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sábado, 2 de noviembre de 2013

Hasta el Final - por JORGE P. LÓPEZ


Hundo mis manos muy dentro de esta ponzoña oscura. Apenas puedo distinguir los bordes del charco, la tenue iluminación amarillenta, que proyecta la diminuta bombilla del techo, hace casi un milagro distinguir detalles como los colores o las formas. El hedor metálico es insoportable hasta para mi apagado sentido del olfato, así que trago aire a través de la boca. Cortas bocanadas calientes que ponen a prueba la resistencia de mis pulmones, ¡pobre órgano castigado a lo largo de tantos años sirviendo en un club de fumadores! Mis pensamientos divagan intentando esquivar las sensaciones que la piel de mis manos emite en alaridos sinápticos. Suave, resbaladizo, húmedo: el charco no puede menos que provocar nauseas. ¿Qué serán esas motas negruzcas que flotan y se pegan a mi muñeca desnuda como garrapatas? Tal vez sean monstruitos de mi imaginación. Debo concentrarme o acabaré vomitando lo que hace días no como, mirar la cremosa superficie ondulando, a consecuencia de mis indagaciones, será un seguro detonante. Vomitar es un lujo que no puedo permitirme, necesito las escasas calorías que aun almacena mi menguante tejido adiposo y no sé cuanto tiempo más pasaré en la celda. Si encontrase la llave pronto tal vez tuviese alguna oportunidad, pero por mucho que remuevo el blando fondo de aquel diminuto lodazal no doy con la pieza metálica que la mulata había tirado mientras se burlaba de mi.
De haber sabido que terminaría en una situación tan comprometida nunca hubiese seguido aquel culo, pero si todos supiésemos como iba acabar un arrebato sexual probablemente nacerían menos niños. Aquella impresionante mujer de piel color crema, pelo afro y ojos verdes me encandiló con solo su vertiginoso escote trasero. Llevaba un traje dorado que el mismísimo Marqués de Sade consideraría obsceno, el traje era completamente abierto hasta la frustrante unión que impedía disfrutar de la sabrosa carne de sus nalgas. En perfecta soledad, sentada sobre el borde de un butacón desgastado, presumía de una espalda perfecta que retorcía para llamar la atención de los hombres allí reunidos, que eran todos los presentes menos ella. Sin embargo, cuando apuraba las heces del segundo puro me lanzó un guiño cómplice y señaló la salida con una sonrisa.

