I. SACRÍLEGO DOLOR
No esperaba con tanta prontitud el temido desenlace.
Tenía asumido que este momento había de llegar tarde o temprano, pero no suponía que fuese a sobrevenir de aquella forma tan precipitada.
Pronto todo terminaría definitivamente. Lo supo enseguida.
El corazón le latía con fuerza, tenía las pupilas dilatadas y un intenso sudor frío esmaltaba cada recoveco de su vulnerable y mortificado cuerpo.
Respiró profundo, cerró los ojos y contuvo un grito. Trató de buscar, en lo más recóndito de su ser, la serenidad y fuerza suficientes para soportar aquellos inexorables y agónicos minutos…
Fue incapaz de ahogar un débil jadeo cuando sintió la primera lacerante ráfaga de punzante dolor que, involuntariamente, le obligaba a retorcerse y contraer sus miembros y facciones de forma grotesca e imposible.
“Gracias Dios mío…”, susurró a “sotto voce”, absorta en su delirio, cuando aquel calvario desaforado e impío dio muestras de indulgencia y le ofreció un breve y tranquilizador receso. No en vano, consciente de lo que había de venir, se preparó a conciencia, tomó aire y trató de relajarse inútilmente.
…Y, una vez más, con renovada fuerza, el impúdico sufrimiento volvió a hacer acto de presencia con insolencia y descaro, tornándose, a cada segundo, más intenso, más vívido, más desgarrador.
“Es el momento, el momento…” , masculló para sus adentros.
Sacudió con violencia los brazos y sembró la habitación con los distintos enseres que, inoportunamente, fueron colocados encima de la vetusta y recia mesa de nogal. Con suma delicadeza se tendió sobre el añejo mueble, perseverante, resignada, aguardando, con insondable temor e ilusión, al mismo tiempo, el completo exterminio de sus fuerzas.
Silenciosas lágrimas comenzaron a asomar a su fatigada y lánguida mirada, pequeñas y cristalinas gotas de concentrado dolor que, descarnadas, resbalaban por su constreñido y forzado rostro. Presa de la aflicción, sintió como su cuerpo y alma desfallecían y, esta vez, le resultó, por completo imposible, ahogar unos desaforados y coléricos alaridos.
Escuchó el murmullo lejano de unas ligeras pisadas que descendían las escaleras a una velocidad vertiginosa. La puerta se abrió con denodada violencia y vio la figura de Leo aproximándose hacia ella. Asió, fuertemente, su mano y la besó con devoción, intentando demostrarle su incondicional y efusivo amor.
“¡solo no podrá¡” , aulló, esclava del incontenible suplicio.
Tenía asumido que este momento había de llegar tarde o temprano, pero no suponía que fuese a sobrevenir de aquella forma tan precipitada.
Pronto todo terminaría definitivamente. Lo supo enseguida.
El corazón le latía con fuerza, tenía las pupilas dilatadas y un intenso sudor frío esmaltaba cada recoveco de su vulnerable y mortificado cuerpo.
Respiró profundo, cerró los ojos y contuvo un grito. Trató de buscar, en lo más recóndito de su ser, la serenidad y fuerza suficientes para soportar aquellos inexorables y agónicos minutos…
Fue incapaz de ahogar un débil jadeo cuando sintió la primera lacerante ráfaga de punzante dolor que, involuntariamente, le obligaba a retorcerse y contraer sus miembros y facciones de forma grotesca e imposible.
“Gracias Dios mío…”, susurró a “sotto voce”, absorta en su delirio, cuando aquel calvario desaforado e impío dio muestras de indulgencia y le ofreció un breve y tranquilizador receso. No en vano, consciente de lo que había de venir, se preparó a conciencia, tomó aire y trató de relajarse inútilmente.
…Y, una vez más, con renovada fuerza, el impúdico sufrimiento volvió a hacer acto de presencia con insolencia y descaro, tornándose, a cada segundo, más intenso, más vívido, más desgarrador.
“Es el momento, el momento…” , masculló para sus adentros.
Sacudió con violencia los brazos y sembró la habitación con los distintos enseres que, inoportunamente, fueron colocados encima de la vetusta y recia mesa de nogal. Con suma delicadeza se tendió sobre el añejo mueble, perseverante, resignada, aguardando, con insondable temor e ilusión, al mismo tiempo, el completo exterminio de sus fuerzas.
