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sábado, 2 de noviembre de 2013

La Dama de Sombra - por BEATRIZ T. SÁNCHEZ

Su Majestad ¡Vida, Salud y Fuerza! regresa victorioso de sus campañas en las tierras de levante, las cosechas son abundantes y el tiempo bueno. Los dioses colman el reino de prosperidad. Pero incluso en el oro más bruñido puede encontrarse una mella. Entre los súbditos satisfechos los hay también atribulados por los más variados motivos. Entre ese puñado, tenéis ante vuestros ojos al más desdichado de todos. Incluso bajo la luz radiante del más claro de los días, mi corazón permanece oprimido por la oscuridad más cerrada.
Escuchad, pues, con atención, si es que deseáis conocer el origen de mi desgracia. Así sabréis que hay destinos funestos a los que es imposible escapar aunque uno se lo proponga con todas sus fuerzas. Algunos nacemos bajo el influjo de oscuros designios, sutiles maromas que nos atan sin posibilidad alguna de liberarnos de ellas por mucho que forcejeemos. Dad gracias vosotros los que nacisteis libres, cuyos actos no son torcidos ni adulterados por influjos que os persiguen como mastines tenaces a una gacela herida. Escuchad, escuchad, y comprenderéis porque llegué a tal conclusión y estado.
Mi nombre es Rahotep y mi infancia fue feliz en un principio. Hasta que la enfermedad se llevó a mis padres y me encontré repentinamente huérfano. Mis tíos me acogieron y yo solo deseaba recompensarles la caridad demostrada con un comportamiento ejemplar, pero tal idea chocaba con cierto obstáculo. Tenían una hija más o menos de mi edad llamada Selket, hermosa y vehemente. Yo era mucho menos audaz y me limitaba a seguir sus pasos y secundar sus decisiones durante juegos y travesuras. Espléndida como una princesa, yo solo era el siervo fiel que la obedecía fascinado. Y mientras su compañero continuaba siendo un niño apocado, la vida se desarrollaba en ella rápida y sigilosa como la carrera de un ratón, haciéndola florecer. Por eso no me percaté de que sus palabras ya eran las de una mujer cuando después de preguntarme si la veía bella, se sonrojaba y me evitaba durante horas. Selket era hermosa aunque yo no acertase a saber decírselo. En su rostro redondo y aniñado bailaba siempre un mohín entre la seriedad y la picardía haciendo brillar sus ojos negros.
Sí ella había proyectado convertirme en su esposo en un futuro cercano tal idea no disgustaría a mis tíos, que no se oponían a nuestro creciente afecto. Nuestra casa era próspera, los días apacibles y sólo teníamos que extender la mano y recoger los frutos de la dicha más completa. Por eso el golpe que cayó sobre nuestra encantadora niña fue, por imprevisto, todavía más doloroso.
Fue durante la estación de la inundación. Jugábamos con los huesos de los dátiles que nos habíamos comido, sentados junto al estanque del jardín. Entonces Selket se desvaneció, sin más. Corrí a despertar a la nodriza, que como de costumbre, se había dormido a la sombra mientras nos vigilaba a cierta distancia. La señora la cogió en brazos mientras llamaba a sus amos. La acostamos en su lecho pero pronto volvió en sí. Ella no le dio demasiada importancia y los demás nos contagiamos de su despreocupación. Una anécdota sin más. Pero que acabaría desvelándose luego como el principio de la desgracia.
Aun así la muchacha ocultaba un secreto, algo que pesaba en su corazón. Solo cuando empezaron a manifestarse claros síntomas de debilidad se sinceró conmigo. Una extraña inquietud había empezado a asaltarla en sueños durante la noche. Un ahogo que no llegaba a despertarla pero la agobiaba, obligándola a despertar cada vez más agotada, como sí hubiese nadado contracorriente en aguas tumultuosas. Al principio el cansancio iba remitiendo a lo largo del día pero, poco a poco, este había ido negándose a abandonar su carne. Eso me confesó entre abrazos y sollozos. Yo no hallaba el modo de consolarla.
Pues eso fue lo que ocurrió, Selket, tan llena de vida, fue perdiendo la fuerza y la lozanía a ojos vista. Sus padres la pusieron en manos de médicos y curanderos. Pero bebedizos, ungüentos, friegas, aspersiones y los más reputados amuletos resultaron inútiles a la hora de alejar la enfermedad de la habitación de la muchacha. Yo pedía devotamente a los dioses por su vida, pues recordaba muy bien la terrible fiebre que había propiciado mi orfandad. El mal que afligía a Selket era de curso más lento aunque yo percibía asustado que parecía arrastrarla hacia el mismo desenlace.

