Soñé con estar muerto.
La radio hablaba y hablaba, sin parar. Decía que los caídos eran fallecidos de los últimos treinta años. Se había investigado, reconocido y localizado a personas concretas. Habían ido a sus tumbas, a exhumar sus cadáveres… y allí no había nada. También decían que el ochenta por ciento de los investigados habían encontrado su muerte “oficial” de forma violenta: asesinados, en combate, violaciones, peleas, atracos… mientras que el resto habían fallecido por enfermedades o muerte natural. Todo eso decía la radio, y muchas otras cosas más.
Pero yo ya no me creía nada. Ni una sola palabra. De algún modo, ellos estaban detrás de todo esto.
O tal vez no, y Esther había tenido siempre razón. Tal vez debí hacerla caso desde el principio: tener un hijo, rezar a Dios, alejarnos de la ciudad…
Ahora ya nada de eso era posible.
Mi querida Esther, quebrada, hundida por completo. Ya no se levantaba de la cama. No podía, no quería… cómo saberlo. Lo había intentado todo. Todo, por insuflarle vida, una minúscula luz de porvenir… todo en vano. Sólo decía que la despertara cuando el mal hubiera pasado. No podía soportar verla así… ni saber cuántas fuerzas me restaban, ni cuánto tiempo resistiría en pie, antes de perder la cabeza sin remedio.
Siempre fui una persona capaz de ponerse en lo peor, de calcular los más nefastos escenarios que el futuro pudiera traer consigo. Durante los primeros días pensé en esta posibilidad… que se ha cumplido. Y preparé también una solución: me informé a conciencia, compré los medicamentos, las jeringuillas, apunté las mezclas, las dosis… deseando, rezando al Dios de Esther por no tener que emplearla jamás, pero guardándola en un lugar seguro. Temblaba de sólo pensar que ese momento pudiera alcanzarnos… ese momento que ya casi estaba aquí.
Dentro del piso, la atmósfera era un puro miasma, pero abrir una ventana era aún mucho peor. Esther ya no comía nada, y lo poco que conseguía meterle en la boca, a la fuerza, lo echaba al poco rato. Intentaba hidratarla, pero la mayor parte del líquido se le derramaba por las comisuras de los labios. Su rendición era absoluta. Quería morir. Y yo, furioso, gritaba, rompía cosas de su alrededor, buscando una mínima reacción que nunca llegó. La cogí en brazos, agarrada a mis hombros, medio arrastrando por el pasillo… nada, nada de nada funcionaba. Y al final volvía a depositarla en nuestra cama, y la arropaba, besándola mientras lloraba apoyado en su mejilla, roto de dolor y desesperación, sin saber qué más hacer… Ella me dirigía a veces una mirada perdida, pero sé que no me veía ya. Imaginé cuáles debieron ser sus pensamientos justo antes de caer en este pozo. Imaginé su frustración ante la indiferencia, el desprecio que Dios hacía de sus oraciones, sus sentimientos, su fe… Imaginé cómo éste desaparecía de su mundo interior, persuadida de que siempre había estado equivocada, engañada, quedando en su lugar la devastación del vacío, de la existencia materialista, absurda, sin sentido… o tal vez fuese justo lo contrario: su fe era tan fuerte que su cerrazón significaba la entrega absoluta a Dios, el deseo imparable de unirse a Él. Jamás podría saberlo porque Esther ya no estaba conmigo. Mi única información era su gemido quedo, constante, como el de un gatito abandonado en mitad de la noche; y sólo sé que sufría, sufría, sufría sin pausa… y yo ya no podía soportarlo más. El momento había llegado. Habíamos chocado contra el límite incompatible con la vida, y la lluvia seguía cayendo.
Me levanté de su lado y me dirigí a preparar las dosis, las de ambos, que detendrían nuestros corazones, nuestro sufrimiento, para siempre. Y mientras mezclaba aquellas sustancias en la cocina, recé con todas mis fuerzas a Dios, como jamás lo había hecho antes, al Amor, para que no me permitiese fallar esta vez, para que dirigiese mi mano con firmeza.
Para que nos liberase a los dos del Infierno en la Tierra.
Ya no sufre.
Ella ya no sufre.
El martillo golpeaba sobre la cabeza del clavo.
