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jueves, 4 de abril de 2013

Lluvia de castigo - relato de Terror y Miedo escrito por Luis Bermer.- part 2



En los días siguientes el mundo estaba en plena ebullición de noticias. Yo iba a mi trabajo y volvía, por todas partes no se hablaba de otra cosa. Los gobiernos al unísono se apresuraron a emitir comunicados tranquilizadores, intentado evitar que el pánico se extendiese en una deriva hacia el terror. Decían básicamente que se trataba de un extrañísima fenómeno meteorológico en estudio, similar a esas lluvias de piedras o pequeños animales que han quedado recogidas en la historia. Pero por la red numerosos grupos de investigadores independientes ya lo estaban desmintiendo. Y en diferentes partes del mundo, llegaban a dos conclusiones idénticas: los huesos caían desde una altura de cuatro kilómetros, sin importar el punto geográfico donde se recogiese el dato. Además, no caían sólo desde las nubes –como parecían afirmar los gobiernos– sino que aparecían de la nada, a pleno cielo descubierto, como vomitados por bocas invisibles, pero siempre desde esa línea de los cuatro kilómetros –hasta mostraban vídeos donde se apreciaba claramente–. La segunda conclusión es que las pruebas revelaban que la antigüedad de los huesos en ningún caso era inferior al millón de años. Eso fue lo que dijeron.

Por todo el globo se estaban produciendo grandes movimientos sociales, de carácter religioso en especial. Las epifanías y mensajes apocalípticos se sucedían. Las comunas beatíficas vieron crecer el número de sus integrantes de forma espectacular: lo dejaban todo y se iban a los campos a orar, a cantar la Buena Nueva, la segunda llegada del Mesías. Otros grupúsculos sectarios se conformaron de la noche a la mañana, como setas venenosas tras una lluvia tóxica; y ya comenzaban a crear disturbios e incluso casos de suicidio ritual colectivo. Además, la frecuencia de caída de los huesos, lejos de disminuir, estaba aumentando. Era evidente hasta a simple vista; Esther y yo pudimos ver desde la ventana de nuestro salón –que daba al parque y, por lo tanto, permitía una amplia vista sin edificios– caer no menos de tres o cuatro. Nos envolvía una terrible, macabra fascinación ¿Era esto el preludio de nuestra muerte? ¿El fin de la humanidad?

–Tengo… tengo miedo, Juan –tartamudeó, mientras miraba al exterior. Toda esta situación me tiene… descolocada. No sé qué pensar, no sé si el mundo se ha trastornado por completo. No sé qué será de nosotros…

–Yo también estoy asustado, cariño –Le cogí la mano–. Todos estamos igual; nadie sabe por qué está ocurriendo esto ni entendemos qué puede significar o qué lo está causando. Debemos tener paciencia y esperar a que se resuelva, sea lo que sea.

Esther negaba con la cabeza, como resistiéndose a mis bienintencionados pero evidentes intentos de transmitirle tranquilidad. Yo la conocía bien: no era una de esas personas que se dejan persuadir con facilidad, que incluso parecen estar deseándolo. Y nunca le gustó que la tratasen como a una niña pequeña.

–Creo que Dios nos está castigando.

Cuando las cosas pierden sentido, o son duras de asimilar, Dios aparece por la puerta.

–¡Venga ya, Esther! ¿Cómo puedes decir eso? ¿Es que tú y yo nos merecemos que nos bombardee con huesos humanos? ¿Qué hemos hecho tan terrible, que no puedo recordar? Aparte de trabajar como cabrones, pagar impuestos y no saltarnos las leyes… ¿Tan malos somos? Y los niños, los enfermos, la gente normal que sólo cometen el pecado de querer vivir en paz un día más… ¿también se lo merecen? –Me crucé de brazos, esperando alguna respuesta racional.

–No nos castiga como individuos, sino como especie… Tal vez sólo quiera abrirnos los ojos, que despertemos de una vez.

