1
Se llamaba Esperanza, pero ya no esperaba nada. Oscura de piel,
negra de cabellos, negrísima de ojos, hasta sus pensamientos,
patéticamente nocturnos, fúnebres y sepulcrales, parecían nacer entre
avenidas de cipreses en un ventoso crepúsculo de febrero. Alma de otros
tiempos; alma perdida entre demasiados cuerpos enemigos; inadaptada al
amor físico; fea y taciturna; llena de romanticismo y de malas lecturas,
no había ninguna razón para que tuviera que vivir más de treinta o
treinta y cinco años. Un amor infeliz -un amor demasiado breve, pero
todavía no acabado para ella, y acaso inacabable- le había cubierto el
rostro con la lívida máscara de las traicionadas sin culpa.
Sin embargo, de su lacrimosa tristeza y de su soledad sin vistas de cielo había conseguido sacar una profesión, algo que se parecía a la literatura. Sus desesperaciones literarias, sus infinitos insomnios, sus paseos a ciegas, sin finalidad y sin alegría, la habían acostumbrado a contar solamente cosas de su alma y a sacar de ella todo lo que podía contener. En aquel ensueño continuo que le empañaba los ojos y le lastimaba la vista, todo un mundo surgía con la rapidez luminosa de una aventura. Sueños sin cotinuación; hipótesis realizadas a medias; increíbles casos de conciencia; asociaciones irracionales de palabras, de ideas, de personas; esbozos y comienzos de vida sin lógica; símbolos graves descubiertos en muñecos de niños y bagatelas sin consecuencias y, de cuando en cuando, chorros irisados de elocuencia amorosa con alguna que otra llovizna de sofismas líricos, constituían su vida interior; su única riqueza, su único consuelo. Después del abandono definitivo, después que su propio nombre se volvió absolutamente falso y casi ridículo, ella intentó expresar con palabras escritas algún pedazo de su mundo. Lo consiguió y prosiguió. Un día, toda temblorosa, como si estuviera a punto de confesar al mundo su único amor, consiguió enviar a una gran revista un cuento suyo. El cuento gustó y fue publicado. Le pidieron otros y ella los escribió y los mandó.
Adquirió valor: pasó del cuento a la novela; encontró un editor; se creó un pequeño público; vivió sola, pensó, inventó; consiguió ganar para vivir; rechazó toda ayuda de la familia hostil y lejana.
Sin embargo, de su lacrimosa tristeza y de su soledad sin vistas de cielo había conseguido sacar una profesión, algo que se parecía a la literatura. Sus desesperaciones literarias, sus infinitos insomnios, sus paseos a ciegas, sin finalidad y sin alegría, la habían acostumbrado a contar solamente cosas de su alma y a sacar de ella todo lo que podía contener. En aquel ensueño continuo que le empañaba los ojos y le lastimaba la vista, todo un mundo surgía con la rapidez luminosa de una aventura. Sueños sin cotinuación; hipótesis realizadas a medias; increíbles casos de conciencia; asociaciones irracionales de palabras, de ideas, de personas; esbozos y comienzos de vida sin lógica; símbolos graves descubiertos en muñecos de niños y bagatelas sin consecuencias y, de cuando en cuando, chorros irisados de elocuencia amorosa con alguna que otra llovizna de sofismas líricos, constituían su vida interior; su única riqueza, su único consuelo. Después del abandono definitivo, después que su propio nombre se volvió absolutamente falso y casi ridículo, ella intentó expresar con palabras escritas algún pedazo de su mundo. Lo consiguió y prosiguió. Un día, toda temblorosa, como si estuviera a punto de confesar al mundo su único amor, consiguió enviar a una gran revista un cuento suyo. El cuento gustó y fue publicado. Le pidieron otros y ella los escribió y los mandó.
Adquirió valor: pasó del cuento a la novela; encontró un editor; se creó un pequeño público; vivió sola, pensó, inventó; consiguió ganar para vivir; rechazó toda ayuda de la familia hostil y lejana.
