Pero los ciegos estamos habituados a esos caprichos, a esas sugerencias ilusorias que proceden de una mente acostumbrada a lo fantástico pero que carece de los sentidos para digerirlo.
A pesar de estas objeciones, hubiese jurado que aquel trazo de seda delineaba la figura invisible de una mujer, que acariciaba sus contornos, sus accidentes, que perfilaba una media silueta espectral y arrebatadora.
Mis ojos, incapaces de absorber siquiera el filamento más ínfimo de luz, imprimieron en mi mente la idea absurda de una hembra esculpida en mármol: fría, lejana, invariable.
Estoy habituado a esas ilusiones. Tal vez lo que yo recuerdo como una hembra, o el mármol, acaso se parezcan más al chacal y al fuego.
Los ciegos tenemos memoria, desde luego, pero una memoria que se degrada con los años. Las impresiones que nuestros ojos grabaron en el cerebro se desnaturalizan, pierden colores, texturas, se vuelven indistinguibles.
Sin embargo, es imposible para mi recordar algo, cualquier cosa, sin ubicar esa imagen mental en la delgada película blanca que recubre mis ojos.
La vi, grabada con horrorosa definición, mientras surgía entre los pliegues de la seda, caminando altiva, rozando los muslos en un andar irreal, acuático, hasta detenerse a los pies de mi cama.
La belleza puede ser motivo de desaliento, de profunda desolación, y así me sentí en su presencia.
Las líneas de su cuerpo habían sido cinceladas en la noche de los tiempos. No poseía rasgos claros sino más bien primordiales, fugitivos, los mismos que de niño le asignaba a seres sin nombre arrastrándose en los rincones oscuros de mi cuarto.
La figura rodeó mi lecho.
Sus pasos parecían flotar sobre el suelo, dejando un olor primigenio, marítimo, en cada huella.
Ráfagas de negrura se derramaban sobre un cuello blanco e interminable. Su boca, apenas entreabierta en una grieta ausente de emociones, parecía degustar anticipadamente un paraíso de tortuosa delectación.
Detrás del rojo de sus labios detecté el brillo irregular de unos dientes diminutos, parecidos, quizás, a pequeñas dagas de hielo.
Y los ojos...
¡Los ojos!
Me abandoné en aquellos pozos oscuros mientras la figura encajaba sus caderas sobre mi cuerpo. Abrió su sexo ártico, pliegues de una flor primigenia, suspiró profundamente y comenzó, sobre mi y yo dentro de ella, su danza ancestral.
Sus uñas desgarraron mi pecho, como queriendo abrirse paso hasta mi corazón. Acompañé sus movimientos torpemente a medida que el ritual se hacía más intenso. Espasmos circulares fueron ardiendo sobre ambos. Entonces sus piernas se cerraron como tenazas sobre mis flancos, y permaneció inmóvil, distante, escrutando mis ojos, mi deseo furioso de quemar mi alma en su interior.
Por fin dejó caer su cuerpo exhausto sobre el mío. Besó delicadamente mi cuello, saboreando la promesa, tal vez, de un placer infinitamente mayor.
—Mañana. —susurró.
Escuché el baile perturbador de las cortinas justo cuando mis ojos regresaron a la oscuridad.
No sé si aquella voz sonó únicamente en mi mente o si vibró en aire como el eco de un principio ancestral que se repite, o imita, el recuerdo aterrador de las viejas diosas de antaño.
Solo sé que estoy vivo en este amanecer que enrojece las nubes en el horizonte.
He perdido la costumbre de ver; no obstante, sé que este ardor en los ojos mientras observo los colores del día, ya con pasmosa definición, no se debe a un desuso sensorial.
Sé también que este sol y estas nubes flamígeras son su regalo. A partir de esta noche ya no habrá amaneceres para mi, tampoco la oscuridad sorda de mis ojos muertos, sino una irreversible sucesión de noches ciegas.
No hay comentarios. :
Publicar un comentario