–Ah, vale… entonces es que es indiscriminado; lo sabe todo de todos pero no diferencia a nadie. Vaya, Esther, pues siento decir que tu Dios no se diferencia entonces demasiado de cualquier terrorista, según parece.

Me lanzó una mirada de hierro antes de responderme.

–Juan, haz el favor de no blasfemar con tanta facilidad. Tú sabes perfectamente lo que quiero decir; no tergiverses para atacar gratuitamente.

–No ataco por atacar, Esther; sólo intento desmontar una idea sin base de ninguna clase, bastante ridícula en mi opinión.

–Será ridícula para ti –replicó, como un disparo.

–Además, he notado un cierto respeto en tu voz cuando decías “blasfemar”… No temas su ira; pongamos que tienes razón y que Él existe… ¡Ya nos está castigando! ¿Qué más has de temer? Mira, no me gustan las ideas que sirven para meter miedo, para controlar a las personas valiéndose de sus debilidades y penas. Es inmoral.

–Dios es Amor, ante todo.

–Ya veo, ya. Y cualquier teoría que no se adecua al principio de falsación, como toda la parafernalia de Dios, tiene muchas papeletas para ser una pura invención. ¿Qué se puede decir de cualquier cosa de la que no se puede asegurar ni su existencia ni su no existencia?

Esther me miró como a un niño travieso pillado in fraganti.

–Reconócelo, Juan: tú no creerías en Dios ni aunque lo vieses aparecer entre las nubes. Te gusta demasiado sentirte intelectualmente superior, blandiendo tu lógica como una espada de palabras. Él está por encima de eso. Él lo creó todo, incluyendo tu obcecado cerebro. Y sus designios son inescrutables, por definición.

–De acuerdo, yo soy un chulo y un pedante, lo acepto; pero yo no me dedicaría a aterrorizar a mis hijos, si los tuviera. ¿Por qué nos trata tan mal? ¿Y por qué no intenta, al menos, explicar sus designios… no sé, con palabras? A lo mejor hasta se sorprende al ver que no somos tan tontos como cree.

Esther esbozó una pequeña sonrisa.

–Porque sería como intentar explicarles a unas hormigas los motivos para la construcción de la autovía que destruirá su hormiguero. Un imposible. Y tal vez esta manera de actuar sea el único método válido para llevarnos adonde quiere.

–De acuerdo, cariño. Tú ganas: Dios existe y los humanos merecemos lo peor. La mayor dificultad para conversar con alguien de creencias muy arraigadas, como tú, es la poca receptividad a escuchar otras teorías alternativas. Por eso, me gustaría que al menos tomases en consideración esas otras ideas. Seguro que te enriquecen, incluso aunque no fueran ciertas.

–Yo no soy ninguna fanática, sólo te digo lo que sinceramente creo –Se recogió parte de su melena negra tras la oreja–. Muy bien, imaginémoslo al contrario: tú tienes razón y la mano de Dios no está tras lo que está ocurriendo… dime, ¿qué explicación le encuentras a que lluevan huesos del cielo? 

Me gustó que quisiera escucharme.

–Pues verás –comencé–, pienso que debemos partir de dos hipótesis para explicar las causas: la primera, Interna: esto está siendo obra del hombre, de los gobiernos. Una manipulación más para aterrorizarnos, para dirigirnos como el inmenso rebaño que somos hacia donde les convenga, como con los ataques de falsa bandera y el fenómeno O.V.N.I en el pasado. Seguro que pronto nos meten a todos en campos de concentración blindados, dirán que para nuestra “protección”, por “seguridad”… eliminando tantos derechos adquiridos… En el fondo, lo que quieren es sacrificar gran parte de sus cabezas de ganado, pues el rebaño se ha vuelto demasiado grande, e incontrolable.

–Eso suena muy conspiranoico ¿no? –Se sonrió, un tanto burlona– Muy Nuevo Orden Mundial, Illuminatis… pensaba que tú no creías en esas cosas. –Me guiñó un ojo, devolviéndome la pelota de la “puerilidad de las creencias”.

