En memoria de Ambrose Bierce,
y dedicado a Raúl Luque.
y dedicado a Raúl Luque.
I
Dice la tradición (aquella tradición nunca escrita pero por todos conocida) que los fantasmas y espectros se ven atraídos por los lugares solitarios. A esta conjuración, la de “lugares solitarios”, nuestra mente responde con imágenes de viejas mansiones, castillos, cementerios, torreones y demás construcciones abandonadas o concebidas para el tránsito ocasional. Pero no siempre es así. A menudo, y por motivos relacionados con las circunstancias de su pretérita vida terrenal, los espíritus terminan atados a otro tipo de lugares, también solitarios pero no tan cargados, en apariencia, con atmósferas ominosas. En estos lugares, y en el momento más insospechado, hacen su aparición. Y, para aquellos que tienen la desdicha de encontrarse frente a frente con ellos, ya nada vuelve a ser igual.
II
Lugar: estación de servicio a unos 20 kilómetros de la costa valenciana.
Fecha: 13/11/2012
Número de testigos: 1
Fecha: 13/11/2012
Número de testigos: 1
III
0:00 AM
La mujer, de nombre Lola, es una mujer joven. Unos treinta y cinco años. Hace poco que ha tenido un bebé. Una niña. A Lola le hubiera gustado seguir un poco más en casa, cuidando de su hija y jugando con ella, pero las penurias económicas la han hecho regresar a la vida laboral antes de lo planeado. Por eso aceptó el trabajo. El primer trabajo que le ofrecieron. Dependienta de gasolinera. Es un trabajo no muy complicado, más bien sencillo. Pero a ella no le gusta. Los turnos de mañana y tarde no es que le apasionen, pero al menos son soportables. Es el turno de noche el que no aguanta. Las restricciones de la empresa. Ella sola en el interior de la tienda. Con las puertas abiertas al público. Con un vigilante de seguridad, cobardica y algo sátiro, que se pasa la mayor parte del tiempo deambulando por los alrededores de la gasolinera, alternando con las putas, y que sólo entra en la tienda para improvisar alguna conversación farragosa que antes o después termina desembocando, para incomodidad de Lola, en el asunto del sexo. Pero la mayor parte del tiempo, cuando está sola durante el turno de noche, sólo tiene la compañía de los rumores. El rumor de la radio, el rumor del tráfico lejano, el rumor ocasional de los trenes que pasan al otro lado de la carretera. No, a Lola no le gusta este trabajo. No señor.
Ahora, una vez más, el vigilante está fuera. Deambulando. La noche ha empezado floja. No hay clientes en la pista, tampoco en la tienda. Sólo el ronroneo de la radio. Una canción famosa de los años noventa. El locutor dice: “Famosa en el otoño de 1992”. Lola sujeta el móvil junto a su oreja. Llamando a su marido. Por charlar. Mientras mira la carretera en penumbras al otro lado del cristal. Unos faros que descienden la colina y pasan de largo. Ningún cliente. El marido no contesta. Lola cuelga.
Ahora, una vez más, el vigilante está fuera. Deambulando. La noche ha empezado floja. No hay clientes en la pista, tampoco en la tienda. Sólo el ronroneo de la radio. Una canción famosa de los años noventa. El locutor dice: “Famosa en el otoño de 1992”. Lola sujeta el móvil junto a su oreja. Llamando a su marido. Por charlar. Mientras mira la carretera en penumbras al otro lado del cristal. Unos faros que descienden la colina y pasan de largo. Ningún cliente. El marido no contesta. Lola cuelga.