Silenciosas lágrimas comenzaron a asomar a su fatigada y lánguida mirada, pequeñas y cristalinas gotas de concentrado dolor que, descarnadas, resbalaban por su constreñido y forzado rostro. Presa de la aflicción, sintió como su cuerpo y alma desfallecían y, esta vez, le resultó, por completo imposible, ahogar unos desaforados y coléricos alaridos.
Escuchó el murmullo lejano de unas ligeras pisadas que descendían las escaleras a una velocidad vertiginosa. La puerta se abrió con denodada violencia y vio la figura de Leo aproximándose hacia ella. Asió, fuertemente, su mano y la besó con devoción, intentando demostrarle su incondicional y efusivo amor.
“¡solo no podrá¡” , aulló, esclava del incontenible suplicio.
“¡solo no podrá!…. ¡ayúdale!”
II. CASO 453“¡Pobre niña!”, exclamó el hombre, sinceramente afectado, “¿quién podría abusar de forma tan despiadada de criatura semejante?”
Ana fue incapaz de disimular sus sentimientos. Enjugó su rostro húmedo y brillante y solo acertó a decir:
“La condición humana, de eso se trata…”
Era consciente de que, si su padre la veía en tal estado, se avergonzaría de ella durante el resto de su vida. El inspector Saúl Espinosa, un recio y respetado policía, un hombre serio, duro, austero, perseverante donde los haya, capaz de volcarse al máximo en cualquier intrincado caso por dramático que fuese. No, no convenía que se enterase, ni lo comprendería tampoco.
Y ahí estaba ella, contemplando con expresión de inequívoco horror aquellas deleznables pruebas, aquellas malditas y truculentas fotos que conseguían estremecerla hasta límites inenarrables.
Resultaba tan doloroso observar a ese inocente, tullido y frágil ser de apariencia monstruosa y facciones primitivas, toscas, repulsivas pero que, al mismo tiempo, le conferían un aspecto tan vulnerable y desvalido… Pensar que aquella aberración contaba con apenas catorce años, ¿existía, de verdad, alguien capaz de mancillar así a alguien tan inocente?
Su compañero prefirió ahorrarle el visionado de las restantes pruebas, pero ella prefirió ser valiente.
Mala, muy mala idea…
Aquella niña que apenas rozaba la adolescencia, albergaba en su vientre dos pequeñas “sorpresas” fruto del desmesurado amor que su progenitor le profesaba: dos diminutos y escuálidos seres, dotados de unos protuberantes y exagerados cráneos, de rostros vacíos y deficientes y cuerpos tullidos, viscosos y exageradamente desproporcionados.
Ana sintió como una arcada brotaba de su maltrecho y removido interior. Se acercó la mano a la boca y realizó someros esfuerzos por intentar sofocarla.
“¿Estás bien?” preguntó Leo, mostrando su más profunda preocupación.
“La condición humana, de eso se trata…”
Era consciente de que, si su padre la veía en tal estado, se avergonzaría de ella durante el resto de su vida. El inspector Saúl Espinosa, un recio y respetado policía, un hombre serio, duro, austero, perseverante donde los haya, capaz de volcarse al máximo en cualquier intrincado caso por dramático que fuese. No, no convenía que se enterase, ni lo comprendería tampoco.
Y ahí estaba ella, contemplando con expresión de inequívoco horror aquellas deleznables pruebas, aquellas malditas y truculentas fotos que conseguían estremecerla hasta límites inenarrables.
Resultaba tan doloroso observar a ese inocente, tullido y frágil ser de apariencia monstruosa y facciones primitivas, toscas, repulsivas pero que, al mismo tiempo, le conferían un aspecto tan vulnerable y desvalido… Pensar que aquella aberración contaba con apenas catorce años, ¿existía, de verdad, alguien capaz de mancillar así a alguien tan inocente?
Su compañero prefirió ahorrarle el visionado de las restantes pruebas, pero ella prefirió ser valiente.
Mala, muy mala idea…
Aquella niña que apenas rozaba la adolescencia, albergaba en su vientre dos pequeñas “sorpresas” fruto del desmesurado amor que su progenitor le profesaba: dos diminutos y escuálidos seres, dotados de unos protuberantes y exagerados cráneos, de rostros vacíos y deficientes y cuerpos tullidos, viscosos y exageradamente desproporcionados.