–Y realmente no creo en ello a pies juntillas, pero es una probabilidad que está ahí. ¿Por qué habríamos de descartarla? Muchas pruebas son incontestables, y eso no tiene nada que ver con lo que uno cree.

–Habría que ver también quién presenta esas pruebas, cómo y si no es otra manipulación más, a su vez –añadió Esther.

–No te diré que no –le reconocí; pero que los gobiernos nos engañan y manipulan desde que existen es una obviedad fuera de toda discusión. La segunda hipótesis es Externa, menos probable para mí que la primera, pero tampoco descartable. La lluvia de huesos puede estar causada por entidades no humanas, de fuera de la Tierra o incluso de otras dimensiones…

–¡Esa sí que es buena! –Esther se carcajeó con ganas, como no lo había hecho desde que empezó la pesadilla–. ¿De otras dimensiones dices? Un poco alucinante, ¿no te parece?

–Sí, claro, pero es otra opción no desdeñable. Los huesos “aparecen” de la nada, a cuatro kilómetros de altura, ¿recuerdas? ¿Eso te parece normal, natural, explicable? Es de lo que están informando todos los investigadores.

–Suponiendo que eso sea cierto, no lo olvides.

–De acuerdo, suponiendo que sea así. Fíjate, Esther ¿Te das cuenta de tu resistencia a aceptar esa mera posibilidad? ¿Ves cómo te parece una infantilada propia de las pelis para críos? Tal vez es justo lo que pretenden que creamos, y llevan trabajando en ello muchos años, con buenos resultados, es evidente. Tu reacción es un claro ejemplo, y seguro que es mayoritaria en la sociedad. 

Esther bufó, mordiéndose el labio inferior y negando con los ojos mirando hacia los cielos, como pidiendo fuerzas a su Dios para soportar tantas tonterías.

–Vaya, no sabía que estabas tan paranoide. Casi hasta me asustas un poco y todo.

–A mí me asusta más todo lo que está ocurriendo ahí afuera, cariño.

–Bien, sigamos con tu hipótesis –Parecía divertida–. ¿Y por qué esos seres del espacio exterior no llegan y directamente nos destruyen, nos esclavizan, nos devoran o lo que diablos se suponga que quieren hacer con nosotros? ¿Para qué tantos rodeos? Parece que no es sólo mi Dios el que actúa con claves –Me miró con sorna, ladeando la cabeza, sabedora de su gancho a la barbilla dialéctico.

–Tendría que ser uno de ellos para saberlo –me defendí– y me da que eso es ya mucho pedirme. Ni tan siquiera te estoy diciendo que yo piense que esa sea la causa; sólo te pido que valores la hipótesis, la idea… cuantas más aportemos, más cerca estaremos de poder descubrir la verdad.

Ahora me estaba mirando con cariño.

–¿Sabes? Al final va a resultar que ambos creemos en fantasías de muy difícil corroboración. Quién sabe… a lo mejor es justo por eso por lo que estamos juntos.

Esas palabras me hicieron sonreír. Pulsaron las teclas de mi afecto.

–Es posible… Me pregunto qué carencias compartimos para necesitar caer en…

Esther gritó de repente.

–¡Mira, mira! ¡Ven rápido! –Con los ojos como platos, estaba señalando a través de la ventana.

–¿Qué pasa? –Me alarmé, mientras corrí hacia ella.

Se escuchó un fuerte impacto seco de algo rompiéndose en la calle. El sonido llegó perfectamente hasta nuestro segundo piso.

–¡Lo he visto! ¡Lo he visto caer! –Estaba acelerada– ¡Era como un costillar, Juan! ¡Mira! ¿No lo ves allí, junto a la señal de prohibido? ¿Aquello blanco?

En efecto, había unos fragmentos blanquecinos junto a la señal, como un arpa de hueso rota. Los huesos de un costillar, desperdigados.

–¡Qué horror, Juan! –gimió, girándose para abrazarse a mí.

La estreché contra mi cuerpo, apoyando la mejilla sobre su cabeza. 

