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martes, 8 de abril de 2014

El sol bajo las nubes.


Claudio era un joven tímido de quince años, de los cuales los últimos cuatro los había dedicado exclusivamente a estudiar música en la casa de Monsieur Cottillard, un viejo maestro músico amante de la soledad y el piano.
Durante los últimos cuatro años Claudio iba y venía de su casa a la del viejo Cottillard, sin siquiera voltear a ver el antiguo y enorme edificio de piedra que estaba justo frente a la angosta casa de su maestro. Se trataba del Liceo de Niñas, un colegio exclusivamente para las hijas de las más adineradas familias de la ciudad.
Al viejo no le gustaba enseñar con las ventanas de su casa abiertas, excepto los días lluviosos, esos días Claudio tenía permitido acercarse un poco a la ventana que daba a la calle a practicar con su violín.
Fue precisamente un día de lluvia que Claudio en un descanso de su práctica al mirar por la ventana descubrió el rostro más bello que jamás hubiese visto, unos grandes ojos castaños coronados con bellas y largas pestañas, cabello al color de la tierra mojada, pero lo que más le gustó de aquella niña fue su blanca e inmaculada palidez, la chica era de por si hermosa, pero era su blancura lo que dejó atónito a Claudio.
Ese día el joven no dejó de pensar en aquella alumna del Liceo, volvió a su casa y practicó con su piano siempre pensando en ella.

Al día siguiente Claudio buscó desesperadamente acercarse a la ventana, pero afuera no estaba lloviendo y su maestro le prohibió que la abriera. Esa tarde Claudio ejecutó el piano con demencial ira, Monsieur Cottillard quedó maravillado.
Al día siguiente tampoco llovía sin embargo el sol estaba oculto tras gigantescas y espesas nubes, Claudio se molestó mucho, sabía que otra vez estudiaría con la ventana cerrada.
Al llegar Claudio a la casona notó que la ventana estaba abierta, su pecho se agitó y sintió como su estómago se estremeció de alegría, subió velozmente las escaleras y buscó su lugar junto a la ventana. Monsieur Cottillard estaba de muy buen humor, incluso habló de la belleza del día y concedió a Claudio varios descansos. Por primera vez en cuatro años Claudio notó que no era la lluvia la que ponía de buen humor a Cottillard sino los días donde las nubes no daban oportunidad al sol brillar, se alegró.
Justo a las 2 de la tarde pidió a su maestro un descanso, y se dirigió a la ventana con la esperanza de encontrarse con su amada niña.
Después de buscarla de entre decenas de niñas que esperaban ser recogidas por sus padres en la banqueta al fin pudo ver a su amada, no fueron más de quince segundos, quince segundos donde la tierra se detuvo, 15 segundos donde su corazón se estrujaba desesperadamente en sus adentros. Por fin pudo verla dos días después de haberla visto y amado por primera vez.
La hermosa niña subió a la parte trasera de un carruaje y desapareció de repente, Claudio volvió a sus lecciones, estaba contento, se le veía en la mirada, estaba tan emocionado que se equivocó una vez tras otra, despertando la ira de Monsieur Cottillard en múltiples ocasiones.
El día siguiente nuevamente estuvo nublado y Claudio feliz, recorrió las calles rápidamente y llegó a la casa de su maestro, buscó su lugar y comenzó a practicar distraído y equivocándose una y otra vez. Cuando dieron las 2 de la tarde pidió su receso y se recargó viendo por la ventana, pasaban los segundos y Claudio más se desesperaba, hasta que decidió preguntar a Monsieur Cottillard si él sabía por qué no habían salido las niñas del colegio de enfrente.
– ¡Es sábado atolondrado! –Respondió el viejo–. –Llevas años practicando y ¿no te habías dado cuenta que los sábados y los domingos el Liceo no abre sus puertas? –Menudo animal.
Claudio tomó su violín y comenzó a tocar con tremenda furia, parecía que se encontraba poseído, como si el demonio mismo entrara en su cuerpo y le ordenara tocar las melodías más notables que Cottillard le hubiese escuchado jamás, de pronto el viejo recordó el día que al negarle abrir la ventana Claudio había tocado el piano como nunca antes.
Ahí estaba Claudio con sus manos en el violín, su vista fija e imperturbable en el suelo, pero su pensamiento con ella, la niña de la ventana.