IV
0:28 AM
Una mujer entra en la gasolinera. Joven. Más joven que Lola. Vestida de negro. Parece haber llorado recientemente. Parece estar a punto de llorar otra vez. Lola la mira disimuladamente desde el mostrador. Rezando por que no dé problemas. No des problemas, piensa Lola. La otra mujer vaga entre los estantes. Coge una bolsa de algo y luego otra bolsa de algo y las escruta sin que en realidad sus ojos vean nada. Vuelve a dejar las bolsas en el estante y continúa vagando por los pasillos. Coge una lata de algo y de repente empieza a llorar. En ese momento un hombre entra en la tienda. Mayor que las dos mujeres. Su aspecto es sucio y desaliñado y mira frenético en todas direcciones. Lola siente miedo cuando sus miradas se cruzan. También la otra mujer se estremece cuando lo ve entrar. El hombre rodea los estantes y se aproxima a la otra mujer. La agarra con fuerza del brazo y le susurra furiosamente al oído. La mujer recrudece su llanto. Lola se siente violenta por la escena y vuelve la mirada al exterior. Al coche que supone pertenece a la pareja. Tras observarlo durante unos instantes distingue algo en el asiento trasero. Una niña. Dormida, con la mejilla aplastada contra la ventanilla. Lola se imagina por un momento abandonando su puesto en la gasolinera y subiendo al coche y arrancándolo y sacando a esa niña desconocida de allí para llevarlo a quién sabe dónde. Por supuesto, no lo hace. El hombre frenético de aspecto sucio da un fuerte tirón del brazo de la otra mujer, haciéndola sollozar, y la arrastra fuera de la tienda. Al salir, el hombre le espeta a Lola: ¿Y tú qué miras?, a pesar de que Lola no está mirando. El hombre y la mujer suben al coche y el corre arranca, con la niña aún dormida en el asiento trasero, y abandona la pista de la gasolinera. Lola ha vuelto a quedarse sola. Siente algo en el pecho, algo que le hace daño. A lo lejos se escucha un tren pasando. Pasos. El vigilante asoma la cabeza por la puerta:
¿Todo bien?
Lola suspira:
Sí.
¿Todo bien?
Lola suspira:
Sí.
V
0:51 AM
Opacas luces azules que reflejan la luz de las farolas: un coche patrulla que se detiene junto a los surtidores. Lola mira a través del cristal y ve cómo las dos portezuelas del vehículo se abren y sus ocupantes descienden pesadamente. Grandes, canosos, algo barrigones. Dos veteranos cerca de la jubilación. Habituales de la gasolinera. Hacen la ronda nocturna en el polígono industrial de las cercanías, y ahora es la hora del café.
Uno de los policías se queda charlando con Lola mientras el otro va en busca del vigilante. Cuando regresan, el policía le está diciendo al vigilante que cada vez que lo ve le parece más bebido. Lola opina igual.
El calor del café sirve de contrapunto a la tibieza de la conversación, que es acaparada en su totalidad por los dos policías, con alguna intervención puntual del vigilante. Hablan de los pormenores más mundanos en su poco envidiable trabajo. Peleas de prostitutas, peleas de conductores de autobús, de vez en cuando alguna pareja de criminales que son sorprendidos comenzando un butrón.
Después de que Lola atienda a un cliente aislado, cuando en los vasos de poliestireno sólo quedan acuosos sedimentos de café frío, uno de los policías anuncia, con una mueca torcida, que últimamente están apareciendo cadáveres de prostitutas en el polígono. Que tal vez un asesino de prostitutas ande suelto por la zona. Lo dice de una forma pretendidamente casual, pero Lola sospecha (con un escalofrío) que el momento y la forma de dejar caer la información han tenido muy poco de fortuito. Tras varios intentos infructuosos por parte del vigilante de saber más al respecto, los dos policías se despiden alegremente hasta la próxima vez, suben a su coche y abandonan la gasolinera con la luz de las sirenas encendida.
Uno de los policías se queda charlando con Lola mientras el otro va en busca del vigilante. Cuando regresan, el policía le está diciendo al vigilante que cada vez que lo ve le parece más bebido. Lola opina igual.
El calor del café sirve de contrapunto a la tibieza de la conversación, que es acaparada en su totalidad por los dos policías, con alguna intervención puntual del vigilante. Hablan de los pormenores más mundanos en su poco envidiable trabajo. Peleas de prostitutas, peleas de conductores de autobús, de vez en cuando alguna pareja de criminales que son sorprendidos comenzando un butrón.
