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jueves, 19 de diciembre de 2013

El mercader del camino gris


El soldado atravesó con largas zancadas el patio del castillo, el rostro albo marcado por la preocupación. Caminó rápidamente por entremedio de la bulliciosa actividad que reinaba en el patio, lleno de hombres rudos y gallardos que se preparaban para la batalla afilando espadas, tensando arcos y enderezando flechas.

Finalmente el soldado dejó atrás el atareado ejército y se metió por una pequeña puerta de madera remachada en hierro. Subió unas empinadas escaleras de caracol y, casi sin aire, llegó a la torre que dominaba el castillo.

Los dos guardianes de la puerta le cerraron el paso con las alabardas ni bien llegó al final de la escalera, pero el soldado levantó la carta que portaba, mostrando el sello de la guardia de frontera. Los soldados abrieron paso y se mantuvieron cada uno en su lado, inmóviles.


El mensajero entró en la suntuosa estancia sin siquiera haber recuperado el aire del todo. Era la primera vez que entraba en la torre Hohenstaufen y quedó maravillado por su grandiosidad; magníficos tapices, ilustrando batallas de antaño y glorias pasadas en púrpura y oro, colgaban de las paredes. Alfombras que valían cien veces su vida cubrían el suelo, que seguramente era de la madera más fina de toda Europa.

Le tomó poquísimos segundos admirar todo eso, porque en un rincón estaba la posesión más valiosa del castillo: la espada Hohenstaufen, el azote teutón. Según decían, la espada había hendido más de 200 cabezas sarracenas en las manos de Ulrich Hohenstaufen durante la tercera cruzada. Otras lenguas, más enteradas o menos bienintencionadas, decían que casi todas esas cabezas eran de niños y mujeres árabes indefensos. Casi siempre estas lenguas terminaban separadas del resto de la cabeza por orden del señor del castillo de turno, así que el nefasto rumor sólo se escuchaba en susurros y muy de vez en cuando.

Un carraspeo impaciente surgió del trono que ocupaba el centro de la torre. El Señor del castillo, flanqueado por dos caballeros a cada lado, llamaba su atención. La presencia del Señor feudal era, valga la redundancia, majestuosa. Medía casi dos metros y recordaba a una especie de semidiós nórdico. El pelo dorado le caía suavemente hasta la base del cuello, y un mechón áureo le decoraba la frente. La viril barba, entre amarilla y colorada, le ocupaba medio rostro bajo los ojos verdes, decididos pero melancólicos: hacía poco tiempo había perdido a su consorte en el parto de su primer heredero. El soldado se sentía casi inexistente ante la presencia impresionante de su majestad.

No habían pasado ni cinco segundos desde que el mensajero había entrado a la estancia cuando el señor Hohenstaufen vio el estado de su súbdito y le dijo, con la voz de una tormenta:

—Descanse un poco, soldado, y después entregue el mensaje.

—Su majestad, le envía este mensaje mi capitán Wieber —dijo con voz entrecortada el soldado, entregando el sobre al caballero que estaba a la derecha del Señor.

—Capitán Liebitz, encárguese de que le den una buena comida y reparo a… ¿Cómo es su nombre, súbdito?

—Raitzen —respondió humildemente el vasallo.

—Al soldado Raitzen —repuso el Señor, acariciándose la barba—. Y que pase una mañana a la compañía del capitán Czerner, que está escaso de hombres.

Capitán y soldado hicieron una reverencia y se retiraron de la torre. Una vez que se fueron, Hohenstaufen ordenó al capitán que quedaba con él que le leyera el mensaje.

«Capitán Wieber, 22 de junio del año 1346 desde el natalicio de nuestro Señor Jesucristo.

Su majestad, nuestra posición en el vado es insostenible. Los moros nos han atacado con fuerzas ampliamente más grandes y hemos tenido que ceder la orilla oriental. Cuando su majestad reciba este mensaje, solo estaremos en posición de defender el vado tres días más, con nuestras más fuertes esperanzas, si la suerte y la Divina Providencia nos acompañan. Os pido con suma urgencia más refuerzos y provisiones, o bien el permiso para comenzar la retirada y tomar una posición más ventajosa cerca del castillo. Espero la respuesta de su majestad, y hasta que ésta llegue tenga la seguridad de que defenderé todo lo que pueda la orilla occidental de estos enemigos de Dios».

Luego de escuchar toda la misiva, Hohenstaufen reposó la cabeza en su fuerte mano derecha, con los ojos inexpresivos. Parecía haberse transformado en estatua, cuando finalmente llamó a su caballero.

—Capitán Kahn.

—¿Mi señor?