Al terminar la lección Cottillard preguntó a su joven pupilo que era lo que buscaba en la ventana, Claudio respondió que nada, tomo sus cosas, se despidió de su maestro y salió corriendo de la habitación, pero unos segundos después volvió.
– ¿Los domingos tampoco abren el Liceo? –Preguntó Claudio–
– ¡No! –Respondió entre risas su maestro–
Claudio sonrió y salió corriendo.
Llegó el domingo y como todos los domingos Monsieur Cottillard dejó improvisar libremente a Claudio mientras él se dedicaba a otros asuntos en su casa.
Claudio trataba de pensar en su amada, decidió improvisar una melodía en el piano, el hecho de ser domingo lo animaba pues mañana, si el sol se lo permitía vería otra vez aquellos alegres ojos y aquella piel delicada.
Llegó el lunes, por suerte nublado y con lluvia. Claudio pidió su descanso a las dos en punto y Cottillard se sentó a observar al joven como agitadamente buscaba algo o a alguien en dirección a la puerta del Liceo, de pronto vio como Claudio se alejó de la ventana y buscó su lugar, con una sonrisa en la cara y la mirada perdida. Cottillard pidió a Claudio que le tocara algo, Claudio eligió una antigua sonata y no paró de equivocarse tanto que su maestro decidió interrumpirlo para platicar con él.
–Estaba pensando en clausurar definitivamente esa ventana ¿Qué te parece? –Preguntó el viejo–
Claudio guardó silencio, bajó su mirada y solo encogió los hombros.
–Entonces, ¿no te importa? –Insistió Cottillard–
Claudio no respondió, sintió mucho coraje e impotencia en ese momento, Cottillard notó que Claudio comenzaba a enojarse y sin perder más tiempo le dijo:
–¡Toma tu violín, toca!
Y comenzó Claudio a tocar a ratos sereno, a ratos furioso. Cottillard estaba conmovido con aquella melodía, definitivamente su discípulo empezaba a madurar en todos los sentidos.
El día siguiente era un bello día soleado, Claudio estuvo molesto todo el mediodía hasta que dieron las dos y suplico por primera vez al maestro abrir la ventana, Cottillard aceptó bajo la condición de saber quién era la persona que despertaba tan desesperadamente el interés del joven músico.
Claudio acepto y cuando llegó el momento con voz temblorosa dijo a su maestro.
–Es ella.
Cottillard observó a la bella joven, sin lugar a dudas era hermosa, volteó la mirada hacia su pupilo que estaba enternecido de ver a la joven. Cuando la hermosa joven hubo subido a su carruaje Cottillard tomó del Brazo a Claudio y lo guio al piano.
Los días pasaron y de lunes a viernes Monsieur Cottillard daba permiso a Claudio de mirar a la bella estudiante aunque no estuviera nublado el día.
Las semanas continuaban completándose incluso los meses y Claudio seguía admirando a la chica desde su ventana, la llamaba de mil formas: Samanta, Lucrecia, Aída, Brida…, notó que los días nubosos eran los mejores para verla, su piel brillaba fulgurante, irradiaba luz propia, como si se tratara de un pequeño sol, un sol bajo las nubes, y así decidió llamarla en delante, ”Sol”.
Sol se había convertido en una chica popular de entre sus compañeras, Claudio podía notarlo desde hace algún tiempo, ahora se le veía más segura y alegre y por ende más hermosa a los ojos de Claudio. Mientras tanto el joven seguía creciendo como músico, ahora sus melodías eran brillantes, tanto que Cottillard llegó a pensar que ya no necesitaba más de él como maestro.
Claudio buscaba la manera de que Sol lo notara, quería impresionarla pero no sabía cómo, ni siquiera sabía que le gustaba, no conocía su carácter, no conocía ni su nombre.
Cuando Monsieur Cottillard se decidió a informarle a Claudio que estaba listo para dejar el nido que forjó su maestranza en la música, Claudio rechazó de forma enérgica la propuesta de su maestro.
– ¿Cómo se atreve a decir que estoy listo? ¡Usted sabe que me falta trabajar, que no soy tan bueno y que necesito de usted! –Exclamó desesperado Claudio.
–Lo que vos has venido a encontrar conmigo, ya lo has conseguido Claudio, de hoy en delante deberás forjar tu propia identidad, además yo ya hube enseñado todo lo que sé. –Puntualizó sereno el viejo maestro–.
–Quiero que escribas una rapsodia a tu amada, vuelve cuando la hayas concluido. Ese será tu examen final. –Dio media vuelta y dejó el salón–.