Después de que Lola atienda a un cliente aislado, cuando en los vasos de poliestireno sólo quedan acuosos sedimentos de café frío, uno de los policías anuncia, con una mueca torcida, que últimamente están apareciendo cadáveres de prostitutas en el polígono. Que tal vez un asesino de prostitutas ande suelto por la zona. Lo dice de una forma pretendidamente casual, pero Lola sospecha (con un escalofrío) que el momento y la forma de dejar caer la información han tenido muy poco de fortuito. Tras varios intentos infructuosos por parte del vigilante de saber más al respecto, los dos policías se despiden alegremente hasta la próxima vez, suben a su coche y abandonan la gasolinera con la luz de las sirenas encendida.
VI
1:35 AM
Un autocar con turistas holandeses, un grupo de adolescentes borrachos, un hombre mayor de cara sonrojada y manos que no paran de temblar haciendo que todo el cambio se le caiga al suelo y Lola tenga que recogérselo.
Una discusión por el precio de una guía de carreteras. Un hombre con aspecto de agricultor que pisa a fondo el acelerador de su furgoneta y se marcha dando bandazos sin haber pagado la gasolina.
Un camionero que envuelve la barra de pan y la lata de atún que acaba de comprar con la pila de pornografía que acaba de comprar.
Lola gruñe cuando el camionero sale por la puerta. Cansada. El vigilante entra en la tienda y apoya el codo en el mostrador. Los dos se ponen a hablar del tiempo. El vigilante dice que este año el invierno va a tardar más que nunca en llegar, básicamente porque, como el mundo se termina el 21 de diciembre, el invierno no llegará nunca, explicación ante la cual Lola se encoge de hombros. El vigilante bosteza y a continuación le pregunta a Lola qué le parece que los hombres maduros y casados se vayan de putas. Siempre y cuando no las asesinen, claro. Ni les hagan daño. Lola suspira:
Allá cada cual.
Una discusión por el precio de una guía de carreteras. Un hombre con aspecto de agricultor que pisa a fondo el acelerador de su furgoneta y se marcha dando bandazos sin haber pagado la gasolina.
Un camionero que envuelve la barra de pan y la lata de atún que acaba de comprar con la pila de pornografía que acaba de comprar.
Lola gruñe cuando el camionero sale por la puerta. Cansada. El vigilante entra en la tienda y apoya el codo en el mostrador. Los dos se ponen a hablar del tiempo. El vigilante dice que este año el invierno va a tardar más que nunca en llegar, básicamente porque, como el mundo se termina el 21 de diciembre, el invierno no llegará nunca, explicación ante la cual Lola se encoge de hombros. El vigilante bosteza y a continuación le pregunta a Lola qué le parece que los hombres maduros y casados se vayan de putas. Siempre y cuando no las asesinen, claro. Ni les hagan daño. Lola suspira:
Allá cada cual.
VII
2:50 AM
Lola logra hablar con su marido. También está trabajando en el turno de noche, pero en una central de alarmas. Es teleoperador. Hablan de su hija, que está al cuidado de los padres de él. Hablan de sus trabajos. Despotrican de sus trabajos. Entonces un nuevo cliente entra en la tienda. Un hombre joven, de unos 25 o 26 años. Lola está a punto de colgar pero el hombre se acerca al mostrador y simplemente pregunta por el cuarto de baño. Lola se lo indica y sigue hablando con su marido. Fantasean el uno con el otro, fantasean con la calidez de la cama. Otro autocar se detiene en la pista, junto al Opel Corsa del chico, y Lola bufa al verlo aparecer. Tengo que dejarte, le dice a su marido. El marido accede y los dos cuelgan. Al colgar, Lola se da cuenta de algo muy extraño, y siente que la embarga el miedo.