—Vaya con mi escribano y díctele la siguiente respuesta para el capitán Wieber —Pensó unos segundos más y luego prosiguió, con un tono más forzado—. Capitán Wieber: la retirada ante los bárbaros no es una opción, así como tampoco la es dejar desprotegido el castillo y sus habitantes para reforzar su posición. Dentro de una semana, cuando arriben los hombres que nos prometió el castillo Friedrich, podré, si así lo considero correcto, enviarle los refuerzos. Mientras tanto, defienda su posición hasta que caiga el último hombre. Cualquier intento de retirada se tomará como una traición. Que Dios lo bendiga. —El Señor hizo un gesto para indicar el fin de la misiva.

—Su majestad, no quiero ser impertinente, pero si perdemos el vad…

—¿Se atreve a cuestionarme, capitán? —interrumpió Hohenstaufen.

—No, mi Señor.

—Entonces haga lo que ordené —terminó el gobernante, con una sonrisa que distaba mucho de ser amistosa.

Kahn hizo una reverencia y dio media vuelta, sin poder sacarse de la cabeza que fácilmente podría estar en el lugar de Wieber, si el ánimo de su Señor así lo indicaba.



El ruido constante de un caballo al trote se acercaba por la ruta de tierra, desde el oriente. Los dos centinelas que lo vigilaban lo escucharon, y cargaron las ballestas con los virotes livianos. El camino gris, que tenía su comienzo en Asia y llegaba hasta el castillo Hohenstaufen, tenía varios puestos de guardia a lo largo de éste, cada vez más abandonados por el poco tránsito que circulaba. Ambos vigías se apostaron en un lado del camino y esperaron que el caballo pasara de la curva arbolada que vigilaban. Lentamente, apareció un caballo tirando de una destartalada carreta, cargada de varios paquetes y un hombre.

—¡Detenerse! —ordenó uno de los centinelas, con una voz que intentaba ser autoritaria.

El conductor de la carreta balbuceó algo en latín, y caballo y carreta se detuvieron poco a poco. Una cara apática se asomó, mirando con curiosidad hastiada. El centinela le dio la orden al conductor de bajar del carro y fue obedecido de inmediato.

Con la ballesta todavía preparada, el centinela le preguntó quién era y qué hacía en el camino gris.

—Mi nombre es Luca Iferranti —respondió el dueño de la carreta, con un fuerte acento florentino— y soy comerciante. Estoy traficando especias desde el lejano oriente, paprika, sal… ¿Podéis contarme qué está aconteciendo? ¿Acaso el camino está vedado?

—Ésta es una zona de guerra —repuso uno de los centinelas—. No podemos permitirle el paso, ni tampoco volver por donde vino. Cuando lleguen nuestros relevos deberá venir con nosotros al castillo Hohenstaufen.

—Pero debo llevar mis mercancías a Florencia para dentro de tres semanas —dijo Iferranti, indignada y rápidamente—. Sería un grave retraso no tomar el siguiente cruce e ir hasta su castillo.

—No me interesa, florentino. Lleve la carreta a un costado del camino, los relevos llegarán en unas horas.

—Insisto en que esto es un atropello —desafió el mercader, sin hacer el menor ademán de mover la carreta—. ¿Qué autoridad tenéis vosotros para ordenarme esto?

—La autoridad delegada por el señor de estas tierras. Ahora, haga lo que se le ordenó.

Luca Iferranti azuzó al caballo a regañadientes.



Cuatro horas después, carreta, centinelas y comerciante iban en camino al castillo, ahora más lento por el peso que tenía que arrastrar el animal. Un par de veces se cruzaron con escuadrones de aproximadamente treinta o cuarenta hombres, según pudo apreciar el mercader. Torva la mirada, ansioso el corazón, pocos se detenían a saludar o a preguntar el porqué de la carreta viajera.

Metro a metro, el castillo se agrandaba, recortado contra el horizonte azulado. Alto, majestuoso, amenazador, aparecía coronado por el sol ya agonizante: el camino apuntaba casi exactamente hacia el oeste. El traficante iba sentado en la parte de atrás de la carreta, al lado de las mercaderías tapadas con arpillera, dándole la espalda con desdén al castillo que cada vez estaba más próximo.

Aminoraron la marcha al llegar a una atalaya, a pocos kilómetros ya de la fortaleza. Frenaron al posicionarse al lado del puesto de vigilancia y un soldado de opaca armadura se acercó, con la espada a medio desenvainar como establecía el protocolo militar del feudo.

—¿Santo y seña? —exclamó el último vigía.

—¡Das schwein im stall!

—Pasad —respondió el guarda, sin envainar la espada.

La carreta siguió su camino, con el caballo resoplando de cansancio. Iferranti subió a la tela que tapaba las cajas y apareció por detrás de los soldados que llevaban el carro.

—Hermosa tarde, ¿no?

—Sí, claro que sí. El ocaso visto desde la torre del castillo es la vista más bella del mundo, puedo asegurarlo —respondió uno de los guardias, nostálgico.

—Bueno, quizá después de todo no fue tan malo haberme desviado de mi camino, si puedo ver eso —repuso Luca, simpáticamente.

—No creo que lo dejen subir a la torre, pero quién sabe… —contestó el otro vigilante, que mientras apuraba al caballo.

