Asomaba lentamente por los pies de la colcha, deslizando primero sus dedos largos y fríos sobre los pies del pequeño. Mientras, sus ojos flotaban y flotaban en medio de una cabeza negra y vibrante, como una mancha de tinta que recuperaba la forma poco a poco.
El niño veía esos ojos y se cubría con la sábana. Pero si se destapaba, sabía que él seguiría mirándole. Durante toda la noche. Aunque se durmiera.
Volvía cada día. Para mirarle y para que el niño le devolviera la mirada.
Con cada segundo que ambos se quedaban contemplándose, el hombre sanguijuela era un poco más y el niño un poco menos
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