De repente, ha dejado de oír. No puede escuchar absolutamente ningún sonido.
De repente, ha dejado de oír. No puede escuchar absolutamente ningún sonido.
VIII
3:01 AM
Ya ha pasado. Los sonidos han vuelto y Lola recobra una cierta calma, aunque no deja de preguntarse qué demonios le ha sucedido. Lo olvida por un momento cuando la puerta se abre y entra un hombre uniformado y de semblante hosco. El conductor del autocar, supone Lola.
Eso parece. El conductor del autocar no tarda en hacer saber que está harto del autocar y de los achacosos, ruidosos y caprichosos ancianos que en él transporta. El conductor prosigue su diatriba mientras Lola asiente con muda comprensión, encogiéndose poco a poco sobre sí misma a medida que nota cómo la temperatura inicia un descenso en picado lento pero seguro. El conductor pide que Lola le saque dos películas del expositor, una de terror, dos pornográficas. También pide que le prepare un café y una hamburguesa de microondas. Ya aterida de frío, Lola obedece, y mientras prepara las viandas el conductor sigue echando pestes de los ancianos. De forma inversamente proporcional al descenso de la temperatura, su discurso se va volviendo más y más apasionado hasta alcanzar un tono verdaderamente violento. Está diciendo: Te juro que me dan ganas de cargármelos. Te juro que me dan ganas de pegar un volantazo y despeñarnos todos por algún barranco. De asfixiarlos con los vapores de la calefacción. De prenderle fuego al autocar y liarme a patadas con ellos a medida que vayan bajando.
Lola está de pie frente a él, con un café humeante en una mano y una hamburguesa humeante en la otra. Con una expresión de terror estupefacto en el rostro. El conductor ha continuado gritando planes de geronticidio, con la cara roja y pespuntada de venas palpitantes, hasta que le ha faltado el aliento. Entonces ocurre algo: una lucecita brilla en sus ojos por un instante, y en su cara se dibuja una mueca de miedo y vergüenza que no deja lugar a dudas sobre su regreso a la conciencia. Sudoroso y ojiplático, el hombre farfulla una disculpa, toma la hamburguesa y el café, deja sobre el mostrador bastante más dinero del necesario y sale a toda prisa de la tienda, sin detenerse en ningún momento a mirar atrás.
Aún confundida y congelada, Lola se deja caer sobre su silla.
Eso parece. El conductor del autocar no tarda en hacer saber que está harto del autocar y de los achacosos, ruidosos y caprichosos ancianos que en él transporta. El conductor prosigue su diatriba mientras Lola asiente con muda comprensión, encogiéndose poco a poco sobre sí misma a medida que nota cómo la temperatura inicia un descenso en picado lento pero seguro. El conductor pide que Lola le saque dos películas del expositor, una de terror, dos pornográficas. También pide que le prepare un café y una hamburguesa de microondas. Ya aterida de frío, Lola obedece, y mientras prepara las viandas el conductor sigue echando pestes de los ancianos. De forma inversamente proporcional al descenso de la temperatura, su discurso se va volviendo más y más apasionado hasta alcanzar un tono verdaderamente violento. Está diciendo: Te juro que me dan ganas de cargármelos. Te juro que me dan ganas de pegar un volantazo y despeñarnos todos por algún barranco. De asfixiarlos con los vapores de la calefacción. De prenderle fuego al autocar y liarme a patadas con ellos a medida que vayan bajando.
Lola está de pie frente a él, con un café humeante en una mano y una hamburguesa humeante en la otra. Con una expresión de terror estupefacto en el rostro. El conductor ha continuado gritando planes de geronticidio, con la cara roja y pespuntada de venas palpitantes, hasta que le ha faltado el aliento. Entonces ocurre algo: una lucecita brilla en sus ojos por un instante, y en su cara se dibuja una mueca de miedo y vergüenza que no deja lugar a dudas sobre su regreso a la conciencia. Sudoroso y ojiplático, el hombre farfulla una disculpa, toma la hamburguesa y el café, deja sobre el mostrador bastante más dinero del necesario y sale a toda prisa de la tienda, sin detenerse en ningún momento a mirar atrás.
