Dedico este libro a mis hijos. Mi madre y mi
esposa me enseñaron a ser un hombre. Mis hijos me enseñaron a ser libre.
Naomi Rachel King, de 14 años; Joseph
Hillstrom King, de 12; Owen Philip King, de 7.
Niños, la ficción es la verdad que se
encuentra dentro de la mentira y la verdad de esta ficción es muy sencilla: la
magia existe.
Esta vieja ciudad ha sido hogar desde que yo
recuerde y aquí estará después que me haya ido. A un lado y al otro, échale una
mirada. Aunque venida a menos, te llevo hasta en los huesos.
The Michael Stanley Band
¿Qué buscas, viejo amigo?
Después de tantos años, a qué vienes
con sueños que albergaste
bajo cielos ajenos
muy lejos de tu tierra.
George Seferis
Del azul del cielo al negro de la nada.
Neil Young.
Primera parte.
La sombra, antes.
¡Empiezan!
Las perfecciones se acentúan.
La flor extiende sus coloridos pétalos
amplios al sol.
Pero la lengua de la abeja
no les acierta.
Se hunden de nuevo en el lodo
dando un grito
-puede decirse que es un grito
que repta sobre ellos, un estremecimiento
mientras se marchitan y se esfuman...
William Carlos Williams, Paterson
Nacido en una ciudad de muertos.
Bruce Springsteen
I. Después de la
inundación (1957)
1.
El terror, que no terminaría por otros
veintiocho años -si es que terminó alguna vez-, comenzó, hasta donde sé o puedo
contar, con un barco de papel que flotaba a lo largo del arroyo de una calle
anegada de lluvia.
El barquito cabeceó, se ladeó, volvió a
enderezarse en medio de traicioneros remolinos y continuó su marcha por Witcham
Street hacia el cruce de ésta y Jackson. El semáforo de la esquina estaba a
oscuras y también todas las casas, en aquella tarde de otoño de 1957. Llovía
sin cesar desde hacía una semana y dos días atrás habían llegado los vientos.
Desde entonces, la mayor parte de Derry había quedado sin corriente eléctrica y
aún seguía así.
Un chiquillo de impermeable amarillo y botas
rojas seguía alegremente al barco de papel. La lluvia no había cesado, pero al
fin estaba amainando. Caía sobre la capucha amarilla del impermeable y a oídos
del niño sonaba como lluvia sobre el tejado de un cobertizo... un sonido
reconfortante, casi acogedor. El niño se llamaba George Denbrough. Tenía seis
años. William, su hermano, a quien los niños de la escuela primaria de Derry
conocían como Bill el Tartaja, estaba en su casa recuperándose de una aguda
gripe. En ese otoño de 1957, ocho meses antes de que comenzasen realmente los
horrores y veintiocho años antes del desenlace final, Bill el Tartaja tenía
diez años.
El barquito junto al cual corría George era
obra de Bill. Lo había hecho sentado en su cama, con la espalda apoyada en un
montón de almohadas, mientras la madre tocaba Para Elisa en el piano de la sala
y la lluvia batía monótonamente la ventana de su habitación.
A un tercio de manzana, camino del semáforo
apagado, Witcham Street estaba cerrada al tráfico por varios toneles de brea y
cuatro caballetes color naranja en los que se leía: Ayuntamiento de derry
Departamento de Obras Públicas. Tras ellos, la lluvia había desbordado
alcantarillas atascadas con ramas, piedras y cúmulos de pegajosas hojas
otoñales. El agua había horadado el pavimento al principio y arrancado luego
grandes trozos. Hacia el mediodía del cuarto día de lluvia, algunos trozos de
pavimento eran arrastrados por la intersección de Jackson y Witcham como
témpanos de hielo en miniatura. Muchos habitantes de Derry habían empezado por
entonces a hacer chistes nerviosos sobre el Arca. El Departamento de Obra
Públicas se las había arreglado para mantener abierta Jackson Street, pero
Witcham estaba intransitable desde las barreras hasta el centro mismo de la
ciudad.
