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jueves, 4 de abril de 2013

Lluvia de castigo - relato de Terror y Miedo escrito por Luis Bermer.- part 1



Recuerdo perfectamente el día en el que todo comenzó, como si fuese ayer: volvía del trabajo a casa, a la hora de comer, conduciendo con la cabeza cargada de pensamientos. Ideas acerca de mi tambaleante relación con Esther. En las últimas semanas, la tensión entre nosotros había ido creciendo hasta llevarnos casi a un punto de ruptura. ¿Y por qué? Por mi negativa a ser padre. Desde siempre, desde el primer momento de la relación, le dejé claro que jamás traería un hijo, mi ser más querido, a este mundo de mierda. Y ella estuvo de acuerdo, pensaba igual que yo. Pero han pasado muchos años desde entonces, y todos hemos cambiado, madurado en un sentido u otro. Y ahora, activado repentinamente como un resorte, su instinto maternal lo impregna todo. Ser madre es su mayor deseo, y yo no soy quién para arrebatarle ese derecho; de igual forma que ella no puede negarme el mío a no serlo. Así estaban las cosas.

Aparqué el coche junto al parque, donde solía hacerlo todos los días, y salí para dirigirme a casa. Tras la tensión en vivo del trabajo, ahora otra ración de nuestra habitual tensión latente; a veces me sorprende lo mucho que puede llegar a resistir un cuerpo humano sin caer hecho pedazos. Envuelto en mi asumido fatalismo, seguí caminando con desgana por la acera, cuando escuché un fuerte golpe a mis espaldas. Sobresaltado, me giré de inmediato. Me había sonado a chapa, y no tardé en descubrir que había sido el capó de mi coche el que lo había recibido. Presentaba una abolladura notable en su centro, se había saltado la pintura. La sorpresa fue cediendo el paso a la rabia; frenético, miré por todos lados buscando culpables. En unos segundos me percaté de lo que había golpeado mi coche:

Era un fémur humano, tirado junto a la puerta del conductor.



Pestañeé varias veces sin poder creerlo. ¿De verdad era un fémur?

Me agaché para poder verlo más de cerca y, cuanto más aproximaba la cara, más evidente resultaba que, en efecto, así era. Amarillento, de aspecto rancio y como corroído… sólo podía ser lo que parecía. Me incorporé pálido, mientras la sorpresa dejaba su lugar al miedo. ¿Quién podía haberme lanzado un hueso humano? ¿Por qué? Miré frenético alrededor, esta vez temiendo por mi propia vida. ¿Qué clase de persona puede hacer algo así? Pero no vi ni escuché a nadie. Tampoco había ningún edificio, ningún sitio desde el que lanzar el hueso y esconderse con facilidad; el espacio era demasiado abierto en torno a mí… y eso me asustó aún más.

Marqué atropelladamente el número de la policía y les conté como pude lo que acababa de ocurrirme. Temí que no me creyeran, que se rieran o mosqueasen conmigo. Pero no; tras tomarme los datos, el agente al otro lado me dijo que estarían ahí en minutos. Y, en efecto, así fue. Del coche patrulla se bajaron cuatro agentes. Dos de ellos vestían trajes blancos de esterilización, y pronto comenzaron a sacar fotografías, tomar muestras de la pintura, de alrededor del hueso… mientras los otros dos me tomaban una declaración rápida. Todo me resultó extremadamente fugaz, casi irreal, supongo que a causa de mi enorme confusión. Cuando terminaron conmigo volvieron a su coche, deprisa, tanto… que apenas si tuve tiempo de preguntarles qué podía significar todo esto. El conductor me dirigió una mirada comprensiva, antes de despedirse con una frase que explicaba en parte su urgencia, pero que me dejó aún peor de lo que ya me encontraba:

– “Están cayendo por todas partes”.

