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jueves, 4 de abril de 2013

Lluvia de castigo - relato de Terror y Miedo escrito por Luis Bermer.- part 3



La lluvia no cedía. Más al contrario, parecía que cada día llovía con más fuerza que el anterior. Los huesos se iban amontonando a los lados de las calles, sin que el tiempo diese abasto para su retirada. Siempre estaban cayendo más. Algunos grupos de voluntarios –los limpiamuertes, se les dio en llamar– intentaban facilitar la labor del ejército acumulando las osamentas en determinados puntos, como impíos altares levantados en honor a algún dios del averno. Se decretó el estado de alarma y se tomaron de urgencia infinidad de medidas, que procuraban amortiguar el impacto de esta aberración y que todo siguiese funcionando, de un modo u otro. Pero el trauma se extendía como una fiebre. Imposible de parar. Estábamos perdiendo lentamente la cabeza, los referentes, los nervios… sometidos a esta incertidumbre sobrenatural de visos apocalípticos. ¿Cómo se supone que debíamos asumir algo así? Los estallidos sociales, los actos irracionales cometidos por individuos y grupos se multiplicaban, con tintes satánicos, mesiánicos, religiosos… era lo de menos. El colapso, buscado o no por quien estuviese detrás de todo esto, se veía venir. No se puede nadar indefinidamente bajo el fuego. Para colmo, estaban diciendo que los últimos huesos recogidos y estudiados databan de hace unos dos mil años. Y muchos presentaban huellas de violencia, signos de tortura… esos detalles morbosos vomitaban las pantallas, como si no tuviésemos suficiente mierda encima con todo lo que nos caía sobre las cabezas.

–¿Lo ves? –dijo Esther, con sus ojeras cada vez más oscuras, profundas. La tensión nos estaba destrozando– ¿Qué te dije? Dios nos castiga con los restos de nuestros crímenes, para que no olvidemos tanto mal causado. ¿Te das cuenta, Juan? ¿Cuántos millones de inocentes muertos por nuestra propia mano, por nuestra locura?

La escuchaba a ella, una vez más su beatífica perorata, a la que se agarraba su mente como si allí fuera a encontrar la salvación. Y escuchaba el golpear de los huesos en la calle, ahora constante, sobre los coches, los tejados, sobre cada objeto a la intemperie, como mazas orgánicas de lo que una vez fueron personas… Deseé estar muerto, como ellos. Lo confieso.

–Esther… eso no puede ser –dije, realmente cansado–. Aunque nos arroje a todas las víctimas inocentes de la historia encima, simplemente, no puede ser…

–Tal vez –volvió a la carga– no sean sólo los asesinados de forma premeditada y violenta, sino todas las personas que han muerto en el mundo desde que el hombre existe. Tal vez esté vaciando los cementerios, las fosas comunes, sacando fuera todo lo que está bajo tierra… mostrando lo que somos en realidad una vez despojados del regalo de la vida; y no parará hasta que nosotros cambiemos. Hasta que creamos en Él.

–Ni siquiera así, Esther… ¿Cuántos miles de millones han muerto desde el origen? Yo no lo sé pero, sean los que sean, es imposible que sean tantas como para cubrir no sólo las ciudades del mundo, sino la inmensidad de la Tierra, como parece estar ocurriendo. No, Esther… aquí hay algo más… extraño, diabólico. Algo que se escapa a nuestra imaginación.

Dio unos pasos por el salón, nerviosa, como buscando los asideros para que su teoría no se hundiese por completo, junto a ella.

–A lo mejor los está multiplicando, como los panes y los peces, con tal de que comprendamos, al fin…

Guardé silencio, agotado de pensar en vano. Me pulsaban las sienes. Notaba cómo el estrés recorría también mi cuerpo. La sensación de impotencia, de no poder hacer nada significativo por cambiar nuestra suerte era total. ¿Qué pueden hacer dos personas para detener el Apocalipsis?

Esther miraba a través de los cristales, llorosa.

–Puede que nos esté castigando a ti y a mí, por no haber tenido un hijo. Creced y multiplicaos… –dijo, casi para sí misma.

Otra vez, la misma vieja historia.

–No me vengas otra vez con eso, Esther –rogué, hastiado–. Hemos discutido ya ese tema un millón de veces. Pensar que lo que sucede en el planeta depende de lo que tú y yo hagamos… es de un egocentrismo solipsista extremo…

Me observó con aquella macerada mirada de rencor.

–Sí, pero es otra posibilidad ¿no? Añádela a tu lista analítica de explicaciones para lo inexplicable –Se cruzó de brazos, la cara teñida de tristeza.

El reproche, siempre ahí clavado, como un oxidado cuchillo ritual de los Incas.

Creo que tenemos ahora prioridades más graves y acuciantes que nuestra paternidad, ¿no crees?

Ella callaba.

–¿Te imaginas lo que hubiese sido tener un hijo? –proseguí. ¿Te gustaría que nuestro hijo estuviese por aquí ahora, siendo víctima junto a nosotros de esta locura? A veces pienso que, no trayéndole a este mundo de mierda, lo he querido y respetado mucho más que tú.

Esther se giró hacia mí, con ojos sorprendidos, furibundos…

–¿Qué coño estás diciendo? –explotó– ¿Cómo me puedes decir eso? Yo le hubiese dado una vida llena de afecto, digna de ser vivida, como han hecho tantas y tantas madres… Y si esto es el final, al menos habría tenido la ocasión de estar vivo, de poder respirar y conocer qué significa esta experiencia. Ahora, ahora ya… –Se le crisparon los labios– nunca podré… ver su cara.