2
Cuando la conocí tenía apenas treinta años. Vivía en una pensión, en
una de aquellas calles anchas, señoriales y apartadas, donde incluso el
polvo parece más limpio y el viento más educado.
Su vida era regularísima y laboriosa: escribía una novela al año y un cuento al mes, y para la novela tenía siempre a su viejo editor dispuesto, y para los cuentos, tres o cuatro revistas que seguían albergándola y pagándole poco. Sin embargo, lograba reunir aquellas dos mil o tres mil liras que le hacían falta para vivir y para abonarse a todas las salas de lectura de la ciudad. Leía con preferencia las novelas aparecidas entre 1830 y 1870, cuando el romanticismo estaba deshaciéndose y el realismo apenas apuntaba. Sospecho malignamente que en aquellos libros olvidados y patéticamente idiotas ella pescaba motivos y argumentos para los suyos.
Verdaderamente no debería decir de ella todo el mal que pienso, porque fue precisamente ella quien me quiso conocer; guardo todavía su primera carta, de la que algunas frases enfáticamente entusiásticas me hicieron y me hacen enrojecer. Las primeras veces que la vi no hablamos de literaturas y esto me sorprendió y encantó tanto que volví con más frecuencia de lo que hubiera querido. (No es que hubiera ningún peligro sentimental, pero, como hombre sano, creo que la proximidad de las mujeres es, al contrario de lo que se cree, un excitante para la pequeñez.)
Pero, aunque fui varias veces a verla, nunca pensé en invitarla a mi casa, y me asombré muchísimo el día que, mientras estaba en la ventana, vi pararse un coche a mi puerta y bajar de él a la señorita Esperanza, que venía a mi casa.
Una vez que la hube hecho pasar a mi despacho, empezó a hablarme de cosas corrientísimas: del concierto de Palestrina que habría el día siguiente, de la necesidad de fomentar una moda más simple para las señoras no elegantes, e incluso de la insólita intranquilidad del gato blanco de la pensión. Sólo cuando se levantó para despedirse y marcharse me dijo en voz baja:
-Había venido para confiarle un pequeño secreto, pero acaso sea una estupidez. No vale la pena hablar de ello. Esperaré a otra vez, otro síntoma, y luego se lo diré todo, si me lo permite.
Le rogué, con mucha insistencia, que me contara en seguida lo que la había movido a buscarme y que ahora la hacía estar titubeante y casi vergonzosa. La pobre Esperanza me miró un momento a los ojos con sus melancólicas pupilas negras y se sentó de nuevo.
-Escuche -empezó, bajando los ojos y atormentando con ambas manos los cordones de su bolso-. Escuche: yo creo que es una simple casualidad, una coincidencia cualquiera; un acuerdo repetido nada misterioso. Pero confieso que me ha impresionado: tengo necesidad de confiarme a alguien, de pedir una explicación. Acaso se trata de una simple suposición y otro puede verlo de otra manera. Tal vez usted pueda decirme algo: usted es un espíritu profundo, usted ha buscado siempre los enigmas...
-Perdone -la interrumpí, con mi acostumbrada mala educación-, usted me hace con demasiada facilidad elogios que no me importan, y aún no me ha dado a entender, ni remotamente, lo que desea de mí.
La desgraciada muchacha me miró de nuevo con ojos asustados.
-Tiene razón -repuso-; perdóneme: soy mujer y literata. He aquí en pocas palabras lo que me sucede. Como usted sabe, yo sólo escribo y, en general, los argumentos de mis cuentos me vienen de manera espontánea, mientras leo, o paseo, o estoy en cama por la noche o por la mañana. Pero desde hace algún tiempo me he dado cuenta de que, de los muchos temas de cuentos que tengo dispuestos en mis papeles y en mi cabeza, sólo soy capaz de desarrollar algunos; y, lo que es más extraño, esos argumentos tienen algo en común, es más, tienen en común el hecho más importante, es decir, que todos se refieren a una mujer, y esta mujer, por más que haga para cambiarla y transfigurarla, se parece precisamente a mí.