—No tengo idea de cuál es mi situación, pero me ayudaríais mucho si me decís qué es lo que acontece en estas tierras.

—Creo que esa sería una tarea de nuestro señor, pero no es justo para usted, señor, estar a ciegas sobre lo que sucede a su alrededor. Hace más de un invierno que estamos en guerra con un pueblo turco que quiere conquistar, creemos, las tierras hasta Hamburgo. Según lo que sabemos nosotros, los soldados, el líder de este pueblo vino hace un tiempo hasta el castillo y le ofreció alianza a nuestro Señor, pero éste se rehusó y lo mató —El soldado hizo una pausa, miró al castillo como buscando fe y prosiguió—. Desde las cruzadas, nuestro pueblo odia hasta la muerte a los perros sarracenos, y haber recibido una oferta de alianza fue el peor insulto para nuestra Majestad.

—¿Y entonces qué sucedió? —preguntó el mercader, curioso.

—Nuestro Señor mató al resto de la comitiva él solo, exceptuando a un joven, que expulsó con un caballo y la orden de informar al resto de su pueblo de lo que había pasado. Todos sabíamos que esa decisión iba a traer malas consecuencias para nosotros, pero estamos listos para derramar hasta la última gota de sangre para defender nuestro orgullo y el de nuestro pueblo. No en vano somos descendientes de los germanos.

—Si mueren, el honor morirá junto con ustedes, aunque vuestra lucha me sigue pareciendo honorable, soldado —dijo Luca, con respeto exquisitamente fingido—. De momento, lo único que me preocupa es mi pellejo y la entrega de mi mercadería.

—Mercaderes… —masculló el conductor de la carreta, con la voz cargada de desprecio.

La noche poco a poco dominaba la plácida tierra europea, y el sol descendía a su ataúd de medio día. Iferranti masticaba un pedazo de golosina extraña que había sacado de un paquete verde, y le convidó uno a cada centinela. Los comieron con ganas, después de haber pasado bastante hambre en su puesto de vigilancia; al fin y al cabo, era tiempo de guerra y los cinturones se apretaban mucho más de lo normal. Ambos guerreros experimentaron un placer ambrosíaco: jamás habían probado algo más delicioso. El dulce se derretía entre sus dientes, mientras destilaba un jugo con sabor a fresa exquisito.

Pasaron diez o quince segundos en total silencio, mientras la carreta se deslizaba etéreamente por el camino empedrado. Los soldados seguían en un estado de placer onírico, pero ni bien tragaron la golosina sintieron en la boca un sabor casi imperceptible. Paladearon, chasquearon la lengua y fruncieron el rostro, pero el ligero regusto a podrido seguía estando. Los soldados miraron de manera poco amistosa al mercader, y éste, percatándose, se defendió.

—Ah, seguramente no están acostumbrados a comer bombones de oriente… las primeras veces que los probé sentí un gusto realmente desagradable, pero después es delicioso —Iferranti reflexionó un momento, y luego continuó con voz de predicador—. Estas golosinas son como las buenas obras: al principio se sienten muy bien, pero ni bien las terminamos comenzamos a arrepentirnos.

—Eso me parece más cercano al pecado—repuso el centinela más amable.

—No creo que sea así, soldado…

—Stein.

—Stein —afirmó el comerciante—. El pecado nos otorga placer, y el placer siempre es bueno, a pesar de lo que digan los hipócritas de sotana. El vicio no nos provoca real arrepentimiento, sino sería lo más sencillo sobre la faz de la tierra dejarlo. Piense un poco, Stein… ¿Usted ha cometido adulterio?

—Sí, tres veces—respondió el soldado, bajando la vista con vergüenza.

—Ése es el punto. No una, ni dos, sino TRES veces. Seguro la primera vez se sintió avergonzado, no obstante, lo hizo nuevamente. Si se preguntó alguna vez a sí mismo por qué, y es realmente honesto, descubrirá que es porque no se arrepintió realmente. Pretenden que vivamos arrepintiéndonos de lo que hacemos, decimos y hasta pensamos —La voz de Luca creció en tono, intensidad y gloria—. No entienden que el arrepentimiento es algo malo, que cada pequeña decisión que tomamos nos guía, paso a paso, hacia nuestro destino. Nos exigen que pidamos perdón a un ser que nos creó con miles de defectos, ¡por esos mismos defectos! ¿Acaso el alfarero debe exigir el arrepentimiento de la vasija que él mismo hizo defectuosa?

Stein se quedó callado, abrumado por las palabras del comerciante. Iferranti se disponía a seguir su letanía de lógica férrea, cuando el conductor de la carreta habló, sin dejar de mirar hacia el castillo.

—Eso que dijo, florentino, es palabrería hereje y sin sentido. El mérito del buen accionar es llevar a cabo esas buenas acciones cuando tenemos opción. Si uno realmente está arrepentido, deja el vicio y se libera de sus ataduras, sintiéndose mucho mejor de lo que nunca se sintió. Las malas acciones satisfacen el cuerpo pero no al alma, y esta última es la única que no decae ni muere.