Esther ya descansa en paz, libre del dolor.
Libre de toda esta mierda, para siempre.
Con el dorso de la mano me secaba las lágrimas. Y seguía golpeando.
Es lo que ella hubiera querido. Para ti también.
Ahora está con su Dios.
Otro clavo más. La segunda balda quedó clavada al marco de la puerta de nuestro dormitorio.
Que ya nunca más lo sería.
Que ahora era el mausoleo para el cuerpo de Esther.
Seguí clavando la tercera balda arrancada al armario de los libros inútiles.
Hasta la dosis, estarás solo.
Rodeado de cadáveres putrefactos, que no dejan de caer.
Tan solo como jamás lo estuviste antes en tu vida.
Descargué con fuerza, rabioso; que la intensidad de los golpes igualase a la de los que llegaban de fuera.
Pronto estaremos juntos de nuevo, Esther.
Como siempre, para siempre.
Las cuatro baldas quedaron firmemente sujetas, bloqueando la puerta. Ya no podría abrirla por más que quisiera, por más que la tentación me volviese loco por completo. Y ahora mi templo estaba terminado. Todas las noches, hasta que me alcanzase el final, hasta mi última reserva de energía, vendría aquí, a arrodillarme frente a las baldas para rezar al Dios de Esther. A suplicar con todo mi ser para que su voluntad protegiera su alma del infierno que nos engullía.
Para que su cuerpo no formara parte de la lluvia de castigo.
No recuerdo qué ocurrió desde que cubrí su cuerpo con las mantas. No recuerdo nada en absoluto. Pero supongo que perdí la cabeza, psicótico, porque al despertar estaba sobre lo que quedaba de la habitación contigua –la que hubiese correspondido a los hijos que nunca tuvimos–, completamente arrasada. Me despertaron los golpes de fuera, cada vez más cercanos, nítidos, esos crujidos de fracturas espeluznantes… y el olor.
Ya no podía comer nada sin vomitar. Imposible. Mi estómago se había cerrado. A duras penas podía beber y respirar el aire infecto, e intentaba moverme lo menos posible para no agotarme aún más. Estaba entrando en agonía, lo notaba en la propia sangre, cómo el fin corría hacia mí, un animal salvaje e impío. Me quedaba observando las crecientes montañas de cadáveres y me dio por pensar que el cuerpo de Esther podía ser uno de ellos, que tal vez lo viese caer delante de mí y reconociese su rostro, descolgado, sin vida, como había creído reconocer el de otros sin poder confirmar mi acierto o error.
Oh Dios mío, en eso no había pensado antes de preparar las dosis.
Podía entrar en la habitación y comprobar en un segundo si su cuerpo seguía allí, con las manos sobre el pecho, cubierto hasta la cara. Pero… ¿Y si había desaparecido? ¿Y si encontraba la silueta de sus formas entre las mantas huecas y arrugadas? Sería confirmar un inmenso dolor, que ya no podría soportar…
En la mesa del salón, la jeringuilla vacía de Esther descansaba junto a la mía, llena del líquido incoloro hasta arriba. Estaba apurando mis últimas horas de vida, lo sabía con rotundidad, resistiéndome con vano sufrimiento al abrazo de la muerte, como queriendo ser el orgulloso último testigo del Apocalipsis contra la humanidad. La radio seguía hablando y hablando sin parar; cambiaban los locutores, voces humanas insólitas, pero no la aberración, la locura inherente en sus mensajes. Era tan increíble, dislocador e inhumano lo que decían, que mi mente no lo podía asimilar de ninguna manera, como si se tratase de un idioma extranjero. No podía creer que seres humanos estuvieran diciendo todo aquello sin desmayarse o vomitar. Así que la rabia me dio las fuerzas que me faltaban para agarrar la pequeña radio y dirigirme con ella hacia la puerta del balcón. A través del cristal vi la llanura sinuosa de cuerpos, que pronto alcanzaría nuestra altura; los negros hilachos de moscas que los sobrevolaban sin poder parar, como un humo furioso y vivo. Respiré profundamente dos veces antes de contener la respiración y abrir de golpe la puerta. A pesar de ello noté el hedor insufrible, intentando penetrar en mis fosas nasales al tiempo que en mis oídos estallaba el colosal zumbido de las moscas, como una gigantesca radial orgánica, y el chocar húmedo de los cráneos, las quebraduras, los impactos secos… Lancé con todas mis fuerzas el aparato de radio, que fue engullido por la lluvia en un instante. Rápidamente, me apresuré a cerrar la puerta, pero por el rabillo del ojo algo en el balcón me llamó la atención. Miré y vi el cuerpo de un chico, de unos siete años, como sentado en una postura rota, apoyada la cabeza contra uno de los muretes del balcón, manchado de rojo. No sé por qué, las cuencas aparecían como horadadas en la carne. Sé que no podía verme, pero me miraba, eso lo sabía, como en una iluminación de certeza. Del cráneo abierto colgaba masa encefálica como un parche carnoso de pirata, al que se le hubiera cortado la goma. Me sonreía. El niño, con sus labios muertos, destensados, me sonreía…
Ella ya no sufre.
