Cada vez que alguien lo insinuaba, o siquiera ladeaba la conversación hacia sus fronteras, el profesor Lugano desaparecía misteriosamente en los sótanos del bar.
La excusa, en todos los casos, estaba relacionada con vertiginosos apremios urinarios.
Una muchacha, derivada por la mismísima licenciada Safo, se presentó en nuestro lugar habitual de reunión.
—Ha desaparecido. —dijo.
—¿Quién?
—Un hombre.
—¿Su novio? ¿Su marido? ¿Su amante?
—Los tres. Han desaparecido misteriosamente y no logro encontrar una respuesta.
Masticardi aventuró un frío dato estadístico.
—Considero que todos los hombres, aún los más audaces, alguna vez han desaparecido de una relación.
—Eso ya lo sé —dijo la muchacha—. Lo que quiero saber es por qué los hombres desaparecen de repente.
El profesor Lugano regresó del sanitario secándose las manos en el cabello, cuya espesura ralea alarmantemente.
—¡Por fin lo encuentro, profesor! —dijo la chica— Usted es el hombre adecuado para evacuar mis dudas.
—Lo dudo. Sin embargo, la escucho.
—¿Usted alguna vez desapareció de una relación?
—Desde luego. ¿Por quién me toma? ¿Por un cretino?
—Disculpe. Pero intentábamos saber por qué los hombres a veces desaparecen.
—¿La licenciada Safo no se lo explicó?
—No. De hecho, se rehúsa a hablar del asunto.
—No la culpo. Mi última y más repentina desaparición fue con ella.
—¿Por qué lo hizo?
—En general, cuanto mayor era mi interés en una mujer más tiempo desaparecía.
—¿Entonces qué ocurrió con la licenciada?
—Lo inevitable: me enamoré perdidamente, y ya nunca más volví a aparecer.
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