Aún confundida y congelada, Lola se deja caer sobre su silla.
IX
3:06 AM
Al ver el Corsa en la pista, Lola cae en la cuenta de que el chico sigue en el baño.
X
3:07 AM
El sonido de la cisterna. Aunque no sabe por qué, Lola no puede evitar un estremecimiento al escucharlo.
Tras lo que parece una eternidad, la puerta del baño se abre y el chico entra en la tienda. Secándose las manos. Mirándose las manos. Con mucha atención. A medida que el chico se acerca (lentamente) al mostrador, Lola se ve más arrastrada por la necesidad de mirarlo de arriba abajo. Es moreno, y fuerte. Es guapo. Viste vaqueros sucios y una camiseta tipo polo de color azul marino, también sucia. Tiene tatuajes en los brazos. No son tatuajes artísticos. A Lola le parecen tatuajes carcelarios.
Cuando el chico llega a la altura del mostrador, Lola tiene miedo. Y frío. Mucho frío.
Buenas noches, dice el chico con voz aguda pero relajada.
Lola levanta la vista para mirarle a la cara. Al ver la sonrisa del chico, y sus ojos (azules, acerados), se echa a temblar sin poder evitarlo.
Buenas noches, consigue decir con algo de esfuerzo. ¿Qué desea?
Quería dos bocadillos, por favor, dice el chico. Lola cae en la cuenta de que su voz, más que tranquila, es monótona. Como si fuese la voz de un niño lobotomizado. Como si fuese una voz sin vida.
Lo siento, dice tras aclararse la garganta, abrazándose a sí misma, intentando sobreponerse al miedo y al frío cada vez más intensos. No tenemos bocadillos. Sólo hamburguesas. Si quiere una hamburguesa…
Quería dos bocadillos, repite el chico, sin alterar en un ápice su sonrisa, sin añadir la menor inflexión a su voz. El efecto resulta muy siniestro, y Lola empieza a notar la proximidad del pánico y a invocar mentalmente a su vigilante. De repente, el sonriente chico añade: Antes teníais bocadillos.
¿Antes… cuándo?, dice Lola, procurando sonar servicial y amigable. Perdóneme, pero es que soy nueva…
Antes… Los ojos del chico se pierden en algún lugar de su mente; su sonrisa antinatural se ensancha un poco más. … Antes, hace años. Sólo quiero unos bocadillos…
Sí, dice Lola, sintiendo un nuevo escalofrío al fijarse en los tatuajes de los brazos del chico. Lo entiendo, pero…
Me están esperando, la interrumpe el chico. Miguel me está esperando. Y las chicas. No quiero que se apalanquen. Por eso necesitamos algo de comer…
Sí, ya me lo ha dicho, le interrumpe Lola esta vez, ya a punto de perder el control, pero le estoy diciendo que no…
Las palabras se congelan en su garganta cuando ve cómo la expresión pacífica del chico es sustituida súbitamente por otra; pero no como si el chico hubiese cambiado de forma natural la disposición de sus rasgos, sino como si estos hubieran mutado, en apenas una fracción de segundo, en algo completamente distinto a cualquier expresión facial humana: en algo monstruoso, en algo demoniaco. La visión de esta máscara infernal, de su mandíbula terriblemente desencajada y sus ojos vacíos y, al mismo tiempo, refulgentes, la hacen ponerse en marcha con un alarido desgarrado: echa a correr bordeando el mostrador, notando todavía la abominable presencia a su espalda, la proximidad de sus garras gélidas acariciándole la nuca, el eco de un gruñido bestial arañándole los tímpanos. Y su mente enfebrecida sólo puede pensar en salvar su vida, en lograr salir del mostrador y correr hacia el fondo de la tienda. En encerrarse en el baño. Sí, eso es. Tiene que encerrarse en el baño, o de lo contrario, lo sabe, estará muerta.