El martillo golpeaba sobre la cabeza del clavo.
Esther ya descansa en paz, libre del dolor.
Libre de toda esta mierda, para siempre.
Con el dorso de la mano me secaba las lágrimas. Y seguía golpeando.
Es lo que ella hubiera querido. Para ti también.
Ahora está con su Dios.
Otro clavo más. La segunda balda quedó clavada al marco de la puerta de nuestro dormitorio.
Que ya nunca más lo sería.
Que ahora era el mausoleo para el cuerpo de Esther.
Seguí clavando la tercera balda arrancada al armario de los libros inútiles.
Hasta la dosis, estarás solo.
Rodeado de cadáveres putrefactos, que no dejan de caer.
Tan solo como jamás lo estuviste antes en tu vida.
Descargué con fuerza, rabioso; que la intensidad de los golpes igualase a la de los que llegaban de fuera.
Pronto estaremos juntos de nuevo, Esther.
Como siempre, para siempre.
Las cuatro baldas quedaron firmemente sujetas, bloqueando la puerta. Ya no podría abrirla por más que quisiera, por más que la tentación me volviese loco por completo. Y ahora mi templo estaba terminado. Todas las noches, hasta que me alcanzase el final, hasta mi última reserva de energía, vendría aquí, a arrodillarme frente a las baldas para rezar al Dios de Esther. A suplicar con todo mi ser para que su voluntad protegiera su alma del infierno que nos engullía.
Para que su cuerpo no formara parte de la lluvia de castigo.
No recuerdo qué ocurrió desde que cubrí su cuerpo con las mantas. No recuerdo nada en absoluto. Pero supongo que perdí la cabeza, psicótico, porque al despertar estaba sobre lo que quedaba de la habitación contigua –la que hubiese correspondido a los hijos que nunca tuvimos–, completamente arrasada. Me despertaron los golpes de fuera, cada vez más cercanos, nítidos, esos crujidos de fracturas espeluznantes… y el olor.
Ya no podía comer nada sin vomitar. Imposible. Mi estómago se había cerrado. A duras penas podía beber y respirar el aire infecto, e intentaba moverme lo menos posible para no agotarme aún más. Estaba entrando en agonía, lo notaba en la propia sangre, cómo el fin corría hacia mí, un animal salvaje e impío. Me quedaba observando las crecientes montañas de cadáveres y me dio por pensar que el cuerpo de Esther podía ser uno de ellos, que tal vez lo viese caer delante de mí y reconociese su rostro, descolgado, sin vida, como había creído reconocer el de otros sin poder confirmar mi acierto o error.
Oh Dios mío, en eso no había pensado antes de preparar las dosis.