El miedo que le causaba no poder volver a ver a su Sol le estremecía el alma a Claudio. Todos los días se levantaba temprano, se dirigía hasta el liceo y desde un lejano árbol contemplaba a la joven a su llegada, más tarde regresaba a la hora de la salida.
La desesperación le hizo acercarse cada vez más a Sol. Ahora acostumbraba salir de la esquina justo cuando su carruaje se detenía fuera de la puerta, sentía una gran angustia por no poder hablarle, incluso una mirada de ella le hacía bajar la cabeza y caminar apresuradamente, la amaba pero no soportaba siquiera su mirada.
Claudio sentía un gran odio por sí mismo; por no superar su miedo a hablarle a la joven, el mismo se negaba la felicidad. Había terminado Claudio la Rapsodia que le encomendó su maestro sin embargo no podía entregarla todavía, no quería dejar de tener una excusa para ver a Sol.
El nuevo día estaba lluvioso desde muy temprano, Claudio encontró la excusa perfecta para acercarse a Sol, llevó su paraguas con él y salió de su casa agitado, por fin podría acercarse e incluso cruzar palabra con la bella joven. Esperó a la vuelta de la esquina hasta ver el carruaje de Sol acercarse, comenzó a caminar, al acercarse el carruaje a la puerta comenzó a caminar más despacio, entonces la puerta se abrió y Sol saco una pierna dispuesta a salir.
–¡Use mi paraguas, señorita! –Gritó con algo de miedo Claudio–
–¡Gracias señor, voy a correr! –Respondió la joven y echó a correr hasta el pórtico del Liceo–.
Claudio se quedó allí parado sin decir nada, le había costado mucho trabajo poder hablarle, y las primeras palabras que le dirigía eran de rechazo. Se sintió muy avergonzado pudo sentir las miradas de las demás niñas como piquetes de agujas en la espalda. Regresó a casa deprimido, llorando de pena.
Buscó el abrecartas de su papá y subió a su cuarto, se paró frente a su espejo, escuchaba las palabras de Sol una y otra vez cada vez más insistentemente, escuchaba la melodía que había compuesto para ella, estaba aturdido, tomó el abrecartas y amagó atravesarse el pecho con él.
De pronto los ruidos cesaron, las voces, la música, se vio parado frente al espejo con los ojos llorosos y rojos, y sintió vergüenza.
La mañana siguiente tomó las partituras de su rapsodia las introdujo en un sobre, y salió con destino al Liceo como todos los días.
Un frío intenso le recorría la cabeza y el miedo se había ido. Esperó paciente la llegada de la muchacha. Cuando el carruaje llegó se dirigió a la puerta del Liceo y esperó.
La joven salió por fin del carro, pasó indiferentemente a su lado, de pronto escuchó un grito:
– ¡Sol!
La joven volteó repentinamente y un abrecartas se introdujo en su pecho una vez tras otra, su última imagen fue la cara encendida de ira de su asesino.
Diecisiete veces entró el metal en el cuerpo de la joven, uno por cada año de su vida, el color de la sangre teñía el suelo.
Algunos días después llamaron a la puerta de Monsieur Cottillard, era la policía.
–¿Es usted Bertrand Cottillard? –Preguntó uno de los dos policías que estaban parados frente a su puerta–
–Sí señor, ¿en qué puedo ayudarlos?
–Queremos entregarle este sobre; usted aparece como destinatario, pertenecía a Claudio Romano, el asesino del Liceo, como ya debe saberlo él se encuentra internado en el manicomio, ese chico sí que está desequilibrado, usted que lo conoció, ¿era él un muchacho malvado como se dice?
– ¿Es cierto que hablaba con los espíritus? Necesitamos saberlo, no podemos dejar que algo parecido vuelva a ocurrir –Interrumpió el otro policía–
–Si, yo tengo dos hijas, no quiero ni pensar lo que sería capaz de hacer si algo les pasara –continuó el primero–
–¿tienen los señores algún otro asunto que tratar conmigo? –Preguntó molesto Cottillard–
–No, ya nos marchamos, cuídese viejo amigo, yo tendría precaución con ese sobre –dijo con una mueca burlona el policía–. Dieron media vuelta y se marcharon.
Cottillard abrió el sobre, sacó las partituras, y notó un papel al fondo del sobre, lo tomó y lo leyó.
“Maestro usted sabe bien que la amaba, no deje que su melodía muera, allí viviremos los dos para siempre”.

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