y ojos que se confundían entre el negro y el café. Al mirarse con mayor detalle notó lo enfermizo de su aspecto, se veía un tanto pálido, perlas de sudor frío cubriéndole el rostro.
Abrió el grifo, se lavó la cara con agua abundante; tratando de espantar su mal aspecto con agua y con jabón, a su vez que intentaba limpiar su mente de aquellos pensamientos que lo acongojaban.
Cuando terminó alzó el rostro empapado, tanteando con la mano en búsqueda de una toalla.
Se estremeció con violencia, el corazón le dio un vuelco, como su le hubiera saltado a la garganta. Se resbaló, cayendo de espaldas. Se golpeó la nuca y espalda contra la pared. Respiraba pesadamente. Tumbado en el piso y con las extremidades laxas Santiago se quedó escuchando el sonido del agua correr del grifo al lavabo.
Podía jurarlo, podía jurar una y mil veces que sus ojos ahora eran de un color amarillo brillante.
Pasaron varios minutos antes de que pudiera calmarse lo suficiente como para levantarse para verse otra vez en el espejo. Le daba curiosidad, pero el miedo también estaba presente, y sin dar su brazo a torcer.
Se vio en el espejo. Sus ojos eran negros o marrones, ni remotamente de cualquier otro color, mucho menos el amarillo. Todo debió ser su imaginación.
No podía soportar más. La atmosfera en el apartamento le resultaba insoportable a Santiago, necesitaba respirar aire fresco. Se vistió de prisa, sin prestarle atención a lo que se ponía. Al abrir la puerta de salida, Santiago miró por sobre su hombro. Creyó haber escuchado un aullido.
El cielo estaba encapotado. Un manto de nubes grisáceas ocultaban las estrellas. Debía ser muy de noche, hacía frío y no había casi personas o vehículos en las calles. Santiago se acurrucó en su chaqueta, empezó a caminar con paso lento hacia ningún lado en especial.
Santiago no quería pensar en nada, se limitaba a mirar al frente, ponía los ojos donde fuera que vaya. Intentaba vaciar su mente de todo, hasta el punto que trató de concentrarse en su respiración; sin embargo, era un esfuerzo en vano.
En su interior se avivaba un sentimiento de zozobra, como preparándose para un peligro inminente. Un rugido callado en su pecho, algo que se debatía por salir.
Entonces lo vio.
Un inmenso lobo de ojos amarillos se hallaba parado amenazadoramente del otro lado de la calle. El corazón le dio un vuelco a Santiago, las piernas se le trancaron, al igual que el resto de su cuerpo. No podía dejar de mirar a ese gran e imponente animal. Le aterraba y maravillaba a la vez.
El lobo gruñó y Santiago retrocedió por puro instinto. Un aluvión de adrenalina inundó su cuerpo. La famosa reacción que preparaba a su cuerpo a pelear o huir. Automáticamente eligió una de esas opciones. Era obvio cuál escogería. Salió corriendo lo más rápido posible. Tratando de escapar de aquel lobo, quien empezó a perseguirlo.
Santiago sentía como el lobo se acercaba. Lo iba a alcanzar. Una oportunidad de oro se le presentó cuando ya creía perdida toda esperanza. Cerca de a doscientos metros de donde estaba había un estrecho corredor apretujado entre dos edificios. No sabía si sería capaz de pasar por ahí, pero era su único chance de sobrevivir.
Las piernas de Santiago se movían con violencia, su respiración y los latidos de su corazón eran muy agitados, podía sentir que llegaba a su límite. Pero casi no se daba por enterado, no podía darse ese lujo. El lobo seguía acercándose, los gruñidos se escuchaban aun más próximos a él, como si fuera un susurro al oído.
Faltaba poco. Cincuenta metros, cuarenta, veinte, ya casi. Santiago pudo sentir el aliento del lobo en su nuca.
De alguna manera se escabulló en la calleja de medio metro de ancho. Se desplomó de agotamiento cuando ya se sintió a salvo. Algo le rasguñó en la mejilla. Santiago se echó para atrás, arrastrándose lejos del lobo que se debatía por entrar en el hueco demasiado pequeño para él. Ladraba, mordía y agitaba sus garras intentando alcanzar a Santiago.