-¡Por favor! -exclamé, con cierto desprecio-. ¿Qué encuentra de extraño en todo eso? A todos los escritores, incluso a los de talento shakespeariano o dramático, les sucede siempre lo mismo. La literatura es un espejo. Se hace actuar a los demás, pero sólo se conoce y se representa a uno mismo. Si acaso, lo extraño es que usted no lo haya advertido antes.
-Espere -dijo con energía la señorita Esperanza, un poco resentida-, espere a que se lo cuente todo. La historia no se acaba aquí. Usted me cree más tonta de lo que soy. El hecho verdaderamente extraño viene después. Cuando he escrito las historias de la mujer que se me parece, sucede que las mismas aventuras inventadas por mí, para mi imaginaria heroína, se repiten en la vida para mí, precisamente para mí en carne y hueso. Le daré un ejemplo: hace seis o siete meses escribí un cuento en el que narraba cómo una mujer joven, virgen, fea, honesta y solitaria, se encontraba, de repente, con que tenía que hacer de madre para salvar el honor de una amiga, y de qué manera se iba despertando poco a poco en ella el amor hacia este niño no suyo, y con tanta fuerza que le hacía creer que ella era verdaderamente su madre. Y he aquí que hace tres meses, antes de que el cuento fuera publicado, he recibido una carta de la única amiga que tengo en el mundo. Esta amiga está casada, pero separada; tiene un amante, ha tenido un hijo y, para no verse obligada a registrarlo, como sería necesario, con el nombre del marido, me conjuraba a recoger su hijo. No he sabido decir que no: la cosa quedará secreta, y por otra parte, ya que nunca podré tener una familia mía, no me importa mucho el honor burgués. El niño está con una nodriza, pero no he podido menos que pensar en él. He ido a verlo; me he conmovido. Esa pequeña vida que surge y se forma liberándose de la animalidad me atrae. He vuelto ya varias veces y creo que lo quiero, acaso, más que su madre. Este es el primer hecho, pero hay otro. Hace pocos días escribí un cuento donde la acostumbrada mujer que se me parece vuelve a ver, después de muchos años, al único hombre que amó, y lo ve feliz, con una mujer a su lado, y se aparta para no enturbiar con su presencia la nueva felicidad de aquel al que sigue amando. Pues bien, ayer mismo...
A este punto los sollozos le cortaron la palabra, se tapó la boca con el pañuelo y los contuvo a duras penas. Pero dos pequeñas y tímidas lágrimas cayeron de sus largas pestañas negras, que estaban ya húmedas antes.
-Hacía siete años que no lo veía -reanudó con voz improvisamente ronca-. Se había marchado fuera de Italia. Ayer lo he vuelto a ver: hay una mujer con él, rubia, guapa, alta, con los ojos malos. Yo no sabía nada y, sin embargo, hace pocos días lo había escrito todo, tal como ha sucedido. También en el cuento hay los ojos malos de ella y la sonrisa de él: la sonrisa que yo conocía tan bien...
Aquella singular imitación que la realidad hacía de la literatura me sorprendía más profundamente de lo que quería reconocer; sin embargo, compuse la fisonomía más sabia de este mundo e intenté demostrar a la señorita Esperanza que se trataba únicamente de coincidencias curiosas y nada más, y que no había motivo para conmoverse. La pobrecita me miró tristemente y sin confianza, dándose cuenta de que yo quería engañarla. Al cabo de unos momentos, cuando las lágrimas se calmaron, se secó la cara con cuidado, me saludó fríamente y se fue.
Su vida era regularísima y laboriosa: escribía una novela al año y un cuento al mes, y para la novela tenía siempre a su viejo editor dispuesto, y para los cuentos, tres o cuatro revistas que seguían albergándola y pagándole poco. Sin embargo, lograba reunir aquellas dos mil o tres mil liras que le hacían falta para vivir y para abonarse a todas las salas de lectura de la ciudad. Leía con preferencia las novelas aparecidas entre 1830 y 1870, cuando el romanticismo estaba deshaciéndose y el realismo apenas apuntaba. Sospecho malignamente que en aquellos libros olvidados y patéticamente idiotas ella pescaba motivos y argumentos para los suyos.