—Interesante, soldado —respondió Iferranti, remarcando la última palabra—. Apostaría todo lo que tengo a que su padre era un esbirro del clero.

—Mi padre era cristiano devoto, si a eso se refiere. No sé qué quiere decir esbirro.

—Ah, muy bien —dijo Luca, frotándose las manos casi imperceptiblemente—. ¿Cuál es su nombre, señor?

—Hans.

—Bueno, Hans, y escuche usted también, Stein. ¿Su padre era muy cristiano?

—Sí —contestó Hans—. Demasiado.

—Ese demasiado no suena muy bien… ¿Su padre le demostraba el amor de Cristo?

—Sí —respondió Hans, con la duda reinando en su oración.

—No suena muy convencido.

—Sí —repitió Hans, más creíble esta vez.

—Vamos Hans, no se mienta a usted mismo. Cuéntenos, su padre era habitué de la taberna y mal esposo, ¿no?

—¿Cómo lo supo? —inquirió el conductor de la carreta, con agresividad mezclada con cierto temor.

—Me doy cuenta, sé más cosas de las que usted siquiera puede intuir que existen. Pero volvamos al tema… ¿Su padre lo golpeaba?

—Es normal, tenía que disciplinarme.

—Pero a veces se excedía, ¿no? —preguntó Luca, observando la nariz de su interlocutor, ligera, casi imperceptiblemente desviada.

—Más de una vez me hizo sangrar, pero hoy le agradezco, eso me endureció y me transformó en un hombre, dispuesto a sufrir.

—Pero apuesto a que, cuando era un mozalbete, le parecía totalmente mal que su padre lo azotara, ¿no es así? —inquirió el florentino, con una sonrisita ladeada.

—Por supuesto que sí, a ningún niño le gusta ser castigado.

—¿Ve lo que quiero decir? Repudia al pecado como cuando era niño repudiaba al castigo. El pecado, el mal, es lo que a la larga nos define, nos hace lo que somos. Si todo el género humano hiciese sólo buenas obras, el mundo sería gris, porque la perfección, tanto espiritual como física, solamente puede ser reservada a una sola existencia. Vuestras vidas fueron hechas a base de la espada y el arco, pensad qué hubiese acontecido si vuestra madre Eva no hubiese mordido esa fruta. Lo que tanto os apasiona no existiría ni jamás hubiese existido, y, quizá, vosotros tampoco.

—Está mezclando todo, mercader —respondió Hans después de unos segundos—. Ya estamos cerca de la puerta. No repita lo que nos dijo porque lo matarán, téngalo por seguro.

—Puede ser, pero más me importa si vosotros realmente pensáis que estoy en error.

—Sí, está equivocado —intercedió Stein antes de que su compañero hablara.

Hans asintió y no le dirigieron más la palabra, pero cuando entraron al castillo los dos centinelas estaban sumidos en silenciosa y oscura reflexión.



—¡Esto es un atropello! —exclamó Iferranti.

—Estamos en guerra, mercader —repuso calmadamente el jefe de escuadra encargado de la seguridad el castillo—. Sus mercaderías serán confiscadas y usted deberá quedarse retenido en el castillo hasta que el invasor sea repelido.

—¡Pero qué seguridad! —Punzante el sarcasmo cabalgó la oración—. ¿Y si el invasor no es repelido? ¿Tengo que quedarme aquí hasta que los turcos vengan a cortarnos las cabezas?

—Florentino, usted no tiene opinión sobre esto. Bien podría ser usted un espía de los perros sarracenos. Lo único que puede hacer que lo exima de quedarse aquí es usar una armadura e ir a batallar al frente.

—Bueno, tampoco es para tomárselo así… quizá podría hablar con vuestro Señor, tengo información importante para él.

—¿Está mintiendo, no?

—No, para nada… —repuso Luca, y miró disimuladamente hacia los costados, sacando una pequeña bolsita tintineante. El jefe de seguridad hizo lo mismo, y aceptó la bolsa solapadamente.

—Sígame, señor.

Soldado y comerciante atravesaron uno de los barrios interiores de la fortaleza, el más cercano a la puerta. Había escasa gente en la calle: se había declarado una especie de ley marcial para preservar la seguridad. Cada tanto se cruzaban con alguna pareja de guardias patrullando, pero aparte de eso la calle daba impresión de estar desierta.

Atravesaron la muralla interna, el patio y finalmente la puerta que conducía a la escalera de la torre Hohenstaufen, ante el ligero asombro de los soldados que se cruzaron.



—Ey, Friedrich, ¿sabes qué trajo ese florentino en la carreta? —dijo uno de los dos guardias que habían dejado encargados de que nadie tocara el carro del comerciante.

—No sé, creo que especias o algo así. ¿Por qué me preguntas esto?

—Me ha parecido escuchar un chillido, como de un roedor.