Ella, al fin postrada en el lecho, se aferró a mí como confidente. Constantemente me reclamaba a su lado. En los ratos que permanecíamos a solas me pedía que estuviese a su lado y me describía su miedo a morir. Es tan sencillo infundir esperanza cuando la propia vida no está amenazada… Selket quería ser engañada… estoy seguro de que ella intuía que mis palabras eran huecas, meras formalidades, aunque dichas con sinceridad. Ella me amaba y yo a ella, pero de la manera en que se ama a una hermana. Por entonces no sabía que su amor hacia mí era diferente, que ella veía debajo de mi apariencia al joven de dentro de pocos años y era a esa figura a quien anhelaba con toda la tenacidad de la que era capaz. Porque esa era otra particularidad de su padecimiento. Su cuerpo languidecía día a día pero su espíritu permanecía intacto y tan fuerte como siempre.
Un viejo curandero la observó detenidamente y apreció en sus muñecas y en su cuello pequeños moratones. Les dijo a mis tíos que no era una buena señal. Un espíritu maligno estaba atormentándola y nutriéndose de ella. Selket lloraba.
- ¿Tienes sueños, pequeña? – le preguntó.
- Ahora la noche tiene ojos – murmuró antes de quedarse dormida, pues en la última semana le habían dado varios desmayos parecidos.
- Este espíritu posee cierta corporeidad, si no es demasiado tarde, sería mejor que alguien guarde la alcoba durante la noche. Su presencia ahuyentará al visitante.
Me ofrecí a ello inmediatamente. Quería que Selket se curara, volver a verla feliz corriendo, trenzando diademas de flores, escalando tapias; no acababa de acostumbrarme a aquella otra Selket hundida bajo una manta rociada de especias, ojerosa, lívida, humedeciendo con lágrimas constantes el tapiz de amuletos que colgaba de su cuello sobre el pecho.
Me quedé profundamente dormido en la cama que colocaron a los pies de la de la enferma y desperté turbado, como deseando recordar algo olvidado pero que acababa de ver. Al levantarme me descubrí terriblemente débil, también tenía el cuerpo cubierto de moratones. Cerca, Selket se removía respirando con dificultad.
Abrió los ojos. Su brillo ardoroso se estaba apagando. Me abrazó hasta hacerme daño y me dijo aterrorizada que se ahogaba, que no podía respirar y el corazón le latía con tal furia que parecía querer hacerse pedazos. Murió llamando por mí y por sus padres, que la rodeábamos sin poder hacer nada. Ahora sé que su espíritu no se encaminó hacia el Paraíso Occidental. Exhaló el último aliento pensando en mí y en la vida luminosa y feliz que se veía obligada a perder.
Lloramos ante su tumba y nunca faltaron las ofrendas en los días prescritos. La herida en nuestro espíritu, muy lentamente, fue cicatrizando. Las estaciones se sucedieron sumando hasta cinco años cuando en la casa entró una nueva dueña.
Mi esposa Merit era una pariente lejana y cautivó mi corazón cuando nos reuníamos durante fiestas y celebraciones. Era un poco más alta y angulosa que Selket, pero sus ojos y cabellos negros tenían un aire parecido. Redactamos el contrato matrimonial y ella se convirtió en la señora de la casa. Trataba a mis ancianos tíos como sus propios padres y manejaba a la servidumbre como un ama estricta pero amable. No había en su comportamiento la menor tacha, era feliz llevando las riendas del hogar y yo era feliz solo con verla tan animosa. Tenía diecisiete años, uno menos que yo, y éramos un joven matrimonio lleno de ilusiones. Esa felicidad actuó de muro, impidiéndome ver la oscuridad que se cernía sobre nosotros.
Al primer aviso no le dimos de nuevo la suficiente importancia. Amanecimos de la noche de bodas cubiertos de moratones, como si pequeños puños nos hubiesen golpeado con saña sin haber llegado a despertarnos ni provocarnos dolor. Yo y Merit nos reímos, bromeamos sobre nuestro posible exceso de pasión y volvimos a caer sobre el lecho para amarnos un rato más.
Cuando luego, muchas noches, mi esposa tenía sueños intranquilos, al abrir los ojos se descubría mechones arrancados de su soberbia melena y arañazos en la espalda y los brazos. Al igual que Merit, creí durante un tiempo que debía ser ella misma dormida la que se lastimaba, pero mentiría si no os dijera que, ante la constante repetición del hecho, poco a poco empecé a pensar en Selket; tan tenaz que hubiera sido capaz de manifestarse entre los vivos, armada de un enfado y envidia ultraterrenos.
