Mi rincón, lo odio. Mi único hogar, tan denigrantemente húmedo y ridículamente oculto de la luz. Quizá lo odio porque en realidad no puedo moverme de aquí, de otra forma me sería indiferente; tan solo una arista sin gracia. ¿Qué se puede observar? Pues, nada…
He visto atentamente cada movimiento de quienes pisan estas tablas. Algunos me miran con todo su asco, frunciendo el ceño, hacinando toda la grasa de su rostro sobre una enfermiza expresión.
Sin embargo, ellos no se percatan que cada cosa que hacen, es estudiada por mí y es quedamente acosada por mi rabia.
Cada desgracia corrupta cometida es como aprendo a destruirlos.
Ese cerdo que violó a su hija, o aquel hijo que violó a su hermana, aquel suicidio de una madre, aquella niña que se droga, aquella otra que se prostituye, aquel oficial sobornado, aquel joven homicida, como caen cada vez más en la locura y quien acaba teniendo sexo con un perro que termina arrancándole el miembro de una mordida y la desesperada señorita que inserta esferas de algodón con alcohol en su recto y seguidamente las enciende con una cerilla hasta que su matriz vomita todos sus sensuales fluidos hasta la inconciencia.
Mi memoria es corta y no me ampara, mas recuerdo que yo era parte de un ejército, muy temido por cierto; recorríamos grandes extensiones. No obstante en una batalla, arrasaron con todos nosotros con mucha facilidad. Una arremetida me desgarró las extremidades y desde entonces pendo sobre cada criatura, y me alimento de lo que en mi poder caiga. Cuelgo mientras mi saliva se desliza hasta mis colmillos que con ira apunto al cráneo del enemigo; de cuya piel juro un día alimentarme. Ingresar a su repugnante cuerpo y defecar tan eufóricamente en su interior y masticar cada coagulo de sangre que halle, empollar mis huevecillos en su helicotrema rasgando y rasgando matándolo por dentro ya que sé que por dentro son tan vulnerables como los insectos que, para su mala fortuna, se han topado con mi red y se han topado con mi hambre.
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