—Leibz, sabes que la fortaleza está infestada de animalejos… podrías tener uno en la espalda en este mismo momento —respondió Friedrich, riendo.

—No estoy muy seguro, juraría que vino desde adentro de esta tela.

—No debemos tocar nada ni dejar que nadie lo toque, fueron órdenes de nuestro jefe —terminó la conversación el guardia, tajantemente. Leibz siguió mirando alrededor, pero todavía inquieto por ese chillido: desde chico odiaba a los roedores.



Iferranti entró al gran salón, la cúspide de la torre Hohenstaufen, maravillándose instantáneamente de las grandes riquezas, demasiado contrastantes con la austeridad de las casas y cuarteles que estaban al nivel del suelo. Observó al Señor del castillo e hizo una reverencia exagerada, con una artificiosidad casi japonesa. El jefe de seguridad del castillo lo presentó con nombre, ocupación y el por qué se estaba presentando ante él: obviamente sin mencionar el pequeño asunto de la bolsa de monedas.

—Su majestad, es un gran honor estar aq… —comenzó el mercader, pero fue interrumpido por el jefe de seguridad, que le indicó que no le hablara al Señor si éste no hablaba primero.

—Está bien Danz, déjalo hablar. Dime, mercader, ¿qué es lo que te llevo a pedir audiencia con el Señor del pueblo que te retiene contra tu voluntad?

—Su majestad, antes que nada quiero deciros que es un gran honor estar ante vosotros, grandes y renombrados caballeros, y sobre todo ante usted, Rey mío. He pedido esta audiencia con Su Majestad porque tengo que seguir mi viaje lo antes posible pero entiendo su predicamento, y sé que sería una mala idea dejarme ir, porque bien podría yo ser un mercenario pagado por los perros sarracenos —El mercader carraspeó premeditadamente y prosiguió —. Por lo tanto, quiero facilitaros las cosas, y que salgan victoriosos de esta situación lo antes posible: vuestra victoria es mi victoria.

—¿Me parece a mí, mercader, o estás ofreciendo tu brazo para la batalla? —repuso el Señor del castillo, conteniendo la risa.

—No, Su Majestad, no sería bueno para nadie que yo entrase en batalla. Vengo a proporcionaros una solución mucho más… sutil, más solapada. —Iferranti movía exageradamente las manos cuando hablaba, dando fuerza a su discurso: el efecto que buscaba era el efecto que lograba, con dos frases había hechizado a su audiencia.

—Nuestra situación en la batalla no es precisamente la mejor, mercader. Esta guerra será ganada con hombres y espadas, no sé qué podría ofrecerme un simple mercader.

—Ah, Su Majestad… En la guerra hay recursos que no son simplemente los de la fuerza bruta. En la lejana China han inventado un polvo mágico que estalla, y si se introduce en unos tubos de metal con pequeñas pelotitas de plomo, es capaz de hacer un gran daño a los soldados. Yo, Señor Hohenstaufen, tengo algo más, mucho más poderoso para ofreceros y para que ganéis esta batalla.

—Voy a hacer de cuenta que toda esta cháchara tiene algún nimio sentido y que no está ofreciéndome algo imposible. Dígame qué tiene entre manos, comerciante. Le aclaro que si está haciéndome perder el tiempo va a sufrir bastante —replicó el Señor, amenazante.

—No Su Majestad, claro que no —repuso Luca, indefenso ante la mirada severa—. Pero… necesitaría que estos nobles caballeros nos dejaran solos.

—Claro que no lo haremos —interrumpió el capitán Kahn con desdén—. No dejaremos solo a nuestro Señor con un extraño, y encima florentino.

—Capitán Kahn, ¿está diciendo que no soy capaz de defenderme solo ante un ser enclenque como es este comerciante? —repuso Hohenstaufen, entre la risa y el enojo—. Salgan todos, por favor. Si el comerciante osa alzar su mano no vivirá, os lo aseguro, fieles caballeros.

—No sería tan imbécil como para atacar a Su Majestad, os lo aseguro. Además, no porto armas, no sería capaz de vencer a nadie en una lucha.

—Sí, veo… Vamos caballeros, iros a beber algo y volved en un tiempo. El mercader y yo hablaremos un rato.

Los caballeros reales hicieron una ligera reverencia y abandonaron el recinto, cerrando la puerta tras ellos. El Señor del castillo indicó una cómoda silla a su huésped, hecha de roble y con figuras de leones esculpidas.

—Bueno, Luca Iferranti, dime cuál es tu gran secreto militar que llevará a mi pueblo hacia la victoria.

—Señor, eso lo hablaremos después, si me lo permite. Quiero aclararle que lo que más deseo es su victoria, y que con lo que le voy a proveer, la tendrá indefectiblemente.

—Pero todo tiene un precio, y más para un comerciante, ¿no es así? —respondió el Rey, suspicaz.

—Sí, pero no va a ser un precio elevado en comparación con lo que le voy a dar.

