Etiquetas

lunes, 6 de mayo de 2013

Amor Maldito - por: Fernando Rivero Martín


Yo amaba todo lo que representaba su belleza y por tal razón querían mi mal. Con mi amor les arrebaté una parcela que creían suya. Ella se llamaba Helena y su estirpe alada jamás podría darle tanto amor como el que yo le ofrecía. Durante los interminables períodos de amor que compartimos Helena y yo, períodos donde reinaban los más tiernos afectos y la más pura manifestación de cariño, Helena se convertía en mi reina y yo en su rey. Nada existía más de allá de nosotros y de ese reino que ambos habíamos construido. Cuando el Sol se ocultaba en la eterna frontera del horizonte, el astro rey entristecía por no poder seguir contemplando el inmenso poder del amor, ése que Helena y yo forjábamos día a día, hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo. La Luna era la mejor confidente de nuestro amor, aquella que velaba nuestros sueños. Cuando ésta regresaba a su guarida y el trino de los pájaros despertaba a la mañana, el alba nos descubría sentados y abrazados en medio de cualquier rincón del más hermoso lugar de la madre naturaleza, besándonos con la misma pasión que el día anterior y el anterior… Dios tendría que habernos elevado a los altares celestiales, convirtiéndonos en santos del amor por haber aupado esta palabra hacia donde el hombre racional nunca será capaz de alzar la vista.


Una fatídica tarde, esa cuerda que nos ataba a Helena y a mí con la fuerza que sólo poseen los seres superiores, se rompió. Más tarde pude descubrir que los causantes de aquello eran los rencorosos querubines, monstruosos seres alados capaces de la mayor maldad si sus leyes son quebrantadas. Sí, aquellos guardianes del Cielo y del amor, que parecen más puros que la pureza, son también unos expertos brujos, cuyos hechizos pueden hacer daño hasta al más poderoso de los mortales. Aquella tarde me encontraba, como tantas otras, paseando alegremente por un hermoso bosque de la mano de de mi amada. De pronto un aire gélido me hizo estremecer y un terrible presagio acudió a mi mente. Mi cuerpo fue sacudido por un fuerte temblor y Helena me miró con una expresión inquieta, expresión que nunca antes había compartido conmigo. En su mirada estaba escrita una palabra que jamás había salido en nuestra relación: la palabra tristeza. Fue entonces cuando supe que un gran cambio iba a obrar en ella. Un muy desagradable viento sopló en mi espalda, viento que arrastró hasta mis ojos los arrancados pétalos de una rosa. Tras esta escena pude ver nacer a mi alrededor el invierno, una estación que ya no recordaba. El bosque perdió todo el vivo color con el que nos envolvía, cubriéndose de tristeza, tristeza reflejada en unos desvestidos robles, robles que hasta ese momento nos habían protegido del mundo. El cielo perdió su color azul intenso para dar paso al más apagado gris. Mi corazón fue invadido por el desasosiego y la incertidumbre de un amor que hasta entonces había creído interminable. Helena me agarró del brazo, clavó sus intensas pupilas verdes en mi ausente mirada y articuló unas palabras malditas, palabras que por nada del mundo hubiera querido escuchar: “El invierno ha llegado y con él los días de sol desaparecerán. Debo retirarme a un lugar donde las hadas celestes me cobijen del frío.” Ella se alejó de mí y no pude detenerla. Mi cuerpo se había convertido en algo estático y era incapaz de mover un sólo músculo. Y así permanecí, completamente inmóvil, durante un día entero y su respectiva noche, con la única compañía de una naturaleza muerta, naturaleza que mostraba el fiel reflejo de mi alma. Después de aquel horrible día pude recobrar el aliento de una vida que di por perdida. Mis músculos fueron poco a poco desentumeciéndose de su agarrotada posición y poco a poco fui recuperando la sensación de consciencia. Una vez me hube recuperado del todo juré a los cuatro vientos que no pararía hasta encontrar la morada de las hadas celestes, aquellas que guardaban mi amor.
Busqué y busqué la morada de forma incesante. La busqué en aquellos parajes donde el hombre racional no sería quien para pensar de su existencia, la busqué en valles perdidos a ojos de los hombres, en ciénagas ocultas, en los más profundos bosques, en los desiertos más desérticos. . . El Sol y la Luna me ayudaban en mi búsqueda de Helena. El poderoso Sol era benévolo conmigo y la compasiva Luna alumbraba con sus mejores haces de luz las oscuras e interminables noches de mi travesía hacia el amor perdido. Deseaban vernos juntos de nuevo, se morían de ganas por disfrutar de una relación que ellos jamás podrían tener y que hacían suya.
Cuando creí haber removido tierra y aire en busca de Helena, en los confines del planeta me topé con una hada celeste que me dio noticias de mi amada. Me contó que Helena había abandonado la morada de las hadas porque un querubín había requerido su amor. Al oír esto mis cuerdas vocales resonaron, estoy seguro, en los oídos de los rencorosos querubines, allá donde estuvieran. El grito más fuerte dado por un hombre no consiguió aplacar mis ánimos, y con la mirada puesta en un cielo que amenazaba con diluviar, maldije y volví a maldecir a los siniestros querubines. Los maldije con todas las fuerzas que un día fueron empleadas para el amor. Caí de rodillas al suelo y mi cabeza, bien alzada y retadora, miró a un cielo que escupía sobre mí una incesante y abominable lluvia. Sabía que la condena de los querubines estaba cerca y que yo no tendría más remedio que retornar al lugar del que procedía.
Ahora, desde mi forzada reclusión en este lugar del que un día escapé, aquí, en la apartada orilla del inframundo, lugar recóndito, lúgubre y triste del Averno, purgo mis penas por el delito de amar a quien no debía, purgo mis penas por enamorarme de un ángel.


No hay comentarios. :

Publicar un comentario