VIII. DESDE EL SILENCIO
- Hijo mío, me deberé a ti hasta la irrevocable extinción de mis días…
Paulatinamente, las palabras acababan por desvanecerse, fútiles y etéreas, engullidas por la tétrica y estremecedora tenebrosidad que invadía aquella infecta habitación plagada de inmunda pestilencia e inexorable silencio.
- Hijo mío, me deberé a ti hasta la irrevocable extinción de mis días…
Una y otra vez, la constante evocación a aquella efusiva expresión conmocionaba la turbada mente del hombre solitario, mezquino y desesperado que dormitaba a intervalos en aquel desaseado cubículo colmado de aire viciado e infecto.
El cuerpo delgado y depauperado de Leo se convulsionaba, débilmente, bajo las raídas y sucias sábanas de felpa. Un sudor frío y abundante recorría sus desencajadas facciones y el resto de su espasmódica anatomía. Luchaba, de manera incesante, por abandonar aquel aletargado y zozobrante estado que estremecía su interior hasta insondables límites, por desembarazarse de aquellas odiosas fantasías oníricas que le sumían en tan sempiterna aflicción.
Y por fin, con gran alivio, comprendió que lo había logrado. Tan reiterada como empedernida entrega en aquella inflexible contienda interna había sido favorable para él y sus languidecidos párpados se abrieron de par en par liberándole, al menos durante un exiguo instante, de aquella turbadora sensación de miedo y desamparo.
Pero no tardó en advertir que lo que le esperaba tras aquel tranquilizador receso no era mucho más esperanzador. Reflexionó acerca de si abandonar su antaño desesperante estado no habría sido un consumado error en comparación al cúmulo de adversidades que parecían a punto de sobrevenirle encima y que, como ya era habitual a aquellas intempestivas horas, comenzaban a manifestarse de forma prolongada e insistente, arrebatándole la escasa tranquilidad que creyó experimentar durante aquel conciso y amable intervalo.
Escuchó, de una manera sobrecogedoramente nítida, las repercusiones provocadas por aquellos gruñidos broncos e ininteligibles a los cuales seguían unos disonantes chillidos acompañados de estrepitosos golpes que se propagaban de manera estridente a lo largo del interminable corredor principal.
Cerró los ojos y oprimió los dientes con inusitada fuerza, buscando tan solo un atisbo de pensamiento amable bajo el cual evadirse de aquella traicionera realidad. Sólo imploraba no tener que resignarse a sufrir, de nuevo, aquel calvario que tanto le atenazaba, no tener que ponerse en pie una noche más y sentir sobre su demacrada piel el aterido tacto de aquella gélida y densa madrugada tal como venía siendo común durante las interminables tres últimas semanas de su lamentable existencia.
Pero le resultaba completamente imposible ignorar aquel incesante y escandaloso golpeteo que se prolongaba, procaz y recalcitrante, a lo largo de cada una de las lacradas y pestilentes estancias y que no parecía, por ningún lado, ofrecer señales de receso o tregua.
Se desarropó a regañadientes y, con expresión de profunda pesadumbre y abatimiento, permaneció sentado en la cama durante unos minutos planteándose, a ultranza, la posibilidad de culminar con aquella avasalladora situación que mermaba tan poderosamente su apego a la vida.
De nuevo, una sucesión de estentóreos rezongos acompañados del contundente golpe de un pesado objeto percutiendo sobre el malparado entarimado, impregnaron de turbación la atmósfera, augurando un mal presagio que, posiblemente, no tardaría en manifestarse de no actuar