Verdaderamente no debería decir de ella todo el mal que pienso, porque fue precisamente ella quien me quiso conocer; guardo todavía su primera carta, de la que algunas frases enfáticamente entusiásticas me hicieron y me hacen enrojecer. Las primeras veces que la vi no hablamos de literaturas y esto me sorprendió y encantó tanto que volví con más frecuencia de lo que hubiera querido. (No es que hubiera ningún peligro sentimental, pero, como hombre sano, creo que la proximidad de las mujeres es, al contrario de lo que se cree, un excitante para la pequeñez.)
Pero, aunque fui varias veces a verla, nunca pensé en invitarla a mi casa, y me asombré muchísimo el día que, mientras estaba en la ventana, vi pararse un coche a mi puerta y bajar de él a la señorita Esperanza, que venía a mi casa.
Una vez que la hube hecho pasar a mi despacho, empezó a hablarme de cosas corrientísimas: del concierto de Palestrina que habría el día siguiente, de la necesidad de fomentar una moda más simple para las señoras no elegantes, e incluso de la insólita intranquilidad del gato blanco de la pensión. Sólo cuando se levantó para despedirse y marcharse me dijo en voz baja:
-Había venido para confiarle un pequeño secreto, pero acaso sea una estupidez. No vale la pena hablar de ello. Esperaré a otra vez, otro síntoma, y luego se lo diré todo, si me lo permite.
Le rogué, con mucha insistencia, que me contara en seguida lo que la había movido a buscarme y que ahora la hacía estar titubeante y casi vergonzosa. La pobre Esperanza me miró un momento a los ojos con sus melancólicas pupilas negras y se sentó de nuevo.
-Escuche -empezó, bajando los ojos y atormentando con ambas manos los cordones de su bolso-. Escuche: yo creo que es una simple casualidad, una coincidencia cualquiera; un acuerdo repetido nada misterioso. Pero confieso que me ha impresionado: tengo necesidad de confiarme a alguien, de pedir una explicación. Acaso se trata de una simple suposición y otro puede verlo de otra manera. Tal vez usted pueda decirme algo: usted es un espíritu profundo, usted ha buscado siempre los enigmas...
-Perdone -la interrumpí, con mi acostumbrada mala educación-, usted me hace con demasiada facilidad elogios que no me importan, y aún no me ha dado a entender, ni remotamente, lo que desea de mí.
La desgraciada muchacha me miró de nuevo con ojos asustados.
-Tiene razón -repuso-; perdóneme: soy mujer y literata. He aquí en pocas palabras lo que me sucede. Como usted sabe, yo sólo escribo y, en general, los argumentos de mis cuentos me vienen de manera espontánea, mientras leo, o paseo, o estoy en cama por la noche o por la mañana. Pero desde hace algún tiempo me he dado cuenta de que, de los muchos temas de cuentos que tengo dispuestos en mis papeles y en mi cabeza, sólo soy capaz de desarrollar algunos; y, lo que es más extraño, esos argumentos tienen algo en común, es más, tienen en común el hecho más importante, es decir, que todos se refieren a una mujer, y esta mujer, por más que haga para cambiarla y transfigurarla, se parece precisamente a mí.
-¡Por favor! -exclamé, con cierto desprecio-. ¿Qué encuentra de extraño en todo eso? A todos los escritores, incluso a los de talento shakespeariano o dramático, les sucede siempre lo mismo. La literatura es un espejo. Se hace actuar a los demás, pero sólo se conoce y se representa a uno mismo. Si acaso, lo extraño es que usted no lo haya advertido antes.