—Hemos hablado mucho, pero todavía no me ha revelado la naturaleza de esta arma tan poderosa… —observó Hohenstaufen, mesándose la barba.

—Bueno, creo que puedo demostrárselo en este mismo instante —repuso Luca, metiendo su mano adentro de los ropajes—. Necesitaré que desenvaine su espada, Su Majestad.

El mercader extrajo, después de unos segundos, un colgante que sostenía una pequeña gema azul. Se la puso ceremoniosamente en el cuello y le pidió al Señor que lo atravesase con la espada.

—¿Estás loco, florentino? —le dijo Hohenstaufen a Luca, extrañado—. ¡No ensuciaré las alfombras!

—No las ensuciará, Su Majestad… Hágalo, córteme.

—¿Seguro? —preguntó el Señor del castillo, ya realmente preocupado por el estado mental de su interlocutor. Ante la respuesta afirmativa y un par de minutos de insistir en que era una locura, recibiendo negativas seguras de Luca, empuñó la espada y dio una salvaje estocada hacia delante.

La espada había atravesado limpiamente al mercader, pero este seguía parado normalmente, con una férrea sonrisa. Con sudor frío, el Señor del castillo retiró lentamente la letal arma. La gema del colgante brillaba un poco más ahora, con luz blanquiazul. El mercader no tenía ni una sola herida en el abdomen.

—¿Qué… qué es esto? —preguntó Hohenstaufen, tartamudeando por vez primera en su vida.

—Lo que le dará la victoria y las cabezas de sus enemigos —respondió Luca Iferranti, con la misma sonrisa ladeada de siempre.

—¿Cuál es el precio de esto? ¿Qué quieres de mí?

—Esto tendrá un valor simbólico, nada más. Lo que realmente quiero es que vaya y derrote por completo a esos herejes. Deme una bolsa de monedas y dos mujeres para pasar la noche y le daré 50 de estos collares, para que reparta entre sus mejores guerreros. Mientras los usen, serán invulnerables, aunque eventualmente se romperán, y no los protegerán contra enfermedades, frío o hambre. Solo heridas causadas por armas.

—Tome esto —dijo el Señor mientras corría a revolver un cofre—. Es una de las reliquias más valiosas de esta fortaleza —Hohenstaufen le entregó un brazalete con gemas verdes y rojas engarzadas finamente—; las dos mujeres estarán en la habitación que le prepararán. Necesito ya mismo esos colgantes, mañana mismo partiremos a erradicar a estos sarracenos.

—Están en mi carreta, se los daré inmediatamente, Su Majestad. También necesitaré su protección y la garantía de que nadie se acercará a mis pertenencias.

—Por supuesto, mercader —respondió el Señor del castillo mientras se sacaba uno de los anillos que llevaba en su mano—. Entréguele esto al jefe de seguridad y pídale todo lo que me ha pedido, estará a su disposición. Ahora, vaya a buscar esos artefactos y tráigalos. Ya mismo.

—En seguida, Su Majestad.

Luca Iferranti se dirigió a las escaleras, con la satisfacción que siente la araña al percibir un ligero zumbido en su tela.



El consejo de guerra del castillo se reunió en el salón principal. Doce caballeros, seis a cada lado de la mesa, presididos por su Señor, majestuoso y autoritario. Hohenstaufen miró a sus vasallos, ataviados de metal y tabardo púrpura, y habló con voz retumbante.

—Os he reunido aquí, mis caballeros, para hablaros de un tema de vital importancia para el transcurso de esta guerra que libramos desde hace ya un invierno.

—Mi Señor, ¿tiene que ver con la llegada de ese florentino? —preguntó uno de los caballeros, inquieto.

—Así es, capitán. El mercader tiene unos artefactos que son capaces de volver invulnerable a quien lo porte, según parece. Me he dejado llevar por el entusiasmo, pero ahora debemos decidir si es sensato creerle a un simple traficante. Podría estar engañándonos.

—Su Majestad, creo que el peligro no reside en si es un engaño o ilusión, sino en que sea verdadero y sea un artilugio del Diablo —respondió el sacerdote del pueblo, también guerrero. Desde las cruzadas, era requisito indispensable de la autoridad máxima eclesiástica que también supiera usar la espada—. Ahora más que nunca debemos proteger nuestras almas y encomendarnos a Dios para poder pelear con los infieles turcos. Todos sabemos que los florentinos no son amantes de Dios y que tienen costumbres depravadas y sodomitas.

—Sacerdote Spiegel —protestó Hohenstaufen—, Dios me ha encomendado este pueblo, del cual soy soberano por derecho divino, para protegerlo y no permitir que caiga en desgracia. Si este florentino ha venido aquí justamente en este momento de gran penuria es porque es voluntad de Dios que así haya sucedido. Lo que debemos preguntarnos es si esto nos da una ventaja en batalla y si debemos salir a guerrear en campo abierto. Actualmente tenemos cinco decenas de estos colgantes, y eso nos dará una ventaja táctica increíble… podremos liberar a nuestro pueblo de la opresión salvaje.