Podía entrar en la habitación y comprobar en un segundo si su cuerpo seguía allí, con las manos sobre el pecho, cubierto hasta la cara. Pero… ¿Y si había desaparecido? ¿Y si encontraba la silueta de sus formas entre las mantas huecas y arrugadas? Sería confirmar un inmenso dolor, que ya no podría soportar…
En la mesa del salón, la jeringuilla vacía de Esther descansaba junto a la mía, llena del líquido incoloro hasta arriba. Estaba apurando mis últimas horas de vida, lo sabía con rotundidad, resistiéndome con vano sufrimiento al abrazo de la muerte, como queriendo ser el orgulloso último testigo del Apocalipsis contra la humanidad. La radio seguía hablando y hablando sin parar; cambiaban los locutores, voces humanas insólitas, pero no la aberración, la locura inherente en sus mensajes. Era tan increíble, dislocador e inhumano lo que decían, que mi mente no lo podía asimilar de ninguna manera, como si se tratase de un idioma extranjero. No podía creer que seres humanos estuvieran diciendo todo aquello sin desmayarse o vomitar. Así que la rabia me dio las fuerzas que me faltaban para agarrar la pequeña radio y dirigirme con ella hacia la puerta del balcón. A través del cristal vi la llanura sinuosa de cuerpos, que pronto alcanzaría nuestra altura; los negros hilachos de moscas que los sobrevolaban sin poder parar, como un humo furioso y vivo. Respiré profundamente dos veces antes de contener la respiración y abrir de golpe la puerta. A pesar de ello noté el hedor insufrible, intentando penetrar en mis fosas nasales al tiempo que en mis oídos estallaba el colosal zumbido de las moscas, como una gigantesca radial orgánica, y el chocar húmedo de los cráneos, las quebraduras, los impactos secos… Lancé con todas mis fuerzas el aparato de radio, que fue engullido por la lluvia en un instante. Rápidamente, me apresuré a cerrar la puerta, pero por el rabillo del ojo algo en el balcón me llamó la atención. Miré y vi el cuerpo de un chico, de unos siete años, como sentado en una postura rota, apoyada la cabeza contra uno de los muretes del balcón, manchado de rojo. No sé por qué, las cuencas aparecían como horadadas en la carne. Sé que no podía verme, pero me miraba, eso lo sabía, como en una iluminación de certeza. Del cráneo abierto colgaba masa encefálica como un parche carnoso de pirata, al que se le hubiera cortado la goma. Me sonreía. El niño, con sus labios muertos, destensados, me sonreía…
Aquellos cuerpos maltratados, a los que se había negado el descanso de la tumba; aquellas caras lívidas, torturadas tras la muerte, empezaban a amontonarse tras la ventana del salón. Yo me sentía ya como ellos, desfallecido, con el organismo a punto de colapsar. Sabía que, en cuanto me tumbase, no podría volver a levantarme jamás. Pero estaba contento. Contento, sí. Porque de entre mis delirios y alucinaciones conseguí arrancar una solución para Esther y para mí. La forma de que nuestros cuerpos no fueran dos gotas más en la lluvia de castigo. Recé para que mis últimas fuerzas resultasen suficientes para culminar mi labor.
Tomé una pila, un pequeño montón de los cientos de libros desperdigados por el suelo, acumulados durante décadas por todas las estanterías de la casa, y me dirigí hacia la puerta de nuestra habitación, donde el fuego debía arder más voraz.
Ojalá todavía sigas ahí, Esther.
Perdóname por ser incapaz de comprobarlo.
Perdóname por haber tardado tanto en encontrar una solución.
Espero que aún no sea demasiado tarde.
Empecé a arrancar las páginas a puñados y a meterlas bajo la puerta, acumulándolas contra ella cuando ya no pude meter más. Cuando terminé con los libros fui a por más. Y más, y más… miles de páginas leídas, compartidas y comentadas con Esther, ahora nos brindaban un último servicio, un acto de amor, como el abrazo de un viejo amigo antes de despedirse para siempre. Y cuando amontoné un buen cúmulo de ellas frente a la puerta, que estimé suficiente, comencé a retroceder por el pasillo, agotado, dejándolo alfombrado de páginas y más páginas, portadas y recuerdos, el poso de miles de horas arropado por las palabras de hombres muertos y olvidados. Y así seguí, cada vez más despacio, pero seguí, durante horas, esparciendo el alma de los árboles vestida con las ideas de los hombres, por toda la casa. Y mientras lo hacía tenía que enjugarme las lágrimas, que en otro tiempo hubieran sido de dolor, pero que ahora eran de puro agradecimiento. Después fui a por el bote de alcohol del cuarto de baño. Estaba por la mitad, pero serviría. Comencé a mojar el montón de hojas frente a la puerta de Esther. Se terminó pronto, así que me dirigí a la cocina a por una de las garrafas de aceite que nos quedaban, y proseguí empapándolo todo, en zig–zag por los pasillos y habitaciones. El piso debía convertirse en un inmenso horno y, tal como lo había dejado, no dudé en que así sería. Al final, reservé algo de aceite para embadurnarme la ropa con ella. Calculé que me daría tiempo, que cuando el fuego alcanzase el salón, la dosis ya me habría matado. Eso esperaba.
