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miércoles, 28 de enero de 2015

El pan nuestro de cada día (relato GORE)

-Al final fueron literalmente cuerpo y sangre de Cristo —susurró burlonamente uno de los policías a su compañero.

El sargento lo miró furioso; si él había escuchado aquel desafortunado comentario, el monje franciscano sin duda también lo habría oído. Pero aquel permanecía inmutable ante la jocosidad de sus acompañantes. El horror sufrido en los últimos días lo había perturbado de tal forma que parecía estar al borde de la locura. El oficial volvió a intentarlo.

—Hermano Jacobo, por favor, haga un esfuerzo. Hace años que intentamos dar con esa tribu. Usted es el único que ha sobrevivido a un encuentro con ellos, debe contarnos todo lo que recuerda, con la mayor precisión posible. Quizás se nos haya escapado algún detalle que nos dé una pista sobre su localización.

—Usted no sabe lo que me pide —dijo Jacobo con una expresión de auténtico terror.

Aquel hombre estaba horriblemente mutilado. Después de dos semanas en el hospital, en cuidados intensivos, lo habían subido a planta. Pero aún tenía una fuerte dosis de morfina para mitigar los dolores y que le provocaba un estado de somnolencia que le hacía dormir cada pocos minutos. Era un milagro que hubiera sobrevivido.

—Escúcheme bien sargento Olivares, le contaré todo lo que recuerdo con los más sórdidos detalles, pero después... ¡olvídese de mí!, no quiero volver a ver a ningún otro policía, periodista o a cualquier otro que me inste a revivir aquella pesadilla... ¿No se dan cuenta de cómo estoy?, ¿no tienen compasión? Ya nunca volveré a ser el mismo... ¡Dios mío!, ¿porqué me has abandonado?

El monje pidió a una enfermera que redujera la dosis de morfina al mínimo soportable, no quería volver a dormirse antes de concluir su relato.

—Esta bien, empecemos... ¡Espero que no hayan comido nada!.

“Hace dos meses nuestra congregación recibió el encargo de monseñor Euriste de evangelizar los pueblos nativos de la zona norte del Amazonas, entre los ríos de Japurá y Río Negro, cerca de la frontera con Colombia; como sabrán, una de las regiones más inexploradas y salvajes. Nuestro prior designó a sus dos mejores hombres para formar la avanzadilla que debería tener los primeros contactos, remitiendo un informe mensual sobre los avances y las necesidades que fueran surgiendo. El hermano Cayetano y yo mismo fuimos los elegidos para esta misión.

El viaje fue accidentado y largo, tardamos dos semanas en llegar a la ciudad de Säo Gabriel de Cachoeira.

Llevábamos dos días caminando a través de la selva en dirección oeste cuando encontramos a dos indios de una tribu conocida. Tras la sorpresa mutua, se acercaron a nosotros y mediante gestos nos recomendaron insistentemente darnos la vuelta y regresar por donde habíamos venido. Parecían asustados, pero desoímos su advertencia y continuamos adelante.

Al amanecer del tercer día nos topamos con “los demonios”.  Aquellos hombres no eran seres humanos, salieron de la nada y nos rodearon. Eran media docena y parecían estar de caza. Pronto supimos que nosotros éramos su presa del día. Tras dispararnos unos dardos con algún tipo de somnífero muy potente que nos dejó sin sentido en poco segundos, nos secuestraron.

Desperté en medio de una aldea, atado cabeza abajo, aturdido y empapado en lo que creí era agua. A pocos metros de mí había un pequeño que chupaba con deleite un “palito” del que escurría un líquido rojo. Me miró y al verme despierto me sonrió y me mostró su “golosina”: ¡era un dedo humano!

Comprendí con terror lo que estaba sucediendo. Miré a mí alrededor en busca de mi hermano Cayetano. Estaba justo a mi lado, atado como yo a un poste cabeza abajo, completamente desnudo y... ¡lo habían abierto en canal como a un cerdo!.

La angustia se apoderó de mí. Estaba a punto de gritar cuando me percaté de que otro niño, poco mayor que el anterior, estaba justo debajo del cadáver del pobre Cayetano. Sostenía un cuenco con el que recogía cuidadosamente la sangre y se la bebía. Como el anterior, me miró, se llevo un dedo a la boca y me hizo el gesto de que guardara silencio. Luego colocó otro cuenco justo debajo de mí. Fue entonces cuando me di cuenta de que la humedad que sentía era mi propia sangre brotando por unos pequeños cortes hechos en el cuello que, en aquella posición, me empapaban la cara y el cuero cabelludo antes de caer en el recipiente. Aparte de esto no tenía ninguna otra mutilación, algo que no podía decir de mi hermano: le habían cortado los genitales, las orejas, le habían sacado los ojos de sus cuencas, cortado todos los dedos de las manos y de los pies, aparte, como ya dije, de sacarle todos los órganos, incluso los intestinos.

De una de las cabañas salió una mujer mayor y tras reprender a los niños, los mandó entrar en la choza de la que había salido. Tenía la boca y las manos manchadas de sangre. Sin prestarme ninguna atención, como si yo no estuviera allí, se acercó a mi difunto compañero y con total naturalidad, sacó un enorme cuchillo que llevaba en la cintura y le cortó, con pasmosa maestría, los glúteos y los gemelos. Luego, con la misma indiferencia regresó a su chamizo con la carne.

—Esto es lo que somos —me dije— su comida. Supongo que pronto me tocará a mí.

No me equivocaba.

Sentía que estaba perdiendo la conciencia por la pérdida, lenta pero paulatina, de sangre, cuando divisé a un grupo de hombres acercándose a mí. En cabeza estaba el que parecía el jefe, portando un enorme machete. Estaba casi desvanecido cuando me arrancaron la ropa y escuché, como si fuera un sueño, un tremendo alboroto, gritos y discusiones histéricas. Fue entonces cuando me desmayé”.

—Lo demás ya lo saben —le susurró al sargento— Me encontraron los trabajadores del gaseoducto casi muerto. Esos demonios me habían mutilado como me ven pero, no se porqué extraña razón, me dejaron con vida.

—¿Dice que se asustaron cuando le desnudaron? —indagó curioso Olivares— Quizás... ¿podemos ver su torso, por favor?

—Como guste, pero tendrá usted que hacer los honores. Como puede observar, a mí me es imposible.

El oficial tiró con delicadeza de la sábana dejando al descubierto lo que quedaba de aquel hombre: un tronco con cabeza. Una extraña mancha negra cubría el pecho, el abdomen y la espalda.

—Es una mancha de nacimiento —aclaró Jacobo antes de que le preguntaran— Se la conoce como “piel de chimpacé”.

—Curioso, muy curioso. Si me lo permite le sacaré una foto para mostrárselo a un experto en mitología y creencias indígenas. ¿Es usted conciente de que esto puede haberle salvado la vida?

No veo cómo, sargento, y si le soy sincero, ahora mismo creo que estaría mejor muerto.

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