Etiquetas

sábado, 2 de noviembre de 2013

Empaquetado y Encapsulado

I
Los tres cabrones por fin iban a recibir su merecido.
Marcos, Alberto y Jaime quedaron en una cafetería del centro. Una para turistas, sólo que no había muchos porque hacía buen tiempo y la gente prefería pasear. Marcos, Alberto y Jaime se pidieron, cada uno, un vodka con Red Bull. Se sentaron en una mesa junto a la puerta, para poder fumar mientras bebían. Pero el camarero les amenazó con echarles por encontrarse dentro del local, así que se bebieron la copa de un trago y se largaron.
En el metro, Marcos le dejó su asiento a una anciana; Jaime, a una chica embarazada; Alberto miró, desafiante, a una colombiana de sesenta años que aguardaba a que él siguiera el ejemplo de sus amigos. Los tres la vieron desplazarse lentamente, agarrándose a los barrotes, hasta el otro extremo del vagón.
El metro llegó hasta Pitis. Fueron los tres únicos que se bajaron. En el andén, resonaron sus pisadas. Jaime se volvió un momento: creyó haber oído algo tras ellos.
- Venga, tío – dijo Alberto, y siguieron andando.
Al pie de las escaleras mecánicas les asaltó el guardia de seguridad con un trabajador de la red de metro. Les pidieron sus billetes. No lo sabían, pero los tres pensaron lo mismo en ese momento: o accedían al requerimiento, o los mataban. Y cualquiera de ellos tres podría ser, perfectamente, ese segurata. De su edad, delgado, horas en el gimnasio, acento cerrado, un tatuaje asomando por la manga… 
Marcos, Alberto y Jaime abrieron sus carteras y enseñaron sus billetes.
- Van a recibir su merecido.
- Cabrones.
- Por fin.

Estaban de pie. A doscientos metros de Grupofarmacia Empaquetado y Encapsulado S.A. Habían trabajado allí durante cuatro años. Cuatro largos años. Nadie los veía, ni entonces, ni ahora: era de noche, iban de negro. La nave industrial esperaba, como una fosa común, su llegada. 
Empezaron a atravesar el descampado. Jaime metió la mano en el bolsillo de su sudadera y agarró la navaja: a veces, había yonquis por allí, aunque el poblado estaba al otro lado. 
Por la carretera zumbó un coche. Los tres jóvenes lo vieron pasar, como una rara fuga lumínica extraterrestre. Después, de nuevo el silencio angustioso de la noche.
Saltaron la valla de seguridad. Sin alarmas, sin vigilancia: justo por el sitio que Darío les había dicho que era el punto ciego. 
Darío era el primero. El guardia de seguridad, el hombre con el que uno fumaba en los descansos. Marcos, un día en que tenía un nudo en la garganta y una garra apretándole el corazón, le había contado cómo se sentía en la empresa. Cómo intentó explicarle al jefe su situación, su agobio, sus constantes pesadillas con que la máquina iba demasiado deprisa, él no llegaba a meter las pastillas en sus celdas y sus dedos eran machacados. Tuvo este sueño durante cuatro años. Cuatro Putos Años. Y el jefe le dijo:
- Dile al médico que te recete calmantes.
Darío le dijo:
- Es tu jefe, no tu loquero.
Al menos, había pensado Marcos, el guardia de seguridad había sido sincero.
Poco a poco, Marcos y Darío se habían hecho colegas. Alberto y Jaime no fumaban, pero salían con Marcos a descansar unos minutos. Lo mejor del día, sin duda.
Los tres jóvenes le contaron al guardia de seguridad que se marchaban, hartos de aquello.
- Hacéis bien – les dijo éste -, vosotros que podéis…
Sorprendidos con su respuesta, volvieron al trabajo. Luego, al salir la última vez de la nave, para no volver, lo miraron. Hablaba con el jefe y con Paola, la secretaria.
- Es igual que todos -, dijo Marcos.
- A nosotros nos dice que los jefes son unos cabrones. Pero a ellos, que nosotros somos unos vagos – dijo Jaime.
- Qué asco – dijo Alberto.
Darío jugaba con su smartphone en la garita, y no los oyó hasta que no estuvieron muy cerca. Se asomó, rápido y alerta, y entonces vio a los tres chicos. Sonrió. – Chavales, ¿qué tal va todo?
Jaime sacó su navaja y la abrió. Darío sólo vio un reflejo plateado. Marcos se la arrebató y la clavó en la cara de Darío, a través de la nariz. Había leído que era el camino más fácil y directo al cerebro. Un chorró de sangre manó del orificio. Marcos creyó ver, también, sesos derretidos. 
Darío temblaba, aún desplomado en el suelo. Marcos usó su pie de palanca para sacar la navaja. Se volvió a Jaime:
- Darío era mío.