Ana sintió como una arcada brotaba de su maltrecho y removido interior. Se acercó la mano a la boca y realizó someros esfuerzos por intentar sofocarla.
“¿Estás bien?” preguntó Leo, mostrando su más profunda preocupación.
“Tendré que estarlo, sin remedio”
III. SIN RESOLVER
El pequeño yacía de decúbito lateral, con el cuerpo completamente agazapado y comprimido, tenía los dedos de las manos y los pies contraídos de manera espantosa, como si hubiese estado bajo una tensión irrespirable. Presentaba unos acusados síntomas de malnutrición, hematomas disgregados por toda su raquítica anatomía, cortes y algunas calvas que dejaban entrever pequeñas heridas y rojeces repartidas por la totalidad del cuero cabelludo. El niño había muerto de miedo.
Resultaba imposible que, durante tanto tiempo, hubiese estado durmiendo dentro de aquel cajón oxidado lleno de restos resecos de excrementos, vómitos, moho y comida infecta y putrefacta.
El levantamiento del cadáver resultó costoso, no solo a causa del indescriptible hedor que emanaba del siniestro zulo, sino por la acusada rigidez que presentaba el cadáver y lo encajado que estaba en aquel minúsculo habitáculo. Los esfuerzos por arrancarlo de su inhumano escondite resultaban infructuosos y fueron varias las tentativas llevadas a cabo.
La escena era tan dantesca que aquellos hombres de ley, acostumbrados a contemplar cientos de escalofriantes y estremecedoras secuencias, se sobrecogieron ante tan descorazonadora visión.
Ana abandonó la minúscula y lacrada habitación, necesitaba un poco de aire fresco, sino acabaría desmayándose para el escarnio de sus compañeros y el suyo propio. Se sentía agobiada y no creía que su presencia en el lugar fuese relevante ni necesaria.
“Deberías plantearte tu posición” , le espetó, de repente, una voz a su lado.
Resultaba imposible que, durante tanto tiempo, hubiese estado durmiendo dentro de aquel cajón oxidado lleno de restos resecos de excrementos, vómitos, moho y comida infecta y putrefacta.
El levantamiento del cadáver resultó costoso, no solo a causa del indescriptible hedor que emanaba del siniestro zulo, sino por la acusada rigidez que presentaba el cadáver y lo encajado que estaba en aquel minúsculo habitáculo. Los esfuerzos por arrancarlo de su inhumano escondite resultaban infructuosos y fueron varias las tentativas llevadas a cabo.
La escena era tan dantesca que aquellos hombres de ley, acostumbrados a contemplar cientos de escalofriantes y estremecedoras secuencias, se sobrecogieron ante tan descorazonadora visión.
Ana abandonó la minúscula y lacrada habitación, necesitaba un poco de aire fresco, sino acabaría desmayándose para el escarnio de sus compañeros y el suyo propio. Se sentía agobiada y no creía que su presencia en el lugar fuese relevante ni necesaria.
“Deberías plantearte tu posición” , le espetó, de repente, una voz a su lado.
“No hará falta que me lo supliques”
IV. MEA CULPA
Cada día, las visiones eran más aterradoras y constantes y, lejos de mermar con el paso del tiempo, se acrecentaban peligrosamente hasta unos arriesgados límites que cuestionaban la fusión de la delgadísima línea que separa la realidad del mundo onírico y da lugar a la incipiente locura.
Abandonar el cuerpo no solo no había mitigado su malestar, al contrario, la desocupación solo acertó a concederle más tiempo a solas con sus tenebrosos pensamientos.
La reacción de su padre no ayudaba mucho. El hombre se negaba a comprender la debilidad que afloraba en el interior de Ana, carne de su carne, sangre de su sangre y, a su pesar, tan vulnerable y frágil. No la había dejado de querer, pero pensaba que debía recibir una lección, al fin y al cabo, realizó esfuerzos infrahumanos para que ingresase en el cuerpo y, por ello, ese era el único agradecimiento que recibía…solo estaba enormemente ofendido con ella.