Veo la sonrisa en los rostros de los incrédulos y lo comprendo. Yo también me resistí con todas mis fuerzas a semejante idea pero escuchad, atended, os diré lo que me convenció de la terrible certeza de tal conclusión. Ahora sí creeréis.
Dormitaba en el jardín una tarde calurosa, cuando vi a mi dulce Merit acercarse con una cestilla de higos. El sol brillaba en el cielo limpio haciendo que delante de mi amada se marcase su sombra. Entonces percibí algo muy extraño. En el suelo había dos sombras. Otra figura más pequeña nacía de la sombra normal, pegada a ella. Pero no había nadie detrás de mi esposa. Noté un nudo en las entrañas. ¿Qué podía ser aquello? Merit se sentó junto a mí, nuestras sombras se unieron frente al banco y comprobé que ya no estaba la intrusa.
Asustado, la abracé y la cestilla cayó de su regazo, rodando los higos a nuestro alrededor. Merit no entendía mi repentina turbación y tampoco reparó en lo que a mí me inquietó todavía más. Los higos más alejados fueron aplastados por un peso inconcreto, como un pie invisible. Lo vi claramente por encima del hombro de la esposa que estrechaba entre mis brazos. Sin ninguna duda ya, me convencí de que Selket estaba allí.
Deseaba que mis ojos me hubiesen engañado pues temía por Merit, que al poco me comunicó su estado de buena esperanza. Los rasguños y tirones nocturnos cesaron pero eso solo sirvió para aumentar mi angustia ante la posible reacción del solapado espíritu que había vuelto para vagar por las habitaciones que cobijaran a su cuerpo mortal. Visité a solas la tumba familiar en la ciudad de los muertos y le rogué a Selket que permaneciera en paz en su última morada, pero me invadió la sensación de orar ante una cáscara vacía de aire y ladrillo, pues ella no estaba allí sino en la casa.
Tomamos todas las precauciones contra malos espíritus y el mal de ojo. Cubrí a Merit de amuletos, los colgué en las puertas, los metí bajo el colchón… pero el miedo a que aun así algo malo sucediese me atormentaba. Me parecía hacerlo apuntar en nuestra dirección el solo hecho de mentar alguna clase de desgracia contra nosotros o sobre todo, contra Merit. Así que, como ya estaréis suponiendo, el azar desafortunado o esa influencia dañina, nos acabó golpeando a pesar de mis desvelos.
Mi esposa murió pero el fruto de su vientre sobrevivió. La partera lo puso en mí regazo al tiempo que hería mis oídos con la amarga noticia. Era un viudo de veinte años. Tenía toda una larga vida para lamentar la pérdida de la amada compañera. Abrumada por el dolor, mi anciana tía no tardó mucho en seguirla. Quería a Merit como una hija y para ella fue, teniendo todavía reciente la desaparición de la primera, como volver a perder otro vástago.
Mi corazón saltó oprimido en el pecho al abrirse la tumba para colocar los sarcófagos junto al de mi joven prima. Me acosaron luego pesadillas donde me veía encerrado allí, en las tinieblas, añorando la luz del sol, obligado a no apartar la mirada de aquellas caras pintadas en las tapas, clavando en mí sus grandes ojos abiertos. El rostro ideal de la feliz inmortalidad ocultando los verdaderos rasgos de mis seres queridos. ¿Por qué murmuráis? Yo lo sentía así.
Dejé al pequeño al cuidado del aya y me sumí en el duelo. Mi espíritu estaba arrasado, sabedor de que nunca volvería a conocer ni alcanzar el contento de antaño. Pero no era el recuerdo de Merit lo que llenaba mis pensamientos sino el grado de implicación que podía haber tenido Selket en su desaparición. Mi esposa había partido en paz pero ella no. Seguía notando en ocasiones su presencia como un peso sutil que flotaba alrededor mío. No era ningún engaño de mis sentidos.
El tiempo continuó rodando y el niño crecía sano y fuerte. Pero yo evitaba mostrar mis sentimientos porque temía perderle también. A los tres años mi tío enfermó y falleció. Procuró siempre el bienestar de mi espíritu alicaído y con su ausencia la casa me pareció nuevamente un desierto de tristeza. Había insistido mucho en que debía reponerme y buscar una madre para la criatura, otra esposa que nunca llenaría por completo el hueco de la primera a la que había amado tanto, pero que aliviaría mi soledad.
La sustituta se llamó Nefermut. Una joven de aspecto sano y robusto. Tan parecida a Merit como la luna del sol. Pero eso era lo que yo estaba buscando. Fortaleza, un cuerpo vigoroso que no peligrase si el extraño decaimiento caía sobre él. Ella y el niño se apreciaron desde el primer momento. Nefermut le acompañaba y enseñaba, contenta con lo que supongo veía como una preparación para cuando los que correteasen a su alrededor fuesen sus propios hijos. Supe que había hecho bien al verle jugar feliz con su nueva madre. Yo también acabé encariñándome con ella. Sumergido sin notarlo en la añorada calma familiar, bajé la guardia.