Se acercó a mí, con lágrimas resbalando por sus mejillas.

–Eres un cobarde… ¡Un egoísta de mierda!

Y en lugar de golpearme a mí, dio un manotazo al plato de cristal sobre la mesa, que voló hasta hacerse añicos contra el suelo, justo antes de salir corriendo hacia nuestro cuarto. Escuché el portazo al final del pasillo, a galaxias de distancia.

Vaya asco…

Me levanté al rato con pesadumbre, a por la escoba y el recogedor para barrer los pedazos de cristal por todo el salón. Lamenté todas y cada una de mis palabras, la forma de expresarlas. Lamenté mi estúpida soberbia, mi falta de sensibilidad hacia su estado emocional. Lamenté estar junto a ella, no haberla dejado libre, que encontrase a cualquier otro que le transmitiese la felicidad que yo jamás sería capaz de brindarle. Mientras arrastraba con la escoba los brillantes fragmentos hacia el recogedor, sentí unas inmensas ganas de llorar, como ya ni recordaba. Ella tenía razón. Soy un cobarde, por no querer un hijo y cuidarlo junto a ella, por no alejarme, por no atreverme a vivir sin verla cada día. Y soy un egoísta de mierda, porque he unido su destino al mío.

Porque es la única persona en el mundo a la que he amado con toda mi alma.






Ya apenas podía salirse a la calle, era poco menos que un suicidio. El ejército había intentado mantener las vías abiertas con sus vehículos blindados, dotados de palas similares a los quitanieves, pero era imposible. La lluvia seguía cayendo con fuerza, inagotable. Poco a poco se fueron replegando hacia los pabellones de protección, donde éramos instados a acudir por nuestra seguridad. Allí se estaban concentrando las fuerzas, los recursos a la espera de que el infierno cesase. Muchos acudieron, aterrados. Otros muchos aguantábamos semi–atrincherados en nuestras casas, igual de aterrados. Los huesos eran cada vez más abundantes, más recientes en el tiempo. En algunos lugares habían empezado a caer cuerpos enteros, momificados, también con signos de violencia. Eso dijeron por la radio oficial, aunque nosotros aún no habíamos visto caer ninguno. Las emisiones de televisión habían cesado su actividad. No podíamos sino imaginar qué estaba ocurriendo en el exterior, pero sin ninguna certeza.

–¿Qué vamos a hacer ahora? –preguntó Esther, demacrada.

–Creo que lo mejor es que resistamos aquí, hasta que todo pase. Algún día tiene que terminar, por fuerza. Aquí tenemos comida y agua para meses. Y ahí fuera… ya no sabemos ni lo que está en verdad pasando, Esther.

Se acarició la barbilla, inquieta.

–¿Y si nos fuésemos de la ciudad, Juan? A lo mejor lejos de ellas no caen tantos, como era al principio, ¿recuerdas? Unirnos a alguna comuna, o meternos en alguna caverna bien alta. O ir a los pabellones…

Sonreí con tristeza. Aunque odiase ser tratada como una niña, a veces era justo eso lo que parecía. Una niña fantasiosa, imaginativa… casi podía ver la niña que fue con diez años justo delante de mí, ahora. Imaginando cómo es el mundo desde su creatividad, sin los límites de la razón.

–Nuestro coche debe estar ya destrozado, cariño, bajo un montículo de huesos malolientes. Y aunque así no fuera, piensa en el peligro… si allí están cayendo igual que aquí, si nos quedamos tirados en medio de la nada… ¿Para qué arriesgarnos? Y de los pabellones… ¿recuerdas lo que te dije de los campos de concentración? ¿Recuerdas que lo intuía? Míralo, ahí los tienes.

–¿Por qué has de pensar siempre mal? A mí me parecen lógicos, un servicio para la población. Si nos quisieran muertos… ¿para qué tomarse tantas molestias? Con dejar eso a la lluvia tendrían bastante.

–No sé, no sé… llámalo intuición, pero siento algo muy oscuro en torno a eso. Apenas se ha dicho nada de ellos, cómo viven los que han ido allí, ni una imagen de cómo son por dentro, sólo por fuera…

–Las televisiones han caído, no habrán podido dar más información. Todo se precipita rápido, demasiado rápido… bastante se está haciendo por intentar salvarnos.

Vi un cuerpo entero caer, creo que desnudo, amarillento. Esther estaba de espaldas a la ventana, así que no pudo verlo, por fortuna. No dije nada, pero el sobresalto me produjo un profundo escalofrío. Creo que ella no lo notó. Cerré los ojos y me apoyé sobre una mano, intentando serenarme. Ella pensaría que estaba reflexionando en sus palabras. Había captado algo de su expresión. Con la boca descolgada. Horrible…

Respiré hondo. Y seguí hablando.

–Tal vez sea justo eso lo que quieren. Que vayamos, no sé para qué, prefiero ni pensarlo, pero que vayamos. Desde el principio. Puede que ese sea el objetivo final, por lo que todo esto está ocurriendo…

–¿Aún piensas que esto puede ser un teatro artificial? –Me miró, escéptica. Demasiado grande, para cualquiera, me temo.

–Francamente, Esther, no sé qué pensar. Ya no sé qué pensar…

Ella suspiró, mirándose las manos.

–Dios proveerá –dijo, con la voz cargada de duda.

–Ojalá tengas razón, cariño. Pero de momento, nos quedamos aquí –sentencié, antes de levantarme y salir del salón.

Aquella boca abierta…


prt 4 final <---
prt 2 <---

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