Ana lo sabía, entendía por qué no la llamaba, no le mostraba su apoyo, su cariño. En parte trataba de comprenderlo pero, aún así, le dolía su distanciamiento, sobre todo teniendo en cuenta que conocía sus problemas y, recientemente, le habían comentado que visitaba un psiquiatra, que no dormía por la noches que, en definitiva, necesitaba hombros sobre los que descargar sus injuriosas y amargas lágrimas.
Su madre la llamaba cada día y la visitaba siempre que le era posible. Leo también se sentía muy unido a ella en esos difíciles momentos, la arropaba incondicionalmente, le expresaba su apoyo e intentaba sacarla de casa para evadirla de sus sombrías fantasías.
No podía negarse que tenía motivos para sentirse amada, solo que, echaba, irremediablemente, en falta, las muestras de afecto paterno.
Abandonar el cuerpo no solo no había mitigado su malestar, al contrario, la desocupación solo acertó a concederle más tiempo a solas con sus tenebrosos pensamientos.
La reacción de su padre no ayudaba mucho. El hombre se negaba a comprender la debilidad que afloraba en el interior de Ana, carne de su carne, sangre de su sangre y, a su pesar, tan vulnerable y frágil. No la había dejado de querer, pero pensaba que debía recibir una lección, al fin y al cabo, realizó esfuerzos infrahumanos para que ingresase en el cuerpo y, por ello, ese era el único agradecimiento que recibía…solo estaba enormemente ofendido con ella.
Ana lo sabía, entendía por qué no la llamaba, no le mostraba su apoyo, su cariño. En parte trataba de comprenderlo pero, aún así, le dolía su distanciamiento, sobre todo teniendo en cuenta que conocía sus problemas y, recientemente, le habían comentado que visitaba un psiquiatra, que no dormía por la noches que, en definitiva, necesitaba hombros sobre los que descargar sus injuriosas y amargas lágrimas.
Su madre la llamaba cada día y la visitaba siempre que le era posible. Leo también se sentía muy unido a ella en esos difíciles momentos, la arropaba incondicionalmente, le expresaba su apoyo e intentaba sacarla de casa para evadirla de sus sombrías fantasías.
No podía negarse que tenía motivos para sentirse amada, solo que, echaba, irremediablemente, en falta, las muestras de afecto paterno.
“No soy fuerte, perdóname, papá”
V. INSTINTO MATERNO
“¡Mamá!, ¡Mamá!”
“¿Es eso lo que te susurran las voces nocturnas?, dime…”, preguntó la doctora Gómez, ligeramente inquieta ante el profundo y hermético estado hipnótico de Ana. En principio, la sesión le había parecido una idea de lo más correcta, ahora estaba cuestionando su propia, y empezaba a pensar, errónea decisión.
“¡Madre!, ¡Madre!, no me dejes, mamá, te ofreciste voluntariamente para darme cobijo en tus entrañas.”
La mujer, asustada, abandonó la habitación de inmediato y regresó, al cabo de unos segundos, en compañía de dos enfermeros. Inmovilizaron a la agitada paciente y le inyectaron la cristalina solución, que tardó un minuto escaso en dejarla completamente aturdida.
Más tarde volvió a su despacho, donde la esperaba Leo visiblemente nervioso.
“Como amigos que somos he de serte completamente franca: es grave, más de lo que pensaba. Lamento comunicarte que voy a recluirla, solo faltan tres meses para que nazca el niño, es arriesgado…”, se sintió incapaz de continuar con su reflexión.
“Sí, sé lo que me vas a decir. No confías en su capacidad para cuidar del bebé pero, Eva, estoy seguro de que, cuando nazca, las cosas serán diferentes”, la desesperación hizo mella en su rostro.”
“Sabes que tu mujer tiene un importante desorden mental, no distingue la ficción de lo real, esas alucinaciones, esa obsesión malsana con la apariencia del pequeño, aún a pesar de que las periódicas revisiones no han revelado ninguna anomalía importante. No puedo hacer otra cosa, perdóname.”
Él no fue capaz de añadir nada más, se marcho tan consternado como abatido, con el corazón destrozado y el ánimo ensombrecido.
Pero Leo no se daba por vencido tan fácilmente y, aun a pesar de las insistencias por parte de médicos y enfermeras en la inconveniencia de las visitas constantes, iba a visitarla de continuo y le manifestaba su apoyo incondicional y su constante esperanza de que todo se resolviese de otra manera.