- Es mi navaja. Haber usado tu arma.
Marcos miró a Alberto. Los dos se sonrieron. Jaime, desconcertado:
- ¿Qué? ¿Qué pasa?
- No puedes cargarte a un tío de frente con un martillo – explicó Alberto.
- Yo creo que sí – insistió Jaime, y tendió la mano -. Déjamelo. Te lo demostraré con Paola.
Con las llaves de Darío, Marcos abrió la puerta trasera de la nave industrial.
Daba directamente a la sala de las máquinas. Allí, durante cuatro años, los tres habían estado de pie. A un lado o a otro de la cinta transportadora, viendo pasar las tabletas vacías. Una detrás de otra. Comprobando que ninguna celda de plástico estuviera arrugada. Una detrás de otra. Como si llegasen al final y volviesen al principio. 
O accionando la manivela que bajaba la máquina expendedora. Una fila de tres, cuatro o cinco pastillas. En el momento justo. Depositadas con cariño en sus celdas, como si la máquina no quisiera hacerles daño. La máquina podía fallar; ellos, no.
Jaime escupió en la cinta transportadora.
Al final de la jornada, el jefe, Roberto, y su secretaria, Paola, se quedaban a “cerrar cuentas”. 
Ella se lo estaba tirando, todo el mundo podía verlo. Roberto era un pusilánime, y ella una víbora. 
Tras unas cajas apiladas, los tres miraron la oficina de Roberto. Tras las cristaleras, sólo se le veía a él.
- Se la está comiendo – dijo Alberto -, por eso no se la ve.
Como si les hubiera escuchado, Alberto se puso en pie y se acercó a una estantería. Llevaba los pantalones abrochados.
Jaime cogió el martillo:
- Voy al despacho de Paola.
Estaba junto a la entrada principal. Allí olía a tabaco, probablemente de los tiempos en los que se podía fumar. El humo se había quedado impregnado en la moqueta del suelo. 
A pocos metros de la entrada, Jaime escuchó el ruido. Con una sonrisa en los labios, se sentó en uno de los sofás de la recepción, disfrutando del espectáculo. Ante él, las ventanas de la oficina, aún con el estore a medio bajar, dejaban vía libre a una mirada intrusa. 
Paola estaba siendo empotrada inclinada en su mesa. 
La zorra ha colado a su novio, pensó Jaime. Pero, luego, miró con más atención: el chico llevaba el mono de trabajo. Paola se estaba cepillando a uno de ellos. 
Eso abría una perspectiva diferente: ¿quién se estaba aprovechando de quién?
Jaime esperó hasta que terminara el sexo. Vio cómo Paola encendía dos cigarros, ponía uno en los labios del operario –era como les llamaban; la máquina era irremplazable, ellos sólo eran las manos que la hacían funcionar-, se llevaba el otro a los suyos y abría la puerta para dejar salir el humo. 
Ahora, les oía.
El chico aún jadeaba. Paola se reía, nerviosa.
- ¿A qué hora entras mañana?
- A las siete.
- Joder… ¿Cuándo vas a quedarte una noche en mi casa?
- ¿Cuándo vas a convencer a Roberto de que me pase al turno de tarde?
- Aún no lo he hablado. Espérate a que haya un hueco en la tarde.
- ¿Cómo se llama esa chica…? ¿Diana?
- Diana, sí. ¿Por…?
- Nada. El otro día oí en la parada a los de su turno quejándose de ella. Le cuesta trabajar después de comer.
- Les pasa a muchos.
- A mí no. Es injusto. Ella está en un turno al que no le saca partido.
Perfecto, se dijo Jaime. Es un hijo de puta como ella. Puede ponerse de mi lado, o del suyo. Dejémosle decidirse.
Se levantó del sillón y se agachó. Se acercó a la puerta abierta. Lo que en un primer momento había pensado que era el interruptor de la luz, resultó ser un enchufe con cobertor. Tendría que arriesgarse. 
Paola y su novio hablaban de lado. Confió en que no vieran nada.
Metió la mano a la altura del pomo, y tanteó, rápido, la pared. Rozó el interruptor y apagó la luz.
- ¿Qué pasa? ¿Se ha ido la luz?
- Puede…
Silencio. Ninguno de los dos parecía moverse. Jaime se puso en pie y agarró con fuerza el martillo.
- Ah, pues no. Se oye el generador.
Y uno de los dos avanzó hacia la puerta.
Jaime gritó y descargó el martillo. No supo dónde le dio hasta que el cuerpo no cayó fuera de la habitación. Era ella, y tenía una protuberancia morada y sangrante en el cuello. Se convulsionaba y se retorcía. Jaime descargó el arma en la cabeza de la chica: se quebró y la punta del martillo se hundió en algo pastoso y burbujeante.