Y me dirigí hacia allá, pisando el lecho de hojas ungidas con el aceite, siendo consciente de que era la última vez que caminaba por mi casa, mi hogar durante tantos años. Ahora, mi momento había llegado. Siempre imaginé que no podría dar ese paso en el instante de la verdad, que la emoción se impondría a la sangre fría, que mi mano flaquearía al ir a empujar el émbolo, rindiéndose. Pero no fue así cuando inyecté a Esther; nada de eso ocurrió. Porque lo que no podía imaginar entonces es que la vida pudiera quedar reducida a un sufrimiento tan atroz, tanto como para convertir a la muerte en la solución más deseable, la única salida posible. Sonreí al pensar que, en unos minutos, terminaría todo… Me agaché a coger una página aceitosa y saqué mi mechero del bolsillo. Hice una bola con ella y le prendí fuego, lanzándola lejos de mí. La llamarada brotó como un surtidor del suelo, y se expandió en una sábana de gas anaranjado. Entré en el salón y cerré la puerta. Daría tiempo a la dosis.
Al girarme, me sobresalté ante la visión, la mano se me aferró al pecho, como si el corazón hubiese querido devorarse a sí mismo. Porque la masa de cuerpos que se comprimía fuera contra los cristales se movía. Los ojos muertos miraban, las manos, las caras se arrastraban por la superficie transparente con sus muecas grotescas. ¿Se estaban riendo algunas, sufriendo bajo el peso otras? Vi abdómenes, piernas, brazos retorciéndose, cambiando de posición dentro de la aplastada ola de carroña. Habían cobrado vida, o algo colosal estaba buceando por el mar de carne, generando estas ondas que transmitían la apariencia de vida a los muertos. ¿Era esa cara que acaba de desaparecer la de Esther?
El olor a humo me sacó del trance.
Concentré mi pensamiento en los pequeños pasos a seguir, tal y como los había memorizado y ensayado mentalmente docenas de veces. Tal como los practiqué con Esther. Me senté en el sofá y me arremangué el brazo izquierdo. Intenté no escuchar el rumor amortiguado que llegaba de fuera; era el de siempre, pero traía algo más. Palabras sueltas, frases cortas… estaban hablando. Estaban tratando de decirme algo. Pero no los miré. No me importaba lo que fuera. Pasos, los pasos. Cogí la jeringuilla, estaba vacía. Me había equivocado, cogiendo la de Esther. Entendí. Una de las palabras, ¿había sido una palabra? ¿o interpreté un ruido? Da igual, fuera de mi mente. Los pasos, los pasos. Con mano temblorosa agarré mi jeringuilla, le quité el capuchón. ¿Alguien ha gritado en el pasillo? Compruebo el líquido cristalino. Dejo la jeringuilla sobre la mesa y me busco la vena con los dedos. Otra palabra. ¿Esa sí lo era, verdad? Ahora no puedo fallar. Recojo la jeringuilla y acerco la aguja a la vena. La punta tiembla. Respiro hondo. Huele a humo, a putrefacción. Clavo la aguja. Aprieto el émbolo con el pulgar. Siento el fino, agudísimo dolor del líquido entrando. Ya está Esther, cariño, ya está. Escucho un extraño sonido. Aprieto fuerte los párpados. El émbolo sigue bajando, hasta el final. Cesa el dolor agudo y retiro la aguja. Espérame Esther, ya llego contigo. El brazo me arde por dentro. Me reclino en el sofá, replegando mi brazo izquierdo contra el pecho. Quiero mantener los ojos cerrados, pero algo me obliga a abrirlos. Veo las caras y en ellas las desdentadas bocas como pozos. Hablan. Todo se nubla, lentamente. Escucho ruido como de agua dentro de los oídos, pero a través del ruido, entrando como una lanza llega esa larga frase que sale de sus bocas. Y comprendo sin quererlo comprender. No puede ser que hayan dicho eso… Qué débil me siento. ¿Por qué no puedo moverme? Esto es morir, entonces… no es agradable, no es como… dormir, no. Ardo por dentro. Me hundo en mí mismo. El mundo se aleja, se disuelve en negro; pero sus voces se acercan, como en una lenta avalancha, más y más próximas sus palabras, cucarachas que entran en mi cabeza con su mensaje incontestable…
Revelador.