“El niño está inquieto” , le manifestaba ella, casi a diario, “no le gusta este ambiente tan decrépito, me habla cada noche, me suplica que le lleve a casa, no quiere nacer aquí.”
“Te prometo que haré lo que sea, cualquier cosa que esté en mi mano para que ambos volváis a mi lado, lo juro…”
Unos golpes secos resonaron en la puerta acolchada, una voz tosca y seca anunció la sentencia de forma tajante:
“¿Es eso lo que te susurran las voces nocturnas?, dime…”, preguntó la doctora Gómez, ligeramente inquieta ante el profundo y hermético estado hipnótico de Ana. En principio, la sesión le había parecido una idea de lo más correcta, ahora estaba cuestionando su propia, y empezaba a pensar, errónea decisión.
“¡Madre!, ¡Madre!, no me dejes, mamá, te ofreciste voluntariamente para darme cobijo en tus entrañas.”
La mujer, asustada, abandonó la habitación de inmediato y regresó, al cabo de unos segundos, en compañía de dos enfermeros. Inmovilizaron a la agitada paciente y le inyectaron la cristalina solución, que tardó un minuto escaso en dejarla completamente aturdida.
Más tarde volvió a su despacho, donde la esperaba Leo visiblemente nervioso.
“Como amigos que somos he de serte completamente franca: es grave, más de lo que pensaba. Lamento comunicarte que voy a recluirla, solo faltan tres meses para que nazca el niño, es arriesgado…”, se sintió incapaz de continuar con su reflexión.
“Sí, sé lo que me vas a decir. No confías en su capacidad para cuidar del bebé pero, Eva, estoy seguro de que, cuando nazca, las cosas serán diferentes”, la desesperación hizo mella en su rostro.”
“Sabes que tu mujer tiene un importante desorden mental, no distingue la ficción de lo real, esas alucinaciones, esa obsesión malsana con la apariencia del pequeño, aún a pesar de que las periódicas revisiones no han revelado ninguna anomalía importante. No puedo hacer otra cosa, perdóname.”
Él no fue capaz de añadir nada más, se marcho tan consternado como abatido, con el corazón destrozado y el ánimo ensombrecido.
Pero Leo no se daba por vencido tan fácilmente y, aun a pesar de las insistencias por parte de médicos y enfermeras en la inconveniencia de las visitas constantes, iba a visitarla de continuo y le manifestaba su apoyo incondicional y su constante esperanza de que todo se resolviese de otra manera.
“El niño está inquieto” , le manifestaba ella, casi a diario, “no le gusta este ambiente tan decrépito, me habla cada noche, me suplica que le lleve a casa, no quiere nacer aquí.”
“Te prometo que haré lo que sea, cualquier cosa que esté en mi mano para que ambos volváis a mi lado, lo juro…”
Unos golpes secos resonaron en la puerta acolchada, una voz tosca y seca anunció la sentencia de forma tajante:
“El tiempo de visita ha concluido.”
VI. VÍSPERA
No expresaba señales de inquietud ni nerviosismo de ningún tipo, es más, la tranquilidad que mostraba resultaba, ciertamente, pasmosa, plácida y, porque no decirlo, inquietante.
Había algo enigmático en ella, bien podría ser su mirada ausente, distante y apagada o su conducta frívola y esquiva, como si nada le importase, como si el mundo fuese completamente inexistente para ella.
Leo no sabía a qué atenerse. La espiaba cuando caía la noche, oculta bajo el soterrado velo de la nocturna intimidad del cuarto, acariciando con especial mimo su vientre, murmurando oculta entre las recónditas tinieblas. No es que le disgustase que su esposa amase tanto al bebé, pero era innegable que esta conducta le inquietaba sobremanera.
Pero sin duda, lo que más preocupante se le antojaba era que, a contra natura, no mostrase ningún interés ni preocupación en los preparativos para la, ya próxima, llegada del niño. Se negó a comprar la cuna y demás enseres, no quería oír hablar de biberones y, cuando su afectado marido le reprochaba esta apática actitud, solo respondía:
“A su tiempo entenderás el porqué, y sabrás a qué atenerte.”
Inquieto ante todos estos síntomas, en más de una ocasión, decidió hablar con la doctora Gómez y ésta, que siempre se mostró reacia a que la joven abandonase el sanatorio, le insistía, con demasiado ahínco, en una nueva reclusión.