—Pero, Su Majestad, ¿Solamente 50? —expresó su duda otro de los caballeros.

—Sé que es un número exiguo, pero si hacemos valer las mejores 50 espadas, y con una estrategia buena, podremos vencer.

—Su Majestad, hasta ahora nadie ha puesto en duda el aparente poder mágico de estos amuletos… Yo nunca he visto ni escuchado nada similar, en ninguna crónica que tengamos en la biblioteca ni en ninguna habladuría de ancianos. Dando por hecho de que esto es real… ¿cómo sabemos que serán eficaces en combate?

—No lo sabemos, capitán —respondió honestamente el Señor del castillo, levantándose lentamente de su asiento de privilegio—. Si no actuamos en este mismo momento, los sarracenos nos destrozarán por completo. Nos matarán y se llevarán a nuestras mujeres, a nuestras hijas e hijos a un destino oscuro en su tierra pagana. Funcione esta magia o no, nuestro deber es dar hasta la última gota de sangre para que estos enemigos de Dios no lleguen hasta el castillo. Necesito que alisten a todas nuestras tropas, partiremos al amanecer. Separen a los cincuenta mejores hombres, también. Gloria al Señor.

—¡Gloria al Señor y larga vida al Rey! —respondieron todos los hombres de la mesa, al unísono. Sin embargo, algunas caras no se mostraban muy seguras respecto a la capacidad de su Señor.



Luca Iferranti salió de la pequeña casa que le habían preparado con una sonrisa en el cuerpo y la camisa desprendida. Desde el umbral vio los preparativos que agitaban a la fortaleza: los soldados pasaban continuamente cargando armas y provisiones. Dio unos pasos alejándose de la casa, con una sonrisa de satisfacción, aún mayor que la que tenía ni bien salió de su improvisado parador. Desde la puerta se deslizaron dos figuras femeninas: el mercader se dio vuelta y las saludó, sin embargo ninguna devolvió el saludo y huyeron asustadas, al borde del llanto.

Luca Iferranti cruzó las manos en la espalda y esgrimió su mayor sonrisa, ante el magnífico y aceitado funcionamiento de la maquinaria bélica.



El febo se asomó por oriente, como señalando el camino al Señor Hohenstaufen y a su recio ejército plateado. El rey y sus cuarenta y nueve caballeros se pusieron los collares, la gran mayoría sin confiar en su efectividad pero usándolos por compromiso, a pesar de que habían sido probados la noche anterior y se había asegurado la realidad de su eficacia, aunque no pudieron arrancarle ninguna explicación al comerciante.

La desesperación estaba marcada en el rostro de los soldados de a pie: la mayoría sentía la guadaña de la muerte rozándoles el rostro. Algunos, con poquísimas primaveras en sus espaldas, apenas podían llevar el peso de la armadura, las armas y las provisiones. Sin embargo, ver a los soldados a caballo era una visión gloriosa, resplandeciente como el amanecer que tenían de frente.

Dio la orden y marcharon, hacia la victoria sufrida o hacia la derrota gloriosa.



El sol estaba en su cenit y los caballos necesitaban descansar; de paso, también podrían parar los soldados a pie. El improvisado campamento se llenó de ruido y olor a comida, que los soldados devoraron con ganas: quizá fuese la última antes de comer en la mesa del paraíso. El rey y sus caballeros comieron lentamente, reflexivos pero seguros: ya todos confiaban en mayor medida en el poder de los colgantes que poseían, como método para sentirse más calmados. En la espalda del Señor Hohenstaufen descansaba la legendaria espada, el Azote Teutón, hambrienta de sangre sarracena.

Kilómetros y kilómetros atrás, Luca Iferranti bajaba pesadamente un barril de su carreta, y lo llevaba rodando hasta uno de los pozos más cercanos. Miró hacia ambos lados y abrió la tapa, escrutando una pequeña sonrisa de felicidad.



Chocaron, y el sonido se fundió en un mar de metal y sangre por doquier. Las lanzas de la primera carga atravesaron a la línea defensiva sarracena, aterrorizando a los que estaban inmediatamente atrás. El Rey desmontó con una paz enorme y fue atravesado simultáneamente por dos picas sarracenas. Sonrió, y desenvainó la gran espada. Los más cercanos gritaron el nombre de la espada Hohenstaufen —todavía recordado por la leyenda que aterrorizaba a los más ancianos— cuando dos cabezas volaron por el aire, limpiamente cercenadas: el día recién comenzaba.