Nítido.
Cercano…
*
Todo es oscuridad. Mi cerebro debe estar muriendo, ¿o estoy muerto ya? Siento mi mente fragmentada, confusa, ilógica. Sus ideas y las mías se entremezclan, no puedo distinguir entre ellas. Hablo con sus voces, y ellos hablan con la mía. No puedo describir las imágenes que me golpean, no entiendo ni reconozco lo que veo, en retazos de fugaz e inaprensible conciencia. ¿Eres tú, Esther? ¿Estás aquí? Esther, Esther… ese nombre que tanto me suena. ¿Quién es Esther? Me han mostrado cómo se siente el mundo sin ser dirigido por un ego encerrado en una persona. La carne es una prisión pero la mente procede de la actividad de la carne. Qué odiosas, indescriptibles sensaciones. Me gustaría pensar que vuelo en el torbellino de una inmensa pesadilla; pero no, sé que esto es algo bien distinto, crudo… ¿Estoy muriendo, verdad? Atisbo entre la confusión lo que la realidad es sin mí, la verdad objetiva que tanto busqué. ¿Por qué hacen eso? ¿Estuvieron siempre aquí, ocultos? Tal vez pienso así, tal vez me impactan estas visiones incomprensibles porque mi organismo se está desconectando. ¿O tal vez no? ¿Es que me llevan a algún sitio? Siento que morir es mucho más angustioso de lo que jamás imaginé. Frío. Absurdo. Tanta soledad… Me estoy disolviendo y no hay nada ni nadie humano conmigo en este último segundo tan importante; tan, tan importante… suplico porque Dios esté también ahí y me esté escuchando. ¿Por qué les sacan… eso del cuerpo? ¿O se lo están introduciendo? ¿Qué… qué es todo aquello, Dios santo? ¡Dejadlo en paz! ¡Dejadlos en paz ahora! Oh Dios, si estás ahí por favor… apiádate de mí. No les permitas eso… eso no es posible en tu Reino. Dios, les escucho a ellos pero a ti no. Acoge mi alma, por lo que más quieras, no les permitas acercarse…
Dios mío por favor, tienes que ayudarme…
Están aquí.
Están aquí dentro…
Dios… no lo permitas...
¡Ayúdame!
¡Ayúdame!
Las olas de cuerpos rompían contra los edificios silenciosos y después retrocedían, en una infinita resaca de corrupción orgánica. La brisa que acompañaba era una nube de moscas negras. Millones de brazos, de manos sin fuerza, millones de pechos sin aire, millones de abdómenes blancuzcos, amarillentos, millones de piernas que ya nunca andarían, millones de caras privadas del sueño eterno, con los ojos abiertos, con los ojos cerrados, entremezclándose en las mareas de un mar creciente que desbordó los límites de los suburbios, expandiéndose en una lenta avalancha de cadáveres que fue tomando los campos, buscando la unión con otros mares para conformar el océano que cubriría el mundo y sus viejos pecados; mientras, la lluvia seguía cayendo…
Cayendo sobre el océano de carne de la humanidad.
Tomé una pila, un pequeño montón de los cientos de libros desperdigados por el suelo, acumulados durante décadas por todas las estanterías de la casa, y me dirigí hacia la puerta de nuestra habitación, donde el fuego debía arder más voraz.
Ojalá todavía sigas ahí, Esther.
Perdóname por ser incapaz de comprobarlo.
Perdóname por haber tardado tanto en encontrar una solución.
Espero que aún no sea demasiado tarde.