Pero Leo no estaba dispuesto a admitir la enajenación de su esposa, además, tampoco encontró en ella síntomas verdaderamente alarmantes, o al menos eso pensaba, el problema radicaba en esa falta de ánimo, esa desgana tan impropia de una madre primeriza, en resumen, nada que, pensaba él, pudiese persistir con la inminente llegada del pequeño.
Había algo enigmático en ella, bien podría ser su mirada ausente, distante y apagada o su conducta frívola y esquiva, como si nada le importase, como si el mundo fuese completamente inexistente para ella.
Leo no sabía a qué atenerse. La espiaba cuando caía la noche, oculta bajo el soterrado velo de la nocturna intimidad del cuarto, acariciando con especial mimo su vientre, murmurando oculta entre las recónditas tinieblas. No es que le disgustase que su esposa amase tanto al bebé, pero era innegable que esta conducta le inquietaba sobremanera.
Pero sin duda, lo que más preocupante se le antojaba era que, a contra natura, no mostrase ningún interés ni preocupación en los preparativos para la, ya próxima, llegada del niño. Se negó a comprar la cuna y demás enseres, no quería oír hablar de biberones y, cuando su afectado marido le reprochaba esta apática actitud, solo respondía:
“A su tiempo entenderás el porqué, y sabrás a qué atenerte.”
Inquieto ante todos estos síntomas, en más de una ocasión, decidió hablar con la doctora Gómez y ésta, que siempre se mostró reacia a que la joven abandonase el sanatorio, le insistía, con demasiado ahínco, en una nueva reclusión.
Pero Leo no estaba dispuesto a admitir la enajenación de su esposa, además, tampoco encontró en ella síntomas verdaderamente alarmantes, o al menos eso pensaba, el problema radicaba en esa falta de ánimo, esa desgana tan impropia de una madre primeriza, en resumen, nada que, pensaba él, pudiese persistir con la inminente llegada del pequeño.
“Está demasiado rara”
VII. HIJO PREMATURO
Cuando se escucharon aquellos desgarradores gritos no pudo contener su nerviosismo:
“No puede ser”, pensó, “aún falta un mes, ¡un mes!”
Bajó, con premura, las intrincadas escaleras y la encontró allí, tendida sobre la robusta mesa, con el rostro crispado por el dolor, llorando amargamente.
Cogió su mano con fuerza y la besó.
“Solo no podrá… ¡Ayúdale!… ¡Ayúdale!, morirá si no lo haces” , gritó desesperada.
“Amor, ahora mismo vamos al hospital, esto es una locura… “ dijo él, fuera de sí
“¡No, no hay tiempo, no puedo moverme, nuestro hijo quiere venir al mundo aquí y ahora!”
Los incesantes lamentos de Ana cesaron y, su cuerpo, comenzó a convulsionar de una manera salvaje y desmedida, desenfrenados borbotones de sangre espesa, densa y oscura emergían de sus labios ennegrecidos y agrietados por la fiebre.
Incrédulo, pudo observar como unos bultos inquietos y furiosos se sacudían, con vehemencia e incontenible rabia, en el interior del prominente y agitado vientre materno.
De inmediato, con horror, fue consecuente: “aquello” la estaba desgarrando por dentro.
En estado semiinconsciente y próximo al shock, la mujer hizo un último y denodado esfuerzo por balbucir unas últimas palabras:
“El dolor es indescriptible, te lo ruego, no prolongues más mi agonía, te lo suplico, si me amas, libérame.”
Hizo acopio de valor, dirigió una última y piadosa mirada a su martirizada esposa y, decidido, aferró las enormes y afiladas tijeras con implacable determinación.
Esa maldita “cosa” se agitaba, a cada momento, con mayor desesperación, con una fuerza e inquina inusitadas, luchaba, con uñas y dientes, por conocer la realidad de un mundo que, todavía, le era negado y, si era preciso, se abriría paso de cualquier forma posible, a mordiscos, a patadas, no le importaba el padecimiento de quien le ofrecía la vida, solo quería nacer…
Hundió el punzante filo en el abultado abdomen y, poco a poco, fue rasgando la piel y los músculos, dejando, lentamente, al descubierto, la inimaginable y turbadora realidad del mundo intrauterino. Una marea de sangre escarlata emergió, procaz y copiosa, del cuerpo aún caliente y espasmódico de la sufrida parturienta.
