¿Cuántos hombres habrán intentado romper las sagradas leyes naturales, no ya por pura curiosidad científica, sino en aras de los sentimientos más exaltados?, ¿Cuántos se habrán atrevido a tamaña blasfemia? Muy pocos, por eso no puedo dar crédito a mi audacia.
De todos los estudiantes de la Academia Médica yo soy el que hace más hincapié en temas tales como la frenología, el mesmerismo y el poder del fluido eléctrico. Sé que ese hatajo de oscurantistas se burlan a mis espaldas, pero si viesen lo que he logrado se les cuajaría la sangre en las venas.
Aunque hasta hace una semana mi mayor preocupación no eran las murmuraciones, sino la vida que se extinguía inevitablemente ante mis ojos. Mi querida prometida arrastraba desde hacía unos meses un mal que yo no lograba identificar. Una languidez anémica, alguna debilidad sanguínea. La confianza me permitía examinarla ante la atenta mirada de sus preocupados padres, pero la fuerza de la respiración, el pulso, el tacto, el tono de piel no me mostraban síntomas claros de tal o cual padecimiento. Hace siete días, durante la noche, exhaló repentinamente su último aliento. No la amortajaron. El destino, despiadado como casi siempre, quiso que la contemplase con su vestido de novia, no ante el tálamo nupcial, sino sobre el féretro mortuorio.
De todos los estudiantes de la Academia Médica yo soy el que hace más hincapié en temas tales como la frenología, el mesmerismo y el poder del fluido eléctrico. Sé que ese hatajo de oscurantistas se burlan a mis espaldas, pero si viesen lo que he logrado se les cuajaría la sangre en las venas.
Aunque hasta hace una semana mi mayor preocupación no eran las murmuraciones, sino la vida que se extinguía inevitablemente ante mis ojos. Mi querida prometida arrastraba desde hacía unos meses un mal que yo no lograba identificar. Una languidez anémica, alguna debilidad sanguínea. La confianza me permitía examinarla ante la atenta mirada de sus preocupados padres, pero la fuerza de la respiración, el pulso, el tacto, el tono de piel no me mostraban síntomas claros de tal o cual padecimiento. Hace siete días, durante la noche, exhaló repentinamente su último aliento. No la amortajaron. El destino, despiadado como casi siempre, quiso que la contemplase con su vestido de novia, no ante el tálamo nupcial, sino sobre el féretro mortuorio.
Durante las horas consumidas en el velatorio no pensaba yo en el descanso de su alma, sino en el fin de su cuerpo. La idea de que criatura tan joven y hermosa fuese entregada a las fauces terrosas de la putrefacción y la nada se me hacía insufrible. Debía arrancar aquella ofrenda del altar de la muerte. Esa idea obsesiva se adueñó de mi mente e impidió mi descanso hasta que, abandonado por completo a ella, al son del repiqueteo de mis pies sobre el adoquinado y del crujido de la tierra helada debajo de ellos después, me vi atravesando sigiloso la oscuridad nocturna camino del cementerio donde tres días antes había asistido al funeral. Afortunadamente, está un tanto apartado. Salté la tapia y provisto de pala, palanca y farol busqué su lápida. Solo el viento frío y el lejano ulular de una lechuza me acompañaron en el trabajo. En un momento dado me quité el gabán. Con la bufanda arrollada hasta los ojos, mi aliento chocaba y se condensaba contra la tela. Sintiéndome ajeno a mi cuerpo, realizaba mecánicamente tan ingrata tarea.