-Espere -dijo con energía la señorita Esperanza, un poco resentida-, espere a que se lo cuente todo. La historia no se acaba aquí. Usted me cree más tonta de lo que soy. El hecho verdaderamente extraño viene después. Cuando he escrito las historias de la mujer que se me parece, sucede que las mismas aventuras inventadas por mí, para mi imaginaria heroína, se repiten en la vida para mí, precisamente para mí en carne y hueso. Le daré un ejemplo: hace seis o siete meses escribí un cuento en el que narraba cómo una mujer joven, virgen, fea, honesta y solitaria, se encontraba, de repente, con que tenía que hacer de madre para salvar el honor de una amiga, y de qué manera se iba despertando poco a poco en ella el amor hacia este niño no suyo, y con tanta fuerza que le hacía creer que ella era verdaderamente su madre. Y he aquí que hace tres meses, antes de que el cuento fuera publicado, he recibido una carta de la única amiga que tengo en el mundo. Esta amiga está casada, pero separada; tiene un amante, ha tenido un hijo y, para no verse obligada a registrarlo, como sería necesario, con el nombre del marido, me conjuraba a recoger su hijo. No he sabido decir que no: la cosa quedará secreta, y por otra parte, ya que nunca podré tener una familia mía, no me importa mucho el honor burgués. El niño está con una nodriza, pero no he podido menos que pensar en él. He ido a verlo; me he conmovido. Esa pequeña vida que surge y se forma liberándose de la animalidad me atrae. He vuelto ya varias veces y creo que lo quiero, acaso, más que su madre. Este es el primer hecho, pero hay otro. Hace pocos días escribí un cuento donde la acostumbrada mujer que se me parece vuelve a ver, después de muchos años, al único hombre que amó, y lo ve feliz, con una mujer a su lado, y se aparta para no enturbiar con su presencia la nueva felicidad de aquel al que sigue amando. Pues bien, ayer mismo...
A este punto los sollozos le cortaron la palabra, se tapó la boca con el pañuelo y los contuvo a duras penas. Pero dos pequeñas y tímidas lágrimas cayeron de sus largas pestañas negras, que estaban ya húmedas antes.
-Hacía siete años que no lo veía -reanudó con voz improvisamente ronca-. Se había marchado fuera de Italia. Ayer lo he vuelto a ver: hay una mujer con él, rubia, guapa, alta, con los ojos malos. Yo no sabía nada y, sin embargo, hace pocos días lo había escrito todo, tal como ha sucedido. También en el cuento hay los ojos malos de ella y la sonrisa de él: la sonrisa que yo conocía tan bien...
Aquella singular imitación que la realidad hacía de la literatura me sorprendía más profundamente de lo que quería reconocer; sin embargo, compuse la fisonomía más sabia de este mundo e intenté demostrar a la señorita Esperanza que se trataba únicamente de coincidencias curiosas y nada más, y que no había motivo para conmoverse. La pobrecita me miró tristemente y sin confianza, dándose cuenta de que yo quería engañarla. Al cabo de unos momentos, cuando las lágrimas se calmaron, se secó la cara con cuidado, me saludó fríamente y se fue.
3
Durante muchos meses no la vi y no tuve el valor de ir a buscarla,
después de lo que me había dicho con los ojos aquel día al dejarme. Pero
una mañana leí su nombre en el periódico bajo un titular extraño:
Tentativa de rapto de una escritora. Era ella: mientras volvía, por la
noche, de un paseo por el campo, los acostumbrados hombres enmascarados,
que tienen el coche preparado a pocos pasos, habían intentado
amordazarla. A sus gritos, un hombre que había acudido había exclamado:
«¡No es ella!» Y la habían dejado.
Corrí a la pensión donde vivía para saber lo que había de cierto en aquella noticia. La encontré palidísima, tendida en un diván. No se asombró al verme y me tendió un fascículo de una revista salida aquel mismo día. Miré el sumario y vi que había un cuento suyo. Corté la página, leí... Se trataba de una mujer joven, melancólica, fea y abandonada, que había sido raptada, por equivocación, una noche, por unos hombres con antifaces negros.
Mientras avanzaba en la lectura, de cuando en cuando levantaba los ojos hacia ella con estupor; ella sonreía y callaba.