Empecé a arrancar las páginas a puñados y a meterlas bajo la puerta, acumulándolas contra ella cuando ya no pude meter más. Cuando terminé con los libros fui a por más. Y más, y más… miles de páginas leídas, compartidas y comentadas con Esther, ahora nos brindaban un último servicio, un acto de amor, como el abrazo de un viejo amigo antes de despedirse para siempre. Y cuando amontoné un buen cúmulo de ellas frente a la puerta, que estimé suficiente, comencé a retroceder por el pasillo, agotado, dejándolo alfombrado de páginas y más páginas, portadas y recuerdos, el poso de miles de horas arropado por las palabras de hombres muertos y olvidados. Y así seguí, cada vez más despacio, pero seguí, durante horas, esparciendo el alma de los árboles vestida con las ideas de los hombres, por toda la casa. Y mientras lo hacía tenía que enjugarme las lágrimas, que en otro tiempo hubieran sido de dolor, pero que ahora eran de puro agradecimiento. Después fui a por el bote de alcohol del cuarto de baño. Estaba por la mitad, pero serviría. Comencé a mojar el montón de hojas frente a la puerta de Esther. Se terminó pronto, así que me dirigí a la cocina a por una de las garrafas de aceite que nos quedaban, y proseguí empapándolo todo, en zig–zag por los pasillos y habitaciones. El piso debía convertirse en un inmenso horno y, tal como lo había dejado, no dudé en que así sería. Al final, reservé algo de aceite para embadurnarme la ropa con ella. Calculé que me daría tiempo, que cuando el fuego alcanzase el salón, la dosis ya me habría matado. Eso esperaba.
Y me dirigí hacia allá, pisando el lecho de hojas ungidas con el aceite, siendo consciente de que era la última vez que caminaba por mi casa, mi hogar durante tantos años. Ahora, mi momento había llegado. Siempre imaginé que no podría dar ese paso en el instante de la verdad, que la emoción se impondría a la sangre fría, que mi mano flaquearía al ir a empujar el émbolo, rindiéndose. Pero no fue así cuando inyecté a Esther; nada de eso ocurrió. Porque lo que no podía imaginar entonces es que la vida pudiera quedar reducida a un sufrimiento tan atroz, tanto como para convertir a la muerte en la solución más deseable, la única salida posible. Sonreí al pensar que, en unos minutos, terminaría todo… Me agaché a coger una página aceitosa y saqué mi mechero del bolsillo. Hice una bola con ella y le prendí fuego, lanzándola lejos de mí. La llamarada brotó como un surtidor del suelo, y se expandió en una sábana de gas anaranjado. Entré en el salón y cerré la puerta. Daría tiempo a la dosis.
Al girarme, me sobresalté ante la visión, la mano se me aferró al pecho, como si el corazón hubiese querido devorarse a sí mismo. Porque la masa de cuerpos que se comprimía fuera contra los cristales se movía. Los ojos muertos miraban, las manos, las caras se arrastraban por la superficie transparente con sus muecas grotescas. ¿Se estaban riendo algunas, sufriendo bajo el peso otras? Vi abdómenes, piernas, brazos retorciéndose, cambiando de posición dentro de la aplastada ola de carroña. Habían cobrado vida, o algo colosal estaba buceando por el mar de carne, generando estas ondas que transmitían la apariencia de vida a los muertos. ¿Era esa cara que acaba de desaparecer la de Esther?
El olor a humo me sacó del trance.
Concentré mi pensamiento en los pequeños pasos a seguir, tal y como los había memorizado y ensayado mentalmente docenas de veces. Tal como los practiqué con Esther. Me senté en el sofá y me arremangué el brazo izquierdo. Intenté no escuchar el rumor amortiguado que llegaba de fuera; era el de siempre, pero traía algo más. Palabras sueltas, frases cortas… estaban hablando. Estaban tratando de decirme algo. Pero no los miré. No me importaba lo que fuera. Pasos, los pasos. Cogí la jeringuilla, estaba vacía. Me había equivocado, cogiendo la de Esther. Entendí. Una de las palabras, ¿había sido una palabra? ¿o interpreté un ruido? Da igual, fuera de mi mente. Los pasos, los pasos. Con mano temblorosa agarré mi jeringuilla, le quité el capuchón. ¿Alguien ha gritado en el pasillo? Compruebo el líquido cristalino. Dejo la jeringuilla sobre la mesa y me busco la vena con los dedos. Otra palabra. ¿Esa sí lo era, verdad? Ahora no puedo fallar. Recojo la jeringuilla y acerco la aguja a la vena. La punta tiembla. Respiro hondo. Huele a humo, a putrefacción. Clavo la aguja. Aprieto el émbolo con el pulgar. Siento el fino, agudísimo dolor del líquido entrando. Ya está Esther, cariño, ya está. Escucho un extraño sonido. Aprieto fuerte los párpados. El émbolo sigue bajando, hasta el final. Cesa el dolor agudo y retiro la aguja. Espérame Esther, ya llego contigo. El brazo me arde por dentro. Me reclino en el sofá, replegando mi brazo izquierdo contra el pecho. Quiero mantener los ojos cerrados, pero algo me obliga a abrirlos. Veo las caras y en ellas las desdentadas bocas como pozos. Hablan. Todo se nubla, lentamente. Escucho ruido como de agua dentro de los oídos, pero a través del ruido, entrando como una lanza llega esa larga frase que sale de sus bocas. Y comprendo sin quererlo comprender. No puede ser que hayan dicho eso… Qué débil me siento. ¿Por qué no puedo moverme? Esto es morir, entonces… no es agradable, no es como… dormir, no. Ardo por dentro. Me hundo en mí mismo. El mundo se aleja, se disuelve en negro; pero sus voces se acercan, como en una lenta avalancha, más y más próximas sus palabras, cucarachas que entran en mi cabeza con su mensaje incontestable…
Revelador.
