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miércoles, 28 de enero de 2015

me perdí en la noche


No pude operarme. La ilusión que experimenté aquella noche cuando millones de seres luminiscentes poblaron la orilla del lago, aquel éxtasis eterno y rígido, aquella claridad insoportable, no pudieron ser sepultadas por el miedo a morir. Comprendí que el miedo a la muerte siempre estaría presente y que aquel tumor, que crecía en el interior de mi cabeza y provocaba una percepción del mundo tan extravagantemente irreal, estaba ahí por algún motivo que no alcanzaba a comprender.
La crisis del lago se repitió en los días sucesivos, cada vez con más frecuencia. Cuando las gafas de sol y los protectores auditivos se hicieron inútiles a la luz y el bullicio del día, comencé a salir de noche, a buscar lugares tranquilos y oscuros, a dormir de día metido en la bañera con el agua hasta los oídos y un antifaz negro sobre mis ojos cerrados. Me dolía cada centímetro de mi cuerpo por la rigidez muscular y los inevitables golpes.

La situación llegó a ser tan inaguantable que tuve que huir al lugar más oscuro y silencioso que pude hallar.

En el norte, en el frío glacial del invierno, en la oscura noche de la tundra siberiana… ella me encontró.


La música de los silencios
Camino sobre otro lago, congelado y deslizante,  frío y oscuro.

Llega raudo, el silencio huye.

Mi corazón golpea el pecho en un latido atronador y lento. El aire escapa de mis pulmones, sin poder retenerlo, con el sonido de un huracán violento.
Lejos, muy lejos, la nieve cae de las ramas fatigadas por su peso y, un crujido, inaudible a cualquier ser vivo, advierte que el hielo es quebradizo.

Arriba, en la altura infinita, el firmamento canta. ¡Y es hermoso!

Oscuridad luminosa

La oscura noche se convirtió en alba, y el alba crece en el mundo entero. La nieve brilla a la luz de las estrellas y el cielo, transmutado, se hizo fuego.


Y un ángel surgió de pronto, más ardiente que el propio infierno. Y sus labios quemaron los míos, dulcemente, con ternura. Y su voz… su voz me devolvió la vida:

—No morirás de tu mal —me dijo—. Este don te hizo nuestro.

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