-Pero ¿es verdad? -le pregunté cuando hube terminado-. ¿Es verdad todo, incluso lo que cuentan los periódicos?
-Exactísimo -me contestó, intentando sonreír-. No hay ninguna vía de escape. A usted se lo conté todo. Pero entonces estábamos en el comienzo..., la cosa no era grave. Después... ¡Si supiera lo que ha sucedido después! La ley es tenaz, constante, rigurosa. A veces se trata de cosas de nada, pequeneces, pero otras... Es preciso que un día u otro le diga todo: también los demás deben saber...
"Cada vez que tomo la pluma, ella, es decir, yo, se adelanta y se apodera de mi espíritu. No puedo imaginar cosas de nadie más sino de ella. Lo he intentado. ¡Oh, sí, lo he intentado! ¡Cuántas redes he tendido a mi fantasía reluctante! ¡Cuántos viejos temas he sacado de mis papeles para imponérselos a mi inspiración! Era inútil, no conseguía ni escribir una frase. Pero en cuanto me dejaba dominar y guiar por ella -es decir, por mí, por mi doble literario y profético-, entonces todo se volvía fácil y llano, las aventuras se presentaban con abundancia, sin esfuerzo, la intriga se desarrollaba elegantemente hasta lo último, y el cuento salía de un tirón, lleno de vida. Pero cada uno de esos cuentos era una condena para mí. A veces se narraba que ella no podía dormir y cada noche la asaltaban horribles visiones, y a los pocos días también yo me agitaba en el insomnio, debatiéndome contra fantasmas y monstruos indescriptibles. Otra vez imaginaba que era amada por un muchacho joven, por un adolescente atraído por su fama y, en efecto, al cabo de pocas semanas recibí una carta de veinte páginas de un muchacho de quince años que me creía joven y bella y me ofrecía su amor para toda la vida. Y así, cada mes, una. Y siempre, cada vez, lo que predigo con la fantasía se realiza sin demora. El último caso es el que usted conoce y que le ha sugerido venir a verme. Y ahora, ¿qué me dice? ¿Me dirá todavía que se trata de coincidencias?"
Me di cuenta de que la infeliz Esperanza estaba muy excitada y tenía fiebre. Le aconsejé, con toda la malicia que encontré disponible, dejar de escribir durante un tiempo. Me lo prometió y, después de alguna cansada palabra de consuelo, la dejé.
Su caso me turbaba y hacía cuanto podía para no pensar en él. No era capaz de explicarlo: me atraía y me enojaba. Acabé por olvidarme casi completamente de la pobre Esperanza y de sus aventuras literarias. Pero una mañana de enero me llegó una carta suya. Me informaba que había seguido durante algún tiempo mi consejo, pero que, al cabo de tres meses, se había visto obligada a reanudar su trabajo por dos razones: ante todo, porque vivía de la literatura y no podía, ni quería, pedir nada a nadie, y además, porque la imagen de su fantástico doble no le daba paz ni sosiego y le sugería, día y noche, nuevas aventuras extraordinarias. Entonces se había entregado a la inspiración y, apenas había escrito, la realidad venía a imitarla como antes, como siempre. Ya no podía liberarse; todo lo que la otra le dictaba tenía primero que narrarlo y después suceder. El último cuento era el más terrible de todos: anunciaba la muerte. La infeliz añadía que no temía a la muerte, pero que quería advertirme para que, por lo menos, hubiera un testimonio de su triste clarividencia.
Apenas leí la carta fui a la pensión. Una criada que vino a abrirme con la cara descompuesta me dijo que la señorita Esperanza había muerto hacía pocas horas de un ataque al corazón. Encima de una mesa se encontró su último cuento, en el que una heroína melancólica y morena moría perseguida por una sombra que nadie veía más que ella.
Corrí a la pensión donde vivía para saber lo que había de cierto en aquella noticia. La encontré palidísima, tendida en un diván. No se asombró al verme y me tendió un fascículo de una revista salida aquel mismo día. Miré el sumario y vi que había un cuento suyo. Corté la página, leí... Se trataba de una mujer joven, melancólica, fea y abandonada, que había sido raptada, por equivocación, una noche, por unos hombres con antifaces negros.
