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sábado, 2 de noviembre de 2013

En los jardines de Casandra - por BEATRIZ T. SÁNCHEZ


La había comprado durante un viaje a Atenas, muy niña. La liberó y la educó espléndidamente, pues había descubierto en ella un espíritu inteligente y una singular belleza. A medida que las líneas que dibujaban sus rasgos se iban moldeando sin perder hermosura, más encandilados se veían sus sentidos; así pues, no dudó en tomarla por esposa una vez cumplió una edad conveniente. La amaba. Aunque a medida que pasaban los años se hubiese revelado que la cruel Providencia había dotado a la bella Casandra de un vientre estéril.
Pero Casandra ya no estaba. La muerte se la había llevado repentinamente en el esplendor de la vida, dejándole solo y afligido con el recuerdo de sus ojos negros y sus aires lánguidos. Antonino paseaba por los jardines de la domus, en los que ella entretenía sus momentos ociosos con el arte de la jardinería, hasta el pequeño rincón junto a la fuente de los tritones, donde tantas veces se había sentado a contemplar la perfección lograda con su labor. Ahora sus paseos ya solitarios siempre acababan desembocando allí, en la umbría donde el agua entonaba una melodía fresca y cantarina. Pero ni siquiera a su buen amigo Rutilio se había atrevido a confesar el porqué de su atracción hacia este lugar en concreto.

Siempre a la misma hora, después de la comida, su momento favorito para el paseo vespertino cuando estaba viva, aparecía ella sentada en la fuente. Allí estaba, observándole con sus ojos grandes y negros, carentes de vida, apagados por el hálito de lo mortal; terriblemente pálida, vestida con las prendas con que él había ordenado introducirla en el féretro: una túnica verde bajo una estola roja, el mismo color con que estaban teñidas las sandalias y las cintas que sujetaban su melena ondulada, luciendo el anillo en el dedo meñique que había sido su primer obsequio, y los pequeños aretes de oro colgando de las orejas. Daba la impresión de haberse levantado de la sepultura para ir a sentarse allí. Parecía real, pero después de un rato empezaba a desvanecerse hasta desaparecer, solo para regresar puntual a la tarde siguiente. Antonino, más bien de creencias estoicas, no entendía aquella prodigiosa pesadilla. No era bueno ver a las sombras de los muertos. Una punzada de miedo aleteaba siempre en el fondo de su estómago mientras contemplaba la visión y aun así, nunca faltaba a su cita en los jardines de Casandra. Prefería verla transformada en un silencioso espectro antes que no verla de ningún modo.
Pero como íntimamente temía, la irrupción de su esposa muerta no fue un buen augurio. Los esclavos empezaron a perder fuerzas y los frutos del huerto a pudrirse. Las visitas de su amigo, deseoso de confortarle en su aflicción, empezaron a ponerle nervioso, cosa que el otro notaba, aunque se lo reservase para sí. Mientras, empezaron a morir los niños más pequeños y Antonino percibió que al mismo tiempo, la palidez de Casandra disminuía. Finalmente, Rutilio le preguntó sobre la causa de su patente desasosiego y él lo achacó al estado de la casa, con los sirvientes enfermos y el huerto mohoso. Entonces cayó en la cuenta de que incluso el agua de la fuente se había vuelto turbia. Su viejo amigo admitió que la situación era ciertamente extraña y le aconsejó abandonar el lugar si aquello se prolongaba.
Antonino sufría al tener que admitir tan espantoso cambio. La amable y dulce Casandra regresaba del reino plutónico convertida en una lamia devoradora de vida. Luego descubrió, en la alcoba que todavía permanecía como ella la había dejado, las lecturas favoritas de la joven. Tratados astrológicos, alquímicos y de oscura nigromancia oriental. Un sencillo patricio descreído había cobijado a una aprendiza en las artes de Hécate. Las náuseas se apoderaron de él. Sacrificios de infantes a la luz de la luna. Contó las veces en que a lo largo de los últimos años había estado aparentemente decaída, gorda, rehuyendo sus arrumacos y encerrándose sola en su habitación por las noches. Cuatro bebés a lo menos. Filtros de juventud. La causa de su muerte repentina bien había podido ser un envenenamiento por una dosis mal calculada o algún ingrediente fallido.
Como un ciego que de repente recupera la vista, cayó en la cuenta de que el gesto de concentración cuando él le leía tratados filosóficos era en realidad una careta que escondía hastío y las amigas que la visitaban se llevaban bajo los mantos los frasquitos con el elixir o filtro solicitado; halló, mediante una cuidadosa inspección, por todos los rincones del jardín matas de beleño trepando en las esquinas, acónito, adormideras y otras plantas de temibles propiedades, entre las rosas. Algunas raíces que sobresalían de la tierra parecían recordar los cuerpecitos de los que se habían nutrido y su color, imitar el de la sangre con que habían sido regadas en la clandestinidad de la noche.
Decidió sincerarse con Rutilio y, en cuanto supo que había regresado de un viaje a sus posesiones en el campo, le escribió una carta pidiéndole que viniese a visitarle lo más pronto posible. Intentó luchar contra el deseo de bajar a los jardines pero a la hora habitual le pudo la curiosidad y se dirigió a la fuente de los tritones, ya rebosante de viscoso verdín. Casandra le sonrió con ojos vivos y labios escarlata. Por primera vez rompió el silencio, murmurando:
- Antonino, ven conmigo.
Él, conmovido, se aproximó, quería que le explicase tantas cosas…ella le tendió los brazos y los pliegues de la estola resbalaron dejando ver mejor sus pies, calzados con las abiertas sandalias rojas. Antonino vio perfectamente la piel hinchada y en las hendiduras donde la carne putrefacta se había abierto, los gusanos rebullendo.
Un par de horas después, Rutilio, en el descuidado jardín rebosante de hierbajos y ramas sobrantes, con restos de fruta alrededor de los manzanos, granados e higueras, entre las formas deformes que habían adoptado los arcos de boj y las bolas de laurel al dejar de ser recortados, miró horrorizado a los sirvientes pálidos y desnutridos, antes de volver a enfrentarse a la fuente de verdoso mármol, con hilillos de babosas sobre los rostros y miembros de unos alegres tritones cabalgando olas, en cuyo borde permanecía el cadáver arrodillado, con los brazos colgando exánimes y la cabeza y cuello sumergidos completamente en el líquido fangoso. Se tapó la nariz con el borde de la toga, intentando rehuir aquel hedor a descomposición vegetal y muerte. La pena se mezcló con el horror. Dio la espalda al cadáver, volviéndose hacia los esclavos:
- Ahora me debéis obediencia a mí. Yo soy el heredero único de vuestro amo Antonino. Estáis enfermos, marchaos a mi casa. Será la vuestra desde ahora. Los aires aquí son infectos y malsanos, ordenaré demoler esta casa. Voy a avisar a las autoridades.

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