El tiempo parecía eternizarse pero en ningún momento pensé en la posibilidad de poder ser descubierto. La noche de enero era demasiado fría y profunda para cualquier merodeador que no estuviese desesperado, como era mi caso. Por fin llegué al ataúd y lo forcé con la palanca. Allí reposaba ella, con el velo ahora bajado hasta casi ocultar las manos, cruzadas sobre el estómago y entrelazadas con un rosario de cuentas de cristal. La contemplé largo rato, conmocionado. La madre y las hermanas la habían vestido sin olvidar el menor detalle. Los zapatitos de raso y las medias recamadas asomaban sobre el borde del vestido y las puntillas de las enaguas. Todo era blanco, destacando en la negrura, ahuyentada apenas por el débil círculo luminoso creado por la vela temblorosa de mi farol, que había colocado a un lado, contra una de las esquinas superiores de la caja. Con sumo cuidado levanté el velo de tul y observé su rostro. Los ojos un poco hundidos y los labios entreabiertos no alteraban la sensación general de sueño. Sus oscuros cabellos habían sido recogidos en un par de rodetes sobre las orejas. Apenas desprendía olor, el de la tierra fresca era suficiente para cubrirlo. Una delicada doncella entregada a los gusanos.
El odio más absoluto hacia el inevitable destino final volvió a cegarme. Recordé nuestros paseos por el jardín, su risa tintineante, el rubor en sus mejillas cuando le robaba un beso…allí estaba ante mí, mi niña, mi prometida, inalcanzable para siempre. Del estuche que traía en el bolsillo saqué el escalpelo. No iba, como los protagonistas de las novelas de moda, a velar la tumba de la amada muerta, no iba a profanar su mausoleo para llevarme como último recuerdo un bucle de sus cabellos. Iba a burlarme de la maldita Muerte, arrebatando de sus garras huesudas algo que me pertenecía.
Los botones de la pechera eran pequeñitos y como no me había quitado los guantes fue dificultoso desabotonarla. Como dije, estaba perfectamente vestida así que debajo lucía la camisa y el corsé. Desabroché también un poco la camisa y suspiré ante la visión de aquel escote virginal, de la piel sedosa que ya nunca podría besar con amorosas intenciones. Conté desde el esternón y corté algo más abajo del nacimiento del pecho izquierdo. Abrí un boquete y me estremecí al tocar el arco costal, al rozar sus manos tan gélidas, pero no me detuve. Hurgué con los dedos y el escalpelo en la blanda y fría carne viscosa hasta extraer el corazón. Lo envolví en el pañuelo de bolsillo y lo deposité junto al farol. Volví a cubrirla y abotonarla, lamentando haber manchado un poco con la sangre negruzca la blancura de las telas. Ceremoniosamente, volví a bajar el velo, ocultando para siempre el rostro bienamado. Como deseaba, todo quedaba casi como cuando levanté la tapa que ahora volvía a colocar en su lugar, tras dejar el farol y mi trofeo al borde del agujero.
Salté al exterior del hoyo y comencé a rellenarlo con paletadas de la tierra previamente extraída. Finalmente alisé el suelo, esperando que no se notase que la tierra había sido removida. La madrugada heladora todavía no presentía el alba, por lo que probablemente la capa de escarcha se asentaría sobre ella otra vez, contribuyendo al ocultamiento. Estaba sudando acalorado, tanto por el esfuerzo como por lo atrevido de la acción.
De nuevo en casa, quemé el pañuelo y los guantes ensangrentados en el hornillo y me llevé la pequeña y dura víscera a mi estudio. Tengo su corazón. Literalmente. Ahí posado en la estantería, conservado en formol dentro de un frasco traído de la Academia, era como un perenne recordatorio de nuestra inevitable mortalidad. Así que decidí experimentar. He realizado con él una monstruosidad. Lo conecté a la pequeña batería que poseo. Clavé una aguja a un lado y la otra en el opuesto y la encendí. El milagro eléctrico volvió a sucederse.
El corazón late. Se dilata y se contrae regularmente. He comprado una jaula grande y dorada para pájaros, donde he colocado la máquina y el despojo palpitante, unidos en infame circuito. Su presencia me conforta extrañamente. Solo yo conozco su origen y significado. Nadie lo ha visto. Nadie sospecha nada. Y cuando alguien me da el pésame, yo le respondo, sinceramente, que ella siempre estará conmigo.
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