La estancia estaba sumida en la oscuridad de sus ojos cerraos y el silencio antinatural solo era roto por jadeos de placer. Una garganta femenina y otra masculina, entonaban un cántico sensual de lascivas reverberaciones. La fricción pélvica rebotaba en paredes invisibles para el, llegándole como una marea. Los parpados no se levantaban por temor. Dejaba que la piel le transmitiese el entorno. En este caso, era poco más que un cuerpo sudoroso y, por lo tanto, algo frío, montado sobre su cintura.
Empujando, moviéndose rítmicamente al compás que la tersa suavidad de la vulva de ella marcaba sobre su sexo, hirió sus oídos la salmodia urgente de ella:
- ¡Mírame! ¡Mírame!
Empujando, moviéndose rítmicamente al compás que la tersa suavidad de la vulva de ella marcaba sobre su sexo, hirió sus oídos la salmodia urgente de ella:
- ¡Mírame! ¡Mírame!
El hombre frunció el ceño y cerró los ojos con más fuerza. Tanta energía concentró en el gesto, que chirivitas plateadas danzaron en las sombras de de su visión.
“No debo mirar”, pensó. Y sujetando las caderas de ella con más fuerza, se adentró en ella con más violencia, esperando que sus embestidas callaran la voz siseante de la mujer.
- ¡Mírame! ¡Deseo qué me mires!
Una sustancia calida salpicó el torso desnudo de el. Esperó con anhelo que fuese la saliva de la mujer hundida en un delirio de placer. El hombre alzó los brazos y busco sin mirar los abundantes pechos. Eran grandes, firmes, tersos. Pinzó levemente unos pezones que intuyó duros, creyendo que cuanto más placer proporcionase a su pareja, antes dejaría de invitarle a algo que no debía osar. Lo único que consiguió fue excitarse aun más. Dobló la espalda hacía arriba y forzó los músculos abdominales para introducirse aun más adentro. El ansia de terminar subió in crescendo, cuando este gesto arrancó un gemido placentero y felino en su compañera. El hombre intentaba mantener el control, no quería dejar de sentir la humedad de ella sobre sus piernas. Sin embargo, el olor almizcleño que emanaba de ella lo estaba volviendo loco.
- ¡Mírame por favor! ¡Por favor!
Se resistió como pudo a la tentación, sumergido en una espiral oscura que nacía en la base de su escroto, le costaba concentrarse. Sus manos palpaban formas sinuosas; medio incorporado lamía cualquier milímetro de la piel femenina que estuviese al alcance de su lengua. Pero no su boca, la cara nunca. La evitaba a ciegas como bien podía.
Por los temblores de ella, por la presión de sus ingles y las empapadas paredes de su intimidad, creyó que se aproximaba el clímax y se abandonó al gozoso éxtasis de correrse. Ella, buena conocedora del auge y caída de la voluntad del hombre cuando se trataba de sexo, dijo con el tono enérgico y persuasivo que los Dioses le otorgaron:
- ¡Ahora! ¡Mírame Perseo!
El abrió los ojos rendido ante la majestuosidad de la voz. Una brumosa claridad hizo daño en sus ojos idos, donde el terror se mezclaba con el regocijo a causa de las delicias carnales. Sus cuencas, acuosas por la excitación, proporcionaban la panorámica difusa de un cuerpo perfecto de anchas caderas, con senos prominentes, coronado todo por un rostro cincelado en la antigua Grecia.
“No, no”, murmuraba una vocecilla en su interior. Pero a la par que su esencia llenaba la rosada abertura de la mujer, el cabello inquieto y vivo, que gracilmente caía de su cabeza se clarificó. En la cueva, la luz de las antorchas, reveló las decenas de pequeñas bocas que abiertas en orgásmico frenesí babeaban sobre su pecho. Las manos heladas sobre la estrecha cintura de su compañera perdieron todo calor humano. Los órganos internos, el hígado, los pulmones, el corazón, todos crujían al mutar su materia en piedra. Las vísceras y los tejidos transmutaron de forma dolorosa, dejando a Perseo en la posición adoptada. La piel que cubría sus moldeados músculos engriseció, sus pupilas emblanquecieron y su pene dentro de ella quedó endurecido para toda la eternidad. Ella balanceándose locamente sobre el miembro viril de piedra, agitaba la cabeza creando una extraña y sensual coreografía con las serpientes de distintos colores que formaban su cabello. Rozando duramente el pubis con la roca en que se había convertido el bajo vientre de su amante, ella rió enardecida. Como un testigo mudo, la estatua ya fría y muerta, anheló sentir el orgasmo de su dueña sobre su árida superficie…
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