Todos estaban de acuerdo, sin embargo, en
que lo peor había pasado. El río Kenduskeag había crecido casi hasta sus
márgenes en los eriales y pocos centímetros por debajo de los muros de cemento
del canal que le conducía por el centro de la ciudad. En esos momentos, un grupo
de hombres -entre ellos Zack Denbrough, el padre de George y Billestaba
retirando los sacos de arena que habían lanzado el día anterior con
aterrorizada prisa. Un día antes, la inundación y los costosos daños parecían
casi inevitables. Bien sabía Dios que ya había ocurrido anteriormente -la
inundación de 1ica había sido un desastre con un costo de millones de dólares y
de más de veinte vidas-. De aquello hacía ya mucho tiempo, pero aún quedaba
gente por ahí que lo recordaba para asustar al resto. Una de las víctimas de la
inundación había sido -hallada en Bucksport, a unos cuarenta kilómetros de
distancia. Los peces le habían comido los ojos, tres dedos, el pene y la mayor
parte del pie izquierdo. Agarrado por lo que restaba de sus manos, había
aparecido el volante de un Ford.
Ahora, sin embargo, el río estaba
retrocediendo y cuando se elevara la nueva presa hidráulica de Bangor,
corriente arriba, dejaría de ser una amenaza. Al menos eso decía Zack
Denbrough, que trabajaba en Hidroeléctrica Bangor. En cuanto a los demás...
bueno, las inundaciones futuras esperarían. Lo importante era salir de ésta,
devolver la corriente eléctrica y después olvidarla. En derry, olvidar la
tragedia y el desastre era casi un arte, tal como Bill Denbrough llegaría a
descubrir con el tiempo.
George se
detuvo detrás de las barreras al borde de una profunda grieta abierta en la
superficie de alquitrán de Witcham Street. La grieta discurría casi exactamente
en diagonal. Terminaba al otro extremo de la calle, a unos doce metros de donde
él se encontraba, colina abajo hacia la derecha. Rió en voz alta, mientras el
agua desbordada llevaba su barco de papel hasta unas diminutas cataratas
formadas por otra grieta en el pavimento. El agua había abierto un canal que
corría paralelo a la grieta y el barco iba de un lado a otro de la calle
arrastrado tan deprisa por la corriente que George tuvo que correr para
seguirlo. El agua formaba láminas de lodo bajo sus botas. Sus hebillas sonaban
con un jubiloso tintineo mientras George Denbrough corría hacia su extraña
muerte. Y el sentimiento que le colmaba en ese momento era, simplemente, amor
hacia su hermano... amor y también cierta tristeza porque Bill no podía estar
allí para ver aquello. Claro que él trataría de contárselo cuando volviese a
casa, pero sabía que jamás conseguiría que Bill lo viese tal como éste sí lo
hubiese conseguido. Bill destacaba en lectura y redacción, pero aun a su edad
George tenía capacidad suficiente para comprender que no sólo por eso obtenía
Bill las mejores notas; tampoco era el único motivo de que a los maestros les
gustaran tanto sus composiciones. La forma de contar era sólo una parte del
asunto. Bill sabía ver.
El barquito sólo era una página arrancada de
la sección de anuncios clasificados del News de Derry, pero George lo imaginaba
como una torpedera en una película de guerra de las que él y Bill solían ver en
el cine Derry, en las matinées de los sábados. Una película d guerra en la que
John Wayne luchaba contra los japoneses. La proa del barco levantaba olas a
cada lado mientras seguía su precipitado curso hacia la cuneta del lado
izquierdo de la calle. En ese punto, un nuevo arroyuelo corría sobre la grieta
abierta en el pavimento creando un remolino bastante grande. George pensó que
el barco se iría a pique. Escoró de modo alarmante pero luego se enderezó, giró
y navegó rápidamente hacia la intersección. George lanzó gritos de jubilo
corrió para alcanzarlo. Sobre su cabeza, una torva ráfaga de viento otoñal hizo
silbar los árboles, casi completamente liberados de sus hojas a causa de la
tormenta, que ese año había sido un segador implacable.
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