La sacó y se puso en pie. Miró el interior oscuro de la habitación.
- Eh… te toca.
Pero, de un empujón, fue apartado. El operario salió despavorido. 
Hacia el interior de la fábrica. A pesar de que allí, en la recepción, estaba la salida.
Hijo de puta. Hijo de puta tonto.
II
Alberto se detuvo al final de las escaleras metálicas. Desde ahí, dominaba toda la sala de máquinas.
Aún estaba intentando encajar lo que había visto. 
Él y Marcos habían esperado a que Roberto saliera del despacho. Le siguieron hasta el almacén. Cuando se dispusieron a atacarle, Roberto ya llevaba el taladro en sus manos, y no dudó un segundo en perforar el ojo de Marcos. 
Alberto había huido. Roberto se quedó agujereando a Marcos. 
Estaba sin armas. La navaja era de Jaime, que también se había quedado con el martillo. Hacerse con el cuchillo de Alberto no era una opción: tendría que volver al almacén.
Intentó recuperar el resuello sin éxito. En algún momento, Roberto les había descubierto, pero había disimulado. Y no le había temblado el pulso cuando atacó a Marcos. Ellos tres, sin embargo, habían tardado un año y medio en hablar del tema entre sí. Y, luego, otros seis meses en planear aquella noche.
Pensó que estaba a punto de perder el conocimiento, y se agarró a la barandilla.
Tenía que localizar a Jaime. Sacó su teléfono móvil y se aseguró de que su antiguo jefe no estuviera en la sala.
La luz de los vestuarios estaba encendida. Aún así, Jaime se acercó con precaución. Podía ser una trampa, y no sabía si con el operario contaba con el factor miedo.
Los vestuarios eran una estancia grande, llena de filas de taquillas, con varias duchas comunes al fondo. Jaime se quitó los zapatos y los dejó junto a la puerta. Así podía andar más rápido y sin hacer ruido.
Una ducha empezó a funcionar. El cabrón estaba jugando con él.
Jaime intentó meterse en su cabeza: atraigo a mi perseguidor hasta los vestuarios… enciendo la ducha… consigo que vaya hasta allí… puedo salir desde detrás de una fila de taquillas… no: las filas son perpendiculares a las duchas, se me vería venir…. me escondo en la ducha de al lado a la que he abierto… no, estaría vendido a que mi perseguidor no las revisara todas…
Lo tenía: conseguiría que mi perseguidor entrara lo más posible en la sala para que a mí me diera tiempo a salir y encerrarle. Ése era el plan del operario.
Así que Jaime le esperaría junto a la puerta.
Detrás del perchero. Algunos de esos abrigos ya estaban allí colgados cuando él entró a trabajar, cuatro años atrás.
Volvió a ponerse las botas. Se ocultó tras el perchero. 
No tardó mucho en ver la figura del operario aparecer al final de la fila de taquillas. Avanzaba con cuidado hacia la salida.
Una duda terrible: ¿martillo o navaja?
En ese momento, empezó a sonar su teléfono móvil. 
¿Por qué? ¿Cómo…? No tenía ningún sentido.
El operario empezó a correr hacia él. Jaime se dio cuenta de que el chico llevaba una vara de hierro demasiado tarde. Cuando ya no había forma de impedir que la punta retorcida y oxidada atravesara los abrigos y su estómago.
Alberto no sabía si lo que había oído era el móvil de Jaime o el pitido de algún aparato de refrigeración.
Seguía inmóvil, en lo alto de las escaleras. Aterrorizado: mientras más pensaba en lo que había pasado, peor se sentía. 
Le torturaba el asesinato de Marcos, pero más el de Darío, el guardia de seguridad.
¿Cómo habían sido capaces de llegar hasta ese extremo?
Intentó dejar de lado esas ideas:
Si estuvieras con ellos, se dijo, no te plantearías estas cosas. Es falso arrepentimiento. Es miedo.
Tenía que salir de allí.
La sala de máquinas seguía vacía. Se encontraba a la misma distancia de la puerta trasera y de la principal. Sólo tenía que intentar averiguar en cuál de las dos esperaba el jefe.
Bajó los escalones con cuidado, pisando suavemente. Al llegar al suelo, se permitió un descanso. Tierra firme, no metal. Sintió la suela de la zapatilla agarrándose al cemento.
Tenía que decidir. 
Se encaminó a la puerta delantera. Si él fuera su jefe, habría ido a la puerta trasera directamente, buscando la ayuda del guardia de seguridad. Al llegar allí, habría descubierto el cadáver de Darío… pero era casi imposible que ya le hubiera dado tiempo a volver a la puerta delantera. 