Caía el sol y la batalla continuaba, en un campo repleto de cadáveres. En el fragor del combate el Señor Hohenstaufen había encontrado al General de los sarracenos. Si los acontecimientos posteriores no hubiesen sido tan trágicos y devastadores, todavía circularía alguna versión de la canción de la batalla del vado: la lucha entre el Rey y Aurel, el General sarraceno fue la mayor vista en toda la región. Al ver a su mayor enemigo, el Señor Hohenstaufen se arrancó el colgante con la mano izquierda y cargó con la espada hacia delante, apartándose todos los cobardes moros que estaban en el paso. El general lo vio a tiempo y paró el golpe con su escudo, que se quebró al contacto con El Azote. Aurel esgrimió sus dos cimitarras y dio un golpe mortal a la altura del cuello: Hohenstaufen lo esquivó y tajeó el abdomen de su enemigo con la punta de la espada.

El tiempo se había detenido en el campo de batalla, mientras se desarrollaba la titánica lucha. El cansancio ya estaba haciendo mella en los dos guerreros y la batalla iba a determinarse por la resistencia. En un mal golpe Aurel cayó de rodillas, y Hohenstaufen decidió terminar con un solo corte; tomando la espada con las dos manos, la levantó sobre su cabeza. El General moro levantó las dos cimitarras y las cruzó, en un débil intento de frenar el golpe. El Azote Teutón cayó, destruyendo ambas espadas en una orgía de chispas y acero, siguiendo de largo y partiendo en dos la cabeza del moro. Cuando su líder cayó, los sarracenos arrojaron las armas y emprendieron rápida retirada.

Victoria, después de la sangre.



Después de más de una semana entre batalla y viaje, menos de la décima parte de los que fueron al frente de batalla comenzaron la vuelta al castillo indemnes. Algunos capitanes le preguntaron a su Señor el porqué de haberse sacado la gema al pelear contra Aurel, y solo los miró con una mueca de desprecio, entendiendo ellos que una verdadera pelea debe darse en condiciones iguales: una vez que el pueblo está seguro, el honor es lo siguiente a defender.

En estado lastimoso volvían los bravos, por el camino gris. Desde las atalayas sólo el silencio los recibía; la mayoría de los guardias habían sido llamados a las armas la noche anterior. Alegría colmó los corazones cuando, a lo lejos, vieron recortarse la gran fortaleza; algunos aceleraron el paso, motivados por tan confortante visión. Llegaron todos juntos, finalmente, con el Rey a la cabeza.

Puertas abiertas, nadie en las murallas, mal presentimiento en el corazón del líder. Entraron cautelosamente al castillo silente, y desde la puerta sintieron el ligero aroma a podredumbre y muerte. Se internaron en el patio interno, y se les estrujaron las almas al ver cadáveres por doquier. En medio de las calles, en los umbrales, por donde se viese había un muerto, coronado por enjambres de moscas, como flores fúnebres. Los soldados, desesperados, corrieron a sus casas solamente para encontrarse con la muerte habitando los cascarones blandos de los que solían ser sus seres amados.

El Señor del castillo contempló la caída de su reino sin emitir palabra, pero destrozado por dentro. Caminó lentamente hasta la torre, mientras el resto de sus vasallos corrían de aquí para allá, tratando de entender.

El Rey llegó hasta su bastión principal y encontró una pequeña nota, clavada a su trono con una daga. Arrancó el pergamino y lo leyó, arrugándolo después de terminarlo. Ni todo el infierno contiene tanta ira como la que habitó en el corazón del Rey, desde ese momento hasta el día de su muerte. Bajó la torre con El Azote Teutón desenvainada, mientras le susurraba, «Éste es el último servicio que necesito de ti. Gracias por tu fidelidad, arma mía».

Los pocos soldados que quedaban lo esperaban abajo, en el pie de la torre. Uno raso, anónimo y mojado, le indicó que habían ido al pozo a buscar un poco de agua y habían encontrado ratas muertas. Prestando atención a eso, buscaron por el resto del castillo y era sobrecogedora la cantidad de roedores exánimes que había en todo el lugar.

Todo terminó de encajar en la mente del Rey. Contuvo el llanto, y comenzó su último discurso.

«Mis vasallos, hemos sido derrotados, total y completamente. Todo está perdido para nosotros, pero vamos a vengar a nuestro pueblo. El responsable de toda esta mortandad, de esta peste, es un mercader italiano que llegó antes de que nosotros partiésemos a nuestra batalla. Luca Iferranti está viajando a toda velocidad a Mesina, y allí iremos nosotros también. Partiremos en una hora, y deseará estar muerto cuando lo encontremos. He fallado, y moriré por eso: imploro vuestro perdón, y os libero de vuestro vasallaje».

Grande fue el llanto esa noche, dejando paso a la más primitiva ira en los corazones de los hombres vivos. Partieron a pie, sin descansar ni pensar. El Señor del castillo miró hacia atrás, a la fortaleza que había perdido y que jamás volvería a contemplar, mientras los soldados seguían con la vista al frente, quizá para no demostrar flaqueza. El Rey se volteó y siguió a sus hombres.

Sentado en las ramas de un olmo cercano, Luca Iferranti sonreía mientras los veía alejarse juntos en dirección a la península, cargando la Peste Negra sobre sus hombros.

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