Lentamente, las tijeras se escurrieron entre sus dedos empapados y teñidos, se llevó las manos a la cabeza y se apartó con brusquedad cuando contempló, absorto, a la pequeña criatura que tenía ante sus ojos, aquella diminuta aberración que coleteaba nerviosa, como un renacuajo, entre la repugnante maraña de entrañas y coagulada hemoglobina, aquella monstruosidad minúscula e infame que emitía un discordante chillido que bien podría interpretarse como llanto.
Miró, de nuevo, al extraño ser, y sintió como esa sensación de repulsión se desvanecía, poco a poco, dando paso a una incesante ternura y compasión.
Tomó a la cartilaginosa criatura entre sus manos, besó su frente sanguinolenta y la contemplo, absorto, al amparo de la gélida luz lunar que proyectaba sus rayos a través de la indiscreta ventana.
“No puede ser”, pensó, “aún falta un mes, ¡un mes!”
Bajó, con premura, las intrincadas escaleras y la encontró allí, tendida sobre la robusta mesa, con el rostro crispado por el dolor, llorando amargamente.
Cogió su mano con fuerza y la besó.
“Solo no podrá… ¡Ayúdale!… ¡Ayúdale!, morirá si no lo haces” , gritó desesperada.
“Amor, ahora mismo vamos al hospital, esto es una locura… “ dijo él, fuera de sí
“¡No, no hay tiempo, no puedo moverme, nuestro hijo quiere venir al mundo aquí y ahora!”
Los incesantes lamentos de Ana cesaron y, su cuerpo, comenzó a convulsionar de una manera salvaje y desmedida, desenfrenados borbotones de sangre espesa, densa y oscura emergían de sus labios ennegrecidos y agrietados por la fiebre.
Incrédulo, pudo observar como unos bultos inquietos y furiosos se sacudían, con vehemencia e incontenible rabia, en el interior del prominente y agitado vientre materno.
De inmediato, con horror, fue consecuente: “aquello” la estaba desgarrando por dentro.
En estado semiinconsciente y próximo al shock, la mujer hizo un último y denodado esfuerzo por balbucir unas últimas palabras:
“El dolor es indescriptible, te lo ruego, no prolongues más mi agonía, te lo suplico, si me amas, libérame.”
Hizo acopio de valor, dirigió una última y piadosa mirada a su martirizada esposa y, decidido, aferró las enormes y afiladas tijeras con implacable determinación.
Esa maldita “cosa” se agitaba, a cada momento, con mayor desesperación, con una fuerza e inquina inusitadas, luchaba, con uñas y dientes, por conocer la realidad de un mundo que, todavía, le era negado y, si era preciso, se abriría paso de cualquier forma posible, a mordiscos, a patadas, no le importaba el padecimiento de quien le ofrecía la vida, solo quería nacer…
Hundió el punzante filo en el abultado abdomen y, poco a poco, fue rasgando la piel y los músculos, dejando, lentamente, al descubierto, la inimaginable y turbadora realidad del mundo intrauterino. Una marea de sangre escarlata emergió, procaz y copiosa, del cuerpo aún caliente y espasmódico de la sufrida parturienta.
Lentamente, las tijeras se escurrieron entre sus dedos empapados y teñidos, se llevó las manos a la cabeza y se apartó con brusquedad cuando contempló, absorto, a la pequeña criatura que tenía ante sus ojos, aquella diminuta aberración que coleteaba nerviosa, como un renacuajo, entre la repugnante maraña de entrañas y coagulada hemoglobina, aquella monstruosidad minúscula e infame que emitía un discordante chillido que bien podría interpretarse como llanto.
Miró, de nuevo, al extraño ser, y sintió como esa sensación de repulsión se desvanecía, poco a poco, dando paso a una incesante ternura y compasión.
Tomó a la cartilaginosa criatura entre sus manos, besó su frente sanguinolenta y la contemplo, absorto, al amparo de la gélida luz lunar que proyectaba sus rayos a través de la indiscreta ventana.
“Hijo mío, me deberé a ti hasta la irrevocable extinción de mis días.”
Solo era el comienzo de la difícil misión que se le había encomendado.
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