Mientras avanzaba en la lectura, de cuando en cuando levantaba los ojos hacia ella con estupor; ella sonreía y callaba.
-Pero ¿es verdad? -le pregunté cuando hube terminado-. ¿Es verdad todo, incluso lo que cuentan los periódicos?
-Exactísimo -me contestó, intentando sonreír-. No hay ninguna vía de escape. A usted se lo conté todo. Pero entonces estábamos en el comienzo..., la cosa no era grave. Después... ¡Si supiera lo que ha sucedido después! La ley es tenaz, constante, rigurosa. A veces se trata de cosas de nada, pequeneces, pero otras... Es preciso que un día u otro le diga todo: también los demás deben saber...
"Cada vez que tomo la pluma, ella, es decir, yo, se adelanta y se apodera de mi espíritu. No puedo imaginar cosas de nadie más sino de ella. Lo he intentado. ¡Oh, sí, lo he intentado! ¡Cuántas redes he tendido a mi fantasía reluctante! ¡Cuántos viejos temas he sacado de mis papeles para imponérselos a mi inspiración! Era inútil, no conseguía ni escribir una frase. Pero en cuanto me dejaba dominar y guiar por ella -es decir, por mí, por mi doble literario y profético-, entonces todo se volvía fácil y llano, las aventuras se presentaban con abundancia, sin esfuerzo, la intriga se desarrollaba elegantemente hasta lo último, y el cuento salía de un tirón, lleno de vida. Pero cada uno de esos cuentos era una condena para mí. A veces se narraba que ella no podía dormir y cada noche la asaltaban horribles visiones, y a los pocos días también yo me agitaba en el insomnio, debatiéndome contra fantasmas y monstruos indescriptibles. Otra vez imaginaba que era amada por un muchacho joven, por un adolescente atraído por su fama y, en efecto, al cabo de pocas semanas recibí una carta de veinte páginas de un muchacho de quince años que me creía joven y bella y me ofrecía su amor para toda la vida. Y así, cada mes, una. Y siempre, cada vez, lo que predigo con la fantasía se realiza sin demora. El último caso es el que usted conoce y que le ha sugerido venir a verme. Y ahora, ¿qué me dice? ¿Me dirá todavía que se trata de coincidencias?"
Me di cuenta de que la infeliz Esperanza estaba muy excitada y tenía fiebre. Le aconsejé, con toda la malicia que encontré disponible, dejar de escribir durante un tiempo. Me lo prometió y, después de alguna cansada palabra de consuelo, la dejé.
Su caso me turbaba y hacía cuanto podía para no pensar en él. No era capaz de explicarlo: me atraía y me enojaba. Acabé por olvidarme casi completamente de la pobre Esperanza y de sus aventuras literarias. Pero una mañana de enero me llegó una carta suya. Me informaba que había seguido durante algún tiempo mi consejo, pero que, al cabo de tres meses, se había visto obligada a reanudar su trabajo por dos razones: ante todo, porque vivía de la literatura y no podía, ni quería, pedir nada a nadie, y además, porque la imagen de su fantástico doble no le daba paz ni sosiego y le sugería, día y noche, nuevas aventuras extraordinarias. Entonces se había entregado a la inspiración y, apenas había escrito, la realidad venía a imitarla como antes, como siempre. Ya no podía liberarse; todo lo que la otra le dictaba tenía primero que narrarlo y después suceder. El último cuento era el más terrible de todos: anunciaba la muerte. La infeliz añadía que no temía a la muerte, pero que quería advertirme para que, por lo menos, hubiera un testimonio de su triste clarividencia.
Apenas leí la carta fui a la pensión. Una criada que vino a abrirme con la cara descompuesta me dijo que la señorita Esperanza había muerto hacía pocas horas de un ataque al corazón. Encima de una mesa se encontró su último cuento, en el que una heroína melancólica y morena moría perseguida por una sombra que nadie veía más que ella.
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