Nítido.
Cercano…
*
Todo es oscuridad. Mi cerebro debe estar muriendo, ¿o estoy muerto ya? Siento mi mente fragmentada, confusa, ilógica. Sus ideas y las mías se entremezclan, no puedo distinguir entre ellas. Hablo con sus voces, y ellos hablan con la mía. No puedo describir las imágenes que me golpean, no entiendo ni reconozco lo que veo, en retazos de fugaz e inaprensible conciencia. ¿Eres tú, Esther? ¿Estás aquí? Esther, Esther… ese nombre que tanto me suena. ¿Quién es Esther? Me han mostrado cómo se siente el mundo sin ser dirigido por un ego encerrado en una persona. La carne es una prisión pero la mente procede de la actividad de la carne. Qué odiosas, indescriptibles sensaciones. Me gustaría pensar que vuelo en el torbellino de una inmensa pesadilla; pero no, sé que esto es algo bien distinto, crudo… ¿Estoy muriendo, verdad? Atisbo entre la confusión lo que la realidad es sin mí, la verdad objetiva que tanto busqué. ¿Por qué hacen eso? ¿Estuvieron siempre aquí, ocultos? Tal vez pienso así, tal vez me impactan estas visiones incomprensibles porque mi organismo se está desconectando. ¿O tal vez no? ¿Es que me llevan a algún sitio? Siento que morir es mucho más angustioso de lo que jamás imaginé. Frío. Absurdo. Tanta soledad… Me estoy disolviendo y no hay nada ni nadie humano conmigo en este último segundo tan importante; tan, tan importante… suplico porque Dios esté también ahí y me esté escuchando. ¿Por qué les sacan… eso del cuerpo? ¿O se lo están introduciendo? ¿Qué… qué es todo aquello, Dios santo? ¡Dejadlo en paz! ¡Dejadlos en paz ahora! Oh Dios, si estás ahí por favor… apiádate de mí. No les permitas eso… eso no es posible en tu Reino. Dios, les escucho a ellos pero a ti no. Acoge mi alma, por lo que más quieras, no les permitas acercarse…
Dios mío por favor, tienes que ayudarme…
Están aquí.
Están aquí dentro…
Dios… no lo permitas...
¡Ayúdame!
¡Ayúdame!
Las olas de cuerpos rompían contra los edificios silenciosos y después retrocedían, en una infinita resaca de corrupción orgánica. La brisa que acompañaba era una nube de moscas negras. Millones de brazos, de manos sin fuerza, millones de pechos sin aire, millones de abdómenes blancuzcos, amarillentos, millones de piernas que ya nunca andarían, millones de caras privadas del sueño eterno, con los ojos abiertos, con los ojos cerrados, entremezclándose en las mareas de un mar creciente que desbordó los límites de los suburbios, expandiéndose en una lenta avalancha de cadáveres que fue tomando los campos, buscando la unión con otros mares para conformar el océano que cubriría el mundo y sus viejos pecados; mientras, la lluvia seguía cayendo…
Cayendo sobre el océano de carne de la humanidad.
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