Pero, apenas sale del mostrador, su tobillo se tuerce y cae de bruces contra el suelo, perdiendo la consciencia.
Tras lo que parece una eternidad, la puerta del baño se abre y el chico entra en la tienda. Secándose las manos. Mirándose las manos. Con mucha atención. A medida que el chico se acerca (lentamente) al mostrador, Lola se ve más arrastrada por la necesidad de mirarlo de arriba abajo. Es moreno, y fuerte. Es guapo. Viste vaqueros sucios y una camiseta tipo polo de color azul marino, también sucia. Tiene tatuajes en los brazos. No son tatuajes artísticos. A Lola le parecen tatuajes carcelarios.
Cuando el chico llega a la altura del mostrador, Lola tiene miedo. Y frío. Mucho frío.
Buenas noches, dice el chico con voz aguda pero relajada.
Lola levanta la vista para mirarle a la cara. Al ver la sonrisa del chico, y sus ojos (azules, acerados), se echa a temblar sin poder evitarlo.
Buenas noches, consigue decir con algo de esfuerzo. ¿Qué desea?
Quería dos bocadillos, por favor, dice el chico. Lola cae en la cuenta de que su voz, más que tranquila, es monótona. Como si fuese la voz de un niño lobotomizado. Como si fuese una voz sin vida.
Lo siento, dice tras aclararse la garganta, abrazándose a sí misma, intentando sobreponerse al miedo y al frío cada vez más intensos. No tenemos bocadillos. Sólo hamburguesas. Si quiere una hamburguesa…
Quería dos bocadillos, repite el chico, sin alterar en un ápice su sonrisa, sin añadir la menor inflexión a su voz. El efecto resulta muy siniestro, y Lola empieza a notar la proximidad del pánico y a invocar mentalmente a su vigilante. De repente, el sonriente chico añade: Antes teníais bocadillos.
¿Antes… cuándo?, dice Lola, procurando sonar servicial y amigable. Perdóneme, pero es que soy nueva…
Antes… Los ojos del chico se pierden en algún lugar de su mente; su sonrisa antinatural se ensancha un poco más. … Antes, hace años. Sólo quiero unos bocadillos…
Sí, dice Lola, sintiendo un nuevo escalofrío al fijarse en los tatuajes de los brazos del chico. Lo entiendo, pero…
Me están esperando, la interrumpe el chico. Miguel me está esperando. Y las chicas. No quiero que se apalanquen. Por eso necesitamos algo de comer…
Sí, ya me lo ha dicho, le interrumpe Lola esta vez, ya a punto de perder el control, pero le estoy diciendo que no…
Las palabras se congelan en su garganta cuando ve cómo la expresión pacífica del chico es sustituida súbitamente por otra; pero no como si el chico hubiese cambiado de forma natural la disposición de sus rasgos, sino como si estos hubieran mutado, en apenas una fracción de segundo, en algo completamente distinto a cualquier expresión facial humana: en algo monstruoso, en algo demoniaco. La visión de esta máscara infernal, de su mandíbula terriblemente desencajada y sus ojos vacíos y, al mismo tiempo, refulgentes, la hacen ponerse en marcha con un alarido desgarrado: echa a correr bordeando el mostrador, notando todavía la abominable presencia a su espalda, la proximidad de sus garras gélidas acariciándole la nuca, el eco de un gruñido bestial arañándole los tímpanos. Y su mente enfebrecida sólo puede pensar en salvar su vida, en lograr salir del mostrador y correr hacia el fondo de la tienda. En encerrarse en el baño. Sí, eso es. Tiene que encerrarse en el baño, o de lo contrario, lo sabe, estará muerta.
Pero, apenas sale del mostrador, su tobillo se tuerce y cae de bruces contra el suelo, perdiendo la consciencia.