Mientras observaba cómo algunos curiosos se acercaban hasta aquellas costillas rotas, sentí que la inmensa boca del Infierno se abría ante nosotros.



Durante la semana, los hechos se precipitaron día a día, con creciente velocidad, como una bola de nieve echada a rodar ladera abajo. El mundo se convulsionaba con noticias extraordinarias que se habían vuelto cotidianas. Ahora lo normal era asomarse a la ventana y ver caer, cada pocos minutos, algunos huesos aquí y allá; su frecuencia seguía aumentando progresivamente, sin diferencias significativas en ningún lugar del mundo. Aunque sí se había detectado un incremento considerable en las grandes zonas urbanas respecto a las más despobladas. Los grupos sectarios pensaban como Esther, que esto era un castigo divino hacia la civilización y sus crímenes contra la naturaleza, contra la obra de Dios. Los gobiernos ya no hablaban de un fenómeno meteorológico –y no desmintieron esa farsa inicial–, sino de una amenaza, un atacante desconocido que estaban intentando encontrar. Se unieron a la corriente de los investigadores de la red, a su línea de información –como si nunca antes la hubiesen desprestigiado con mil artimañas–. Afirmaron que los huesos eran humanos, y que el más reciente de los estudiados databa de unos cien mil años atrás. Se habían creado unidades especiales del ejército dedicadas a la recogida de estos restos. En los primeros momentos pudimos verlos clasificándolos en bolsas, escribiendo datos en ellas; pero ante la magnitud de la tarea y la creciente intensidad de la lluvia, pronto se limitaron a limpiar las calles con la mayor celeridad posible, vertiendo las osamentas en sus enormes vehículos, como si de un cuerpo de barrenderos forenses se tratara. Ya se contaban por centenares los muertos debido a impactos de hueso a lo largo y ancho del planeta. Desde los medios se recomendaban medidas de protección para salir a la calle, y pronto los cascos y paraguas reforzados fueron una prenda de vestir más, como una macabra e inmensa broma de carnaval. El mundo vibraba, aguantaba la respiración, sobrecogido en un estupefacto estado de shock.


Esther lo llevaba cada vez peor, no podía asimilar la deriva que los acontecimientos estaban tomando. Se estaba desquiciando, y sería injusto culpabilizarla por ello. Desde mi opresión, yo intentaba mantener un mínimo de equilibrio y cordura, una pequeña luz de esperanza en que la lluvia cesase de una vez y que el mundo volviese a ser el horror que ya conocíamos, no esta aberrante, nueva pesadilla. Aunque lo cierto es que mis ideas no podían ser más negras y depresivas.

Tras la cena, que apenas tocó, Esther volvió a su verborrea neurótica. Se estaba volviendo loca en la búsqueda de un sentido, en descifrar el mensaje que Dios nos enviaba desde el cielo. Yo empezaba a pensar que, tal vez, no hubiese ningún sentido tras el fenómeno. Si los gobiernos en efecto no estaban detrás de todo… ¿qué importaba entonces que la causa estuviese en seres dimensionales, extraterrestres o en hechos sobrenaturales? Estábamos postrados ante un enemigo invisible e inatacable, más allá de la capacidad de comprensión. Y nuestro destino era decisión suya. 

–¿Te das cuenta? –comenzó Esther, mientras recolocaba la mesa–. Nos está arrojando huesos desde el pasado más remoto para acercarse poco a poco a nuestro tiempo ¿Qué quiere decir eso? ¿Nos está reprochando el que hayamos olvidado a nuestros muertos, a todos los que sufrieron para que hoy estemos aquí? ¿O será un castigo por enterrar tantos crímenes en el olvido, y seguir cometiéndolos de la misma manera, como si no aprendiéramos nada de ellos?

–¿Y qué importa, Esther? –le contesté– ¿Qué importa que sea por una u otra razón por la que nos castiga así? Ya ha matado a cientos, y no parece que le sean suficientes, ni que vaya a parar.