Un día, abrazándoles tiernamente, sentí otra vez el miedo. Me había descubierto ante los celosos ojos invisibles. Con horror asistí a la infame repetición de los hechos precedentes. El despertar de Nefermut cubierta de heridas, la mesurada pérdida de vitalidad, el sueño intranquilo… Cuando murió, el pequeño también estaba muy enfermo.
Dije no querer al niño, llegado al mundo como asesino de su madre, mientras mi corazón hervía de amor por él, único vestigio de mí amada Merit. Pero probablemente los espíritus solo vean lo que albergan las almas y no lo que afirman las palabras. Comparten la misma sustancia. Mis ruegos y súplicas fueron como granos lanzados sobre terreno yermo.
Fue bebiendo su fuerza, noche a noche, haciéndole víctima de la misma trampa que había acabado con ella. Selket también se llevó a mi hijo. Un amanecer, solo pude abrazar el cuerpo frío de la pobre criatura de seis años. Fue la gota que colmó el vaso. Mi espíritu era una mortaja de dolor sobre mí ser.
Lo confieso, enloquecí. Paseaba por la casa aullando lamentaciones. Los sirvientes me rehuían sabiéndose incapaces de consolarme. Era como si todo aquel hogar me quemara con los abrasadores recuerdos de la felicidad pasada. Incapaz del menor descanso, de madrugada, me lancé desde la azotea. Solo quería alejarme de allí, huir, huir de una vez. Me arrastré con las piernas rotas y me sumí en el olvido.
No sé quién me recogió y cuidó. Todo es sombra y delirio hasta el día en que me levanté de un humilde jergón y salí por la puerta al camino. Deseaba abandonar la capital convertido en un solitario mendigo tullido. Atrás quedaba mi acomodada vida. No quería reclamar nada ni regresar con mi parentela a la casa maldita. Partí hacia el norte, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, aprovechando las celebraciones y los alimentos que ese día reparten los sacerdotes entre los necesitados… recito canciones, cuento cuentos y a veces me desahogo narrando mi desgracia… Y así hasta el día de hoy, en que me he detenido a descansar en este el gran templo de Iun*…
Sentado a la sombra del vestíbulo porticado, el hombre calló. El grupo de auxiliares y sacerdotes empezó a murmurar en torno a él y así debatiendo sobre lo que acababan de oír se fueron dispersando. Dentro del cuenco que tenía delante habían dejado algunos trozos de pan, un pedazo de carne y a su lado una taza de vino. Miró a su derecha, observando algunas flores esparcidas por el suelo del gran patio interior y las enormes hojas del portal todavía entreabiertas, dejando asomarse el alegre bullicio del pueblo en fiestas, las risas, los cantos y la disonancia de numerosas flautas, tambores y panderetas. Olía fuertemente a incienso desde el regreso de la procesión con la barca solar.
Apartando las muletas que reposaban sobre ellas, replegó las piernas enclenques, dispuesto a comer sin apetito, antes de reemprender el peregrinaje a ningún lugar en concreto. Pero alguien no había marchado a unirse al jolgorio exterior. Uno de los jóvenes sacerdotes se había quedado pensativo delante del mendigo. La luz recortaba el perfil de su cráneo rasurado y su torso lampiño.
- Tienes una hermosa voz, Rahotep* – le dijo- Hablaré con el sumo-sacerdote, podrías cantar en el coro del templo… harás honor a tu nombre, satisfaciendo al dios con la música. Así podrás reconciliarte con los hados, que te han encontrado un destino sereno donde permanecer al fin en paz.
- Gracias- se inclinó hasta tocar el suelo con la frente. El chico bajó recíprocamente la cabeza y dando la vuelta, desapareció en el interior oscuro del bosque de columnas pintadas.
Ya solo, una gruesa lágrima resbaló por la mejilla del hombre. Pero no era de agradecimiento, sino producto de sentir de repente un cuerpo apoyarse en su espalda, un rostro contra su sien, unos brazos sobre los hombros y un par de manos descansando sobre su pecho. Profundamente derrotado, pronunció con los labios pero no con la voz:
- Selket…
No les había confesado a los sacerdotes su mayor secreto. Él sabía muy bien que es imposible escapar del amor propietario de los muertos.
*Iun, llamada por los griegos Heliópolis, ciudad que albergaba el gran templo del dios del Sol, Ra.
*Rahotep, “[el dios] Ra está satisfecho”.

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