Al poco rato se fue, pero Santiago estaba muy asustado de toparse con aquel lobo de nuevo. Por lo que, luego de serenarse, decidió seguir andando por el callejón. A ver adonde lo dejaba. Esperaba encontrarse con una salida, un pasaje seguro.
Mientras más se adentraba en el recoveco más estrecho se hacía, hasta el punto de rozar una pared con la espalda y la otra con el pecho. Dentro de él se albergaba cierta incertidumbre le hacía desear regresar por donde vino. Pero antes consiguió divisar la luz de un farol. Un poco más de esfuerzo y llegó a una calle bien alumbrada pero carente de gente.
O al menos eso parecía al principio. Apenas Santiago hubo dado un par de pasos se volvió a encontrar con el lobo, aunque en esta ocasión se limitaba a mirarle. Parecía calmado, como esperando a qué iba hacer Santiago.
En efecto, así era. Santiago sudaba frío, se hizo para atrás. Se preparaba para volver a salir corriendo pero se detuvo ante la silueta que se le acercaba. Un hombre bajo, pero robusto caminaba hacia Santiago con andar decidido. Bajo el alumbrado público parecía tener una piel hecha de cobre, vestía únicamente un largo y harapiento abrigo y unos pantalones cortos, iba descalzo.
Pero a Santiago todo eso le parecían detalles superfluos al notar los brillantes ojos dorados de aquel vagabundo. El terror lo embargó.
Santiago se estremeció de repente, un terrible dolor le invadió, era tan intenso que incluso el gritar le resultaba imposible. Se tumbó de rodillas y manos, el sudo ahora bañaba todo su cuerpo tenso de agonía.
El hombre desconocido se acercó a Santiago, le puso sus grandes manos en los hombros.
-Espero que puedas perdonarnos por esto –dijo este.
El dolor era insoportable, y ahora se le agregaba un intenso calor, una especie de fuego que parecía querer quemarle las entrañas. Se dejo caer en medio de sus retorcijones, casi parecían convulsiones epilépticas.
Las nubes se empezaban a despejar.
Santiago se arrancó la chaqueta y la camisa sin dificultad, le sofocaban. Inmensas líneas negras y retorcidas se tatuaban en su piel como par ate de magia, esparciéndose por todo su cuerpo desde su hombro derecho. Donde tenía los vendajes.
De un golpe se arrancó las vendas, las desgarró. La herida, una mordida de hace días, parecía hecha apenas hace unos minutos. De las grandes marcas de dientes y colmillos se destilaba una especie de fluido oscuro, parecía tinta, el cual era absorbido por su sangre. Era aquella ponzoña, llevada por su venas a cada recoveco de su ser, la causante de su sufrimiento.
Y entonces, como si todo fuera un mal sueño, todo se detuvo. No más dolor.
Respirando con dificultad, Santiago trató de incorporarse, pero no pudo. Miró al hombre desconocido desde abajo, quien le miraba con tristeza y, por alguna razón, remordimiento.
-¿Qué me está pasando? –preguntó Santiago entrecortadamente.
-Fuiste maldecido –contestó aquel hombre. A espaldas de Santiago el lobo se agazapó –. Si permitimos que esto continué te convertirás en un Hombre Lobo, un demonio que aparece con la luz de la luna llena.
Entonces el manto gris de las nubes se terminó de evaporar. Santiago miró al cielo, la luna plateada se encontraba bella y redonda. El efecto fue instantáneo. Santiago fue arrastrado al más profundo de los abismos mientras que su cuerpo se retorcía con aun más violencia.
Los huesos, carne y piel de Santiago se infundieron de aquella ponzoña oscura. Lo estaba transformando en algo monstruoso.
El hombre y el lobo no titubearon en actuar: Ambos se lanzaron contra el pobre Santiago.
Para cuando llamaron a Marta ya era cerca de las diez de la mañana. La noticia que recibió cambió su vida para siempre: Santiago, su Santiago, había muerto.

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