Iba subiendo por las escaleras, pensando en lo que iba a decirle a Esther para explicar mi tardanza… y hasta a mí me costaba creerlo, aún sabiendo que era la única verdad, vivida escasos minutos antes. Mis palabras sonarían como una excusa pueril, estúpida, ridícula. ¿Sabes qué, Esther? Me acaba de caer un fémur humano en el coche y me lo ha abollado. He tenido que llamar a la policía y… Ya me imaginaba la cara que me iba a poner. Pensaría que me estaba burlando de ella y de todo su árbol genealógico, intentando ocultar quién sabe qué cosa imbécil, impropia de un hombre adulto y maduro.

Entré en el piso tragando saliva, dirigiéndome hacia el salón por el pasillo como si éste se hubiese transformado en mi corredor de la muerte particular.

–Buenas –dije. Ella estaba viendo la televisión.

–Hola –susurró, sin mirarme.

–No te vas a creer lo que me… –comencé; pero ella me mandó callar con un rápido gesto del índice sobre los labios. Estaba absorta con lo que decían en las noticias. Así que guardé silencio y, curioso por saber qué le causaba tanto interés, yo también presté atención a la pantalla.

Y lo que estaban diciendo era que por todos los países del mundo, por zonas rurales y urbanas, dispersos pero no escasos, estaban lloviendo huesos humanos. Cráneos, húmeros, costillas, fémures, tibias…

Lloviendo huesos humanos. Eso fue justo lo que dijeron.

Las imágenes mostraban a personas junto a los huesos caídos, explicando lo que habían vivido, de qué habían sido testigos, vídeos de baja calidad tomados con móviles y cámaras siguiendo el descenso desde los cielos de un hueso girando sobre sí mismo. Los destrozos causados por algunos en distintos elementos de la ciudad. Escenas de ataques de pánico. Niños llorando al ver a sus madres llorar.

Sin darme cuenta, yo también estaba temblando.






Me envolvió la sensación, la absoluta certeza, de estar viviendo un hecho extraordinario, sobrenatural; algo que ocurría por primera vez en la historia del mundo. Y como el rumor de la Tierra que precede y anuncia la llegada de un terremoto devastador, una profunda zozobra comenzó a crecer en mi interior, intuyendo que esto era solamente el macabro preludio del terror inimaginable que se cernía sobre nosotros. A mi lado, Esther susurraba frases de incredulidad ante lo que escuchaba y veía en la pantalla.


–No puede ser… esto no puede estar pasando…
Empecé a pensar en voz alta, creo que para evitar que la tensión me reventase por dentro. Dar una explicación lógica a algo que no aparentaba visos de tenerla en modo alguno.

–¿Sabes? Esto tiene toda la pinta de ser un acto terrorista, algo de guerra psicológica como en la antigüedad, cuando se catapultaban cabezas y cadáveres por encima de las murallas de los asediados –dije. Pero ni yo mismo podía creerlo. Realmente los huesos parecían caer como una lluvia ¿Quién demonios puede conseguir eso? Y por todo el mundo. A la vez…

–Pues yo creo que esto tiene que ser obra de Dios. O del diablo –dijo ella, casi en un lamento.

Esther siempre ha sido una fiel creyente, circunstancia que motivó durante años interesantes conversaciones y alguna que otra discusión, al ir pendulando yo entre un humilde agnosticismo y el ateísmo más radical, según la época y mi necesidad de apoyo espiritual para poder sobrellevar la vida, supongo. Desde hace tiempo, creo que Dios ya no cuenta conmigo para su lista de elegidos.

–No. Existen muchas otras razones más sencillas y verosímiles que habría que descartar antes de que pudiéramos hablar de la mano de Dios –dije, y ella me miró alzando una ceja–. Sí, podría ser una manipulación más, orquestada por los gobiernos y sus medios de comunicación –En este momento recordé la abolladura de mi coche, pero proseguí–, o algún extraño fenómeno dentro de las leyes de la naturaleza. Incluso veo más factible que esto sea la primera fase de una invasión por civilización alienígena, que esté usando nuestras estúpidas y arcaicas creencias contra nuestra estabilidad mental.

–Lo de estúpidas creencias no lo dirás por las mías, ¿verdad?

–No lo digo por ti. Lo digo en general. –Se estaba enfadando.