Tras servirle un par de copas me di cuenta de que me miraba con esa intensidad que solo puede augurar algo muy bueno… o muy malo. Hablé con mi compañero y me dijo que no tenía ningún problema en cubrirme con los jefes, solo serían un par de horas si podía llevármela a la habitación de un discreto motel cercano. Desgraciadamente ella tenía otros planes, entre pocas palabras y muchos toqueteos acabe sumido en la sordidez de sus intenciones. Solo un pinchazo simultáneo a uno de los cientos de besos que me dio y la realidad giró en sentido contrario. En el caleidoscopio que brillaba delante de mis cansados ojos solo pude distinguir la preciosa cara de la mulata riendo y detrás de ella figuras desenfocadas… y más al fondo, girando también, las facciones arrugadas de un hombre infinitamente viejo… entonces me derrumbé.
¿Dónde estás maldita? El repiqueteo de las cadenas y el fluctuar del charco por fin llenan de bilis mi boca. Llevo horas buscando desfallecido, si mi posición fuese mejor. Apenas puedo mover la mano con la muñeca fuertemente apresada y cuando intento doblar el codo, me duele la cicatriz del costado de manera insoportable. Las lágrimas afloran otra vez animadas por el calvario que estoy pasando mientras palpo una especie de barro que se deshace en hebras. Pensaba que una vez manchados mis pantalones superaría cualquier acceso de asco, no podía estar más equivocado. “Piensa en sus insultos”, me digo para aislar las sensaciones de mi tarea de exploración. No obstante, dos días sin apenas luz, sin descanso por temor a las pesadillas, afectan a mi cerebro de forma desmedida. No puedo controlar lo que pienso, deseo hundirme en esta miseria que no puede tener final feliz. ¿Por qué no me han abandonado en un callejón solitario? ¿Qué futuro me espera si ya me han vaciado? Una mueca demente seguro que deforma mi rostro: ahora recuerdo como me apretaba a ella mientras sobaba su culo sin pudor alguno. Pero mi cara no ha mutado a causa de la excitación sexual, no, no, no. Las falsas imágenes de los recuerdos distorsionan entre una neblina gris, mis manos ya no aprietan suavemente sus pequeños pechos, ahora arranco esas burbujitas de champagne y se las hago comer a puñetazos. De repente detengo el movimiento circular de mi mano hundida en la suciedad, creo haber oído algo por encima de las líquidas resonancias metálicas de mi prisión. Presto atención para descubrir aterrado que son sollozos míos y que ni siquiera sabía que estuviese emitiendo.
Vuelvo a hundir mis dedos entre el espeso cieno, la desesperación es mi guía. Una luz brillante que empieza a palpitar en mi cerebro. Probablemente sea la sed y el hambre, no ha bastado con lamer el rastro de la pared. Curiosamente, jamás hubiese sospechado que la orina no supiese tan mal: resulta ácida pero un deleite para mi enfebrecida lengua. Antes preferiría morir que probar aquella sustancia que removía, ¿estarían observándome en secreto para saber cuanto tiempo aguantaba un hombre sin perder la cordura? “Crueles”, las palabras de aquella mulata, de la que nunca sabré el nombre, eran más que eso. Dardos de desprecio que chocaban contra mi confusión y que ahora me acompañaban burlonas. “Por fin me libro de este desecho”, ¿a que venía repetir tantas veces lo mismo? No puedo perder la esperanza, no puedo entender el macabro juego del que solo debo ser una pieza. Si los que habían preparado el engaño me quisieran muerto, ya lo habrían hecho cuando me tuvieron inconsciente y a su merced.
Me repugna lo tópico de mi situación: un cretino engañado por una escultural mujer. Con algún órgano de menos y sometido a la vejación, castigo de su exceso de testosterona. ¿No estarían rodando una de esas películas para depravados? Desde luego, si era así, tendrían los mejores efectos especiales de la historia. Nada podía haberme preparado para la realidad… irónica red de situaciones comunes…
¡Un momento! He rozado algo, por favor, que no sea un engaño de mis entumecidos dedos. Sí, sí, sí… es duro. Puede ser la punta de la llave, creo que mi hombro se va a dislocar si giro un poco más el antebrazo. Lo único cierto es que la herida de mi costado se ha reabierto, lo sé por la línea de calor que se extiende hasta mi cadera. Creo que lo tengo, pesa más de lo que debería pesar una pequeña pieza de latón. ¡Por fin! ¡La tengo! ¿Y ese chasquido? No, no, no. Esta vez grito, no distingo las palabras que suelta mi boca, ni siquiera mi voz. Es como si insultos en otro idioma fuesen lo único que puedo emitir. ¿Un espejo? ¿¡Un espejo?! Sí, un pequeño espejo de mano que yo mismo sujetaba temblando, y de su asa colgando un fino hilo roto, deshilachado como los restos de mi cordura. Un fuerte ruido de engranajes cubre mis alaridos de pánico, de incredulidad. Algún dispositivo mecánico se ha activado porque toda la celda vibra. El cepo se cierra sobre su presa pero no sé quien va a ser la verdadera victima. Limpio con unas manos retorcidas el cristal. “Sonríe al espejo, cretino”, y un rictus sardónico enmarcado en profundas arrugas, un gesto que no es el mío escupe mi ignorancia desde la pulida superficie apenas visible. En un último bramido demente me pregunto si seré yo el que termine sus días entre estas cuatro paredes indistinguibles o aquel viejo que me pareció intuir tras la mulata, justo cuando caía en sus tejemanejes. Ese viejo que me devuelve la mirada incrédulo desde el espejo que sostengo paralizado por mi horrible final…

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