Yo dormía en uno de los cuartos de la planta alta, al fondo de un largo pasillo con varios pares de puertas. Era común que me quedara allí jugando por horas con mis muñecas, pues al ser hija única, los juguetes eran mi única compañía.
Una tarde, mientras terminaba de peinar a mi muñeca favorita, escuché la voz de mi mamá, que me llamaba desde la cocina, en la planta baja.
Me levanté de un salto y salí corriendo del cuarto a toda velocidad, pues a mi madre nunca le ha gustado que la hagan esperar demasiado.
Antes de llegar a la escalera, sentí cómo un par de manos me tomaron por debajo de los brazos y me llevaron hacia el interior de una de las habitaciones.
Mi corazón dio un vuelco y la impresión me hizo soltar un grito muy agudo. Un instante después, me di cuenta que el misterioso par de manos pertenecían a mi mamá, que en ese momento, estaba cerrando la puerta con una expresión de terror en su rostro.
Se acercó a mí, y en voz baja me dijo: —No bajes a la cocina… Yo también lo escuché.
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