–Ya, pero yo entro en ese general –bufó. De momento, tus causas tienen tanta validez como las mías. Y… –Sacudió la cabeza en incrédula negación– ¿Realmente crees que esto está organizado por el hombre?

–Peores cosas se han visto.

–¿Cómo cuáles?

–Como las Guerras Mundiales, como los auto–atentados para justificar lo injustificable… entre otros muchos horrores caníbales. Siempre nos hemos organizado estupendamente para acabar los unos con los otros. 

–Esto… es diferente. –Apoyó su pequeña cara sobre una mano, mirando de soslayo al televisor–. Dios está intentando decirnos algo.

Los creyentes no suelen usar la lógica ni el empirismo; niegan de forma natural las evidencias en contra de sus creencias, y te culpan cada vez que entras con una luz en la oscuridad, su amada oscuridad. Un creyente es, en esencia, un adorador del misterio, de lo oculto, y lo necesitan como el adicto necesita la sustancia que lo mantiene flotando. Es tan sencillo como eso.

–Pues yo creo –dije suavemente– que referirse a lo sobrenatural es poner de manifiesto que se niega, que no se puede asimilar nuestra naturaleza humana, su faceta perversa, orientada a la maldad. Lo sobrenatural aparece cuando no se acepta la realidad, ni sus condiciones. Si Dios quiere decirnos algo… ¿por qué no lo dice claramente y punto? ¿Por qué hay que estar siempre intentando clarificar si el mensaje es “X” o es “Z” y, encima, indagar si es Él o no quien lo expresa?

Esther me clavó la mirada, obviamente molesta.

–Muy bien. Imaginemos que vosotros, los escépticos, los incrédulos, estáis en lo cierto. Imaginemos que Dios no existe, que todo es una mierda mecanicista y que el hombre es un gusano hijo de puta capaz de todo con tal de engordar, sobre todo si es a costa de los demás. Supongamos que tenéis razón en todo, pero… ¿por qué os alegráis de que las cosas sean así?, ¿por qué os consideráis más inteligentes, evolucionados que los creyentes?, ¿de dónde os viene ese aire de superioridad, ese regodeo en la crudeza, esos deseos de destruir las equivocadas creencias de los demás?

–Yo no me considero más inteligente que tú, ni estoy especialmente contento porque las cosas sean así. Pero en la vida pocas cosas hay que causen más daño que una creencia equivocada. Además, sois vosotros los que os sentís moralmente superiores a nosotros, por no hablar de ese paranoico complejo de persecución que ostentáis a la mínima ocasión. Y luego somos nosotros los malos, los diabólicos, pero las religiones han causado más guerras de las que se pueden contar, y la Inquisición se hinchó a quemar a gente viva. Me pregunto qué pensará Dios de todo eso –concluí.

Ella se levantó del sillón con un bufido de cansancio.

–Mira, por lo que a mí respecta, puedes seguir creyendo lo que quieras. Está claro que no nos vamos a persuadir mutuamente ni vamos a sacar nada de esto. Sólo déjame decirte que os veo francamente limitados para aprehender el universo en su grandeza, ciegos a las razones más allá de la Razón, encerrados y orgullosos de estarlo en vuestras trampas lógicas, que poco tienen que ver con lo que ocurre ahí fuera.

–Muy bien, Esther, pues peor para mí entonces. Y me alegro de que os sintáis queridos por Dios y siendo Uno con el universo. Ojalá yo pudiera también.

Durante unos minutos quedamos en silencio, mirando lo que nos ofrecía el televisor.

–¿Qué crees que debemos hacer? –dijo al fin, ladeando la cabeza para referirse al suceso probablemente más extraño acontecido en la Tierra.

Llevaba un rato pensándolo, así que las palabras fluyeron solas:

–Después de comer, voy a hacer lo que se suele hacer siempre en caso de incertidumbre extrema.

–¿A qué te refieres? –Me miraron con interés sus ojos negros.

–Voy a comprar y traer tanta comida y agua como sea capaz de cargar.



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