–Tal vez si descubrimos justo lo que quiere de nosotros y comenzamos a actuar así, detenga esta lluvia de muerte. Cuando le demostremos que hemos aprendido la lección al fin.

–¿Y si no qué, Esther? ¿Qué ocurrirá? Si no descubrimos la respuesta a su retorcida adivinanza… ¿cómo actuará Él? ¿Pretende convertir el mundo en un cementerio silencioso, cubierto de huesos? Vaya un Dios vengativo que tienes, no sé ni cómo puedes creer en Él.

Esther obvió mi envenenado reproche.

–Yo no lo veo así, Juan. Él es nuestro Padre, y actúa como tal, siendo incluso duro cuando es preciso serlo. Nos dio la libertad y mira lo que hemos hecho con ella… Tal vez haya llegado el momento de recibir nuestro correctivo, sin el cual es seguro que acabaríamos cayendo en el abismo de nuestra autodestrucción.

–No existe locura que no encuentre su justificación –casi suspiré.

–¿Me estás llamando loca? –preguntó, con los brazos en jarras. 

Me pasé la mano por la cara, como si me la quisiera borrar, antes de contestar.

–No, cariño. Sólo digo que hasta la más disparatada creencia tiende a revestirse de una justificación pseudo–lógica que la permita presentarse en público con aspecto racional, aunque en esencia sea un completo sin sentido.

–Puedes pensar lo que quieras… –Desvió la mirada hacia la lluvia intermitente del exterior.

–O sea… que tú verías normal, por ejemplo, que yo castigase a mi hijo golpeándole hasta matarlo, aunque supiese desde sus primeras lágrimas que él no entendía por qué lo castigaba, ¿no? ¿Así piensas?

–Una vez más, tergiversas, atacas, sin querer comprender. ¿Sabes? Creo que tu negativismo, ese escepticismo feroz que no encuentra causas, sentidos ni rumbo a casi nada en la vida es también una arraigada creencia, tan estúpida o incluso más que la mía. Porque al menos yo intento descubrir motivos, aquello que hay más allá de nuestras limitadas mentes. Y si me equivoco, al menos habré sido creativa. ¿Qué aporta tu orgullosa cerrazón?

–Aquellos que piensan como yo –Me rasqué la frente– intentan eliminar la superstición y el pensamiento mágico de la sociedad, que maduremos, y que partamos del conocimiento objetivo de la realidad para poder llegar algún día a responder todas esas preguntas que se nos escapan. Es peligroso seguir pensando como niños cuando ya somos adultos. Y difícil reconocer nuestras propias carencias internas, esas que nos llevan a creer…

–Está bien, Juan –suspiró, alisándose la blusa–. Yo y mis desconocidas carencias nos vamos a la cama. Ha sido un día duro. Buenas noches –dijo, sin mirarme, cruzando la puerta.

–Buenas noches, pronto iré yo también –solté, casi como una frase hecha.

Sé lo que a ella le hubiese gustado, lo que esperaba de mí; como casi todas las mujeres: que me anticipase a sus deseos y actuase conforme a ellos, sin una sola palabra, sin preguntas, como prueba definitiva del conocimiento de su alma y mi amor por ella. Y cada vez que no acertase, frialdad, ostracismo, desapego en respuesta, como acicate para seguir intentándolo, para descifrar sus sueños y devenir en el perfecto caballero. ¿Cómo no conocer este viejo juego teatral y sus reglas? Ella esperaba mi comprensión, un mayor acercamiento a su credo, que rezásemos juntos incluso por el fin de la pesadilla. Dios sería una mujer si existiese, estoy seguro. Lo siento, Esther, nunca tuve vocación de actor, de interpretar un papel en las antípodas de mis ideas y sentimientos. Siento haberte defraudado. A mí también me hubiese gustado que comprendieras la absoluta desolación de quien no tiene donde agarrarse, refugio ni lugar adonde huir.

Me quedé a oscuras en el salón observando por la ventana el caer de los huesos, recortándose contra las estrellas.


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