Salió por el pasillo 7, el que llamaban “el pasillo de la cafetería”; también, el más alejado de los vestuarios. Olía a frito, el ingrediente principal del menú del día.
Una vez que esté fuera, se dijo Alberto, volveré a llamar a Jaime. 
Una vez que esté fuera, lo veré todo de otra manera. Podré cargar al jefe con el asesinato de Darío y Paola. Podré salir de aquello impune…
Ante él, en el vestíbulo de salida, había alguien.
Un operario de la fábrica, llevaba el mono de trabajo.
Alberto dio un par de pasos más… estaba de espaldas, no le veía. En dos zancadas, se puso a su altura y le tapó la boca. El operario se revolvió y se resistió. Alberto susurró:
- Tranquilo… shhhhh… calma… no voy a hacerte nada…
Dio tiempo a que el operario digiriera sus palabras. Cuando dejó de intentar zafarse, masculló un “vale, de acuerdo”, y Alberto lentamente liberó su boca. El chico se volvió: tenía un par de años menos que él, a lo sumo, y estaba asustado.
- ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
- Trabajo aquí. No tengo dinero…
- Ya veo que trabajas aquí… No quiero dinero. Sólo quiero largarme. Hay… ¿conoces a Roberto?
- ¿Roberto, el jefe?
- Sí. Se ha vuelto loco. He visto cómo mataba a un tío.
- Joder…
- Ayúdame, anda.
Pero el operario no se movió. Alberto fue hasta la puerta y giró el pomo, pero estaba cerrada.
- Mierda.
Y el operario empezó a gritar:
- ¡Socorro!
Alberto intentó alcanzarle, pero el chico salió corriendo.
- ¡Cállate, capullo! ¡Tu jefe está loco!
Alberto apretó el paso. Oía las zancadas aceleradas e irregulares del otro ante sí, siempre con la sensación de que estaba a punto de alcanzarle a la vuelta de la esquina… pero siempre era demasiado tarde. Tenía que calmar a ese chico, o Roberto les encontraría. 
Cuando quiso darse cuenta, estaba en el semisótano de la nave, una amplia estancia llena de generadores y cables y cajas amontonadas, algunas desde hacía años. Paró en un claro, y recuperó el resuello. De allí no había forma de salir. 
Se echó a reir.
Tan sólo tenía que dejar encerrado al operario. Dejarle desesperarse y gritar, para que Roberto fuera a buscarle, y él tener vía libre para la salida. 
Lentamente, desandó el camino hacia las escaleras. Estaba eufórico, tenía ganas de gritar y reírse. Por fin veía una posibilidad real de salir de allí con vida.
Sin embargo, alguien debía haber cerrado la puerta de aquella ratonera detrás de él. 
Y alguien debió apagar la luz, de repente.
…se sintió el tío más estúpido del mundo, ¿cómo pudo pensar siquiera en hacerle sombra al jefe? Conocía a Roberto, lo había conocido durante cuatro largos años, tiempo suficiente para saber que no dejaría que le pasaran por encima, a no ser que los que tuviera por debajo hicieran de colchón para amortiguar el daño…
…alguien, en la oscuridad, corrió hacia Alberto, y una punta metálica le desgarró la cara. Los pasos desaparecieron, se perdieron en la negrura. Daba igual: algo más, no sólo sangre, se derramaba por la herida. 
…Roberto, el cabrón que sólo te sonreía cuando quería pedirte un favor. El tío que decía a sus superiores que eras bueno gracias a él, a sus consejos, a su formación. A sus putas miradas recriminatorias si te movías del sitio aunque fuera para ir al baño.
…algo le atravesó el costado. Sus manos intentaron detener, sin éxito, una fuente de líquido espeso y cálido. Cayó al suelo.
Aunque ya no trabajara allí, el mensaje estaba claro: Roberto seguía siendo el jefe.
- ¿Por qué crees que no me fío de la gente que trabaja para mí?- le oyó decir -. Por cosas como ésta.
- ¿Y por qué crees que no dejo nunca nada de valor en la taquilla?- dijo otra voz. El operario -. Nunca sabes quién es la persona que tienes al lado.
Y Alberto recibió un fuerte golpe en la cabeza. Gritó. Alguno de los dos le espetó:
- ¡Jódete!
Roberto había encontrado en ese chico al subalterno ideal. Dispuesto a seguir su proyecto hasta las últimas consecuencias.
También, pensó Alberto, probablemente el único que, en algún momento, sería capaz de hacerle sombra.
De pasarle por encima, de aniquilarle.
Se echó a reír.
- ¿Qué coño te pasa ahora?
No supo quién le había hablado. Siendo justos, ni siquiera le dio tiempo a terminar de oír la pregunta.

No hay comentarios. :

Publicar un comentario