XI
5:57 AM
¡Lola!… ¡Lola, vamos, despierta!…
Y Lola lo hace. Se despierta. Al principio sólo ve dos borrones, uno de los cuales termina convirtiéndose en la luz de los fluorescentes del techo. El otro es la cara de su vigilante, que la mira con los ojos muy abiertos y la piel desprovista de color.
¿Estás bien?, sigue diciendo el vigilante, fuera de sí. ¡Coño, dime que estás bien!…
Sí…, dice Lola. Estoy… Estoy bien.
Joder, dice el vigilante. Gracias a Dios, me cago en la Virgen…
Lola intenta incorporarse lentamente, ayudada por el vigilante. Al hacer esto se da cuenta de que está tumbada en el suelo, con el vigilante arrodillado a su lado. Asustada, detiene su movimiento cuando ve que, alrededor de ambos, varias estanterías han sido volcadas y una multitud de artículos se extiende por el suelo. Y entonces recuerda. El chico. La voz. La cara. La cara.
Gritos y espasmos, entra en shock. El vigilante tiene que emplear todas sus fuerzas para mantenerla sujeta e impedir que se haga daño, mientras reza todas las plegarias que recuerda para que la policía y la ambulancia lleguen cuanto antes.
Y Lola lo hace. Se despierta. Al principio sólo ve dos borrones, uno de los cuales termina convirtiéndose en la luz de los fluorescentes del techo. El otro es la cara de su vigilante, que la mira con los ojos muy abiertos y la piel desprovista de color.
¿Estás bien?, sigue diciendo el vigilante, fuera de sí. ¡Coño, dime que estás bien!…
Sí…, dice Lola. Estoy… Estoy bien.
Joder, dice el vigilante. Gracias a Dios, me cago en la Virgen…
Lola intenta incorporarse lentamente, ayudada por el vigilante. Al hacer esto se da cuenta de que está tumbada en el suelo, con el vigilante arrodillado a su lado. Asustada, detiene su movimiento cuando ve que, alrededor de ambos, varias estanterías han sido volcadas y una multitud de artículos se extiende por el suelo. Y entonces recuerda. El chico. La voz. La cara. La cara.
Gritos y espasmos, entra en shock. El vigilante tiene que emplear todas sus fuerzas para mantenerla sujeta e impedir que se haga daño, mientras reza todas las plegarias que recuerda para que la policía y la ambulancia lleguen cuanto antes.
XII
6:02 AM
Los dos policías del polígono son los primeros en llegar, seguidos de cerca por la ambulancia. Los sanitarios pasan a examinar a Lola, y mientras tanto los agentes aprovechan para tomar declaración al vigilante; dicha declaración se puede resumir en lo siguiente:
“No vi entrar ni salir a nadie. No escuché ninguna discusión, sólo a ella hablando por teléfono con su marido. La verdad, creo que está enferma, o estresada, y que todo lo ha hecho ella. Lleva rara toda la noche. Ya la habéis visto vosotros antes.”
Los policías toman nota de la declaración del vigilante y le piden que llame al encargado del turno de mañana para que venga lo antes posible. Después le dan permiso para marcharse a casa, con la condición de estar disponible por si necesitan tomarle declaración nuevamente. A continuación, una vez que los sanitarios han certificado la aparente corrección del estado de salud de Lola, y a pesar de que insisten en llevarla al hospital para hacerle una exploración más profunda, los policías consiguen arañar unos pocos minutos para interrogarla. Lola, aún desorientada pero lo bastante en sus cabales como para saber que no le conviene hacer alusión al aspecto más sobrenatural de su atacante, no tiene inconveniente en dar detallada respuesta a todas las demás cuestiones: uno de los policías, con ciertas dotes para el dibujo, extrae de la chaqueta de su uniforme un bloc y un bolígrafo y comienza a esbozar un retrato-robot guiado por las indicaciones de Lola. Poco a poco todas las características que Lola recuerda del agresor (los rasgos faciales, la complexión, la indumentaria, las frases que empleó, incluso los tatuajes distintivos) van conformando un modelo bidimensional del misterioso criminal. Llegados al punto de los tatuajes, la progresiva desconfianza en los rostros de los policías alcanza su cénit y, tras intercambiar una mirada de electrizada incredulidad, solicitan que Lola se reafirme en todo lo declarado reconociendo el dibujo.
Sí, dice Lola con voz somnolienta. Era justo así. Pero faltan los tatuajes. Los tres: un esqueleto con guadaña, una leyenda de “Amor de Madre” y una mujer china con paraguas.
Los dos policías asienten, visiblemente inquietos, e intercambian la última de esas miradas. Se alejan de Lola haciendo una indicación a los sanitarios para que la lleven al hospital y los dos juntos echan a andar hacia el coche patrulla sin decir palabra.
“No vi entrar ni salir a nadie. No escuché ninguna discusión, sólo a ella hablando por teléfono con su marido. La verdad, creo que está enferma, o estresada, y que todo lo ha hecho ella. Lleva rara toda la noche. Ya la habéis visto vosotros antes.”
Los policías toman nota de la declaración del vigilante y le piden que llame al encargado del turno de mañana para que venga lo antes posible. Después le dan permiso para marcharse a casa, con la condición de estar disponible por si necesitan tomarle declaración nuevamente. A continuación, una vez que los sanitarios han certificado la aparente corrección del estado de salud de Lola, y a pesar de que insisten en llevarla al hospital para hacerle una exploración más profunda, los policías consiguen arañar unos pocos minutos para interrogarla. Lola, aún desorientada pero lo bastante en sus cabales como para saber que no le conviene hacer alusión al aspecto más sobrenatural de su atacante, no tiene inconveniente en dar detallada respuesta a todas las demás cuestiones: uno de los policías, con ciertas dotes para el dibujo, extrae de la chaqueta de su uniforme un bloc y un bolígrafo y comienza a esbozar un retrato-robot guiado por las indicaciones de Lola. Poco a poco todas las características que Lola recuerda del agresor (los rasgos faciales, la complexión, la indumentaria, las frases que empleó, incluso los tatuajes distintivos) van conformando un modelo bidimensional del misterioso criminal. Llegados al punto de los tatuajes, la progresiva desconfianza en los rostros de los policías alcanza su cénit y, tras intercambiar una mirada de electrizada incredulidad, solicitan que Lola se reafirme en todo lo declarado reconociendo el dibujo.
Sí, dice Lola con voz somnolienta. Era justo así. Pero faltan los tatuajes. Los tres: un esqueleto con guadaña, una leyenda de “Amor de Madre” y una mujer china con paraguas.
Los dos policías asienten, visiblemente inquietos, e intercambian la última de esas miradas. Se alejan de Lola haciendo una indicación a los sanitarios para que la lleven al hospital y los dos juntos echan a andar hacia el coche patrulla sin decir palabra.
XIII
6:24 AM
Amanecer. Los dos policías en el interior del coche. Dejando atrás la gasolinera. Siguen sin hablar; aunque ambos saben lo que el otro está pensando, ninguno se atreve a decirlo. La mirada del que no está conduciendo se zambulle temerosamente en los interminables campos de regadío; al final de los cuales, en el horizonte, cree distinguir la caseta de La Romana.
Joder, dice después de tragar saliva. Es imposible, ¿no?
Es imposible, dice el que conduce, con gesto serio, sin apartar la vista de la carretera. Claro que es imposible.
Entonces no hay más que hablar, dice su compañero.
Y ambos vuelven a ocultarse en el silencio, con la mirada perdida en el sol que empieza a despuntar sobre Alcàsser.
Joder, dice después de tragar saliva. Es imposible, ¿no?
Es imposible, dice el que conduce, con gesto serio, sin apartar la vista de la carretera. Claro que es imposible.
Entonces no hay más que hablar, dice su compañero.
Y ambos vuelven a ocultarse en el silencio, con la mirada perdida en el sol que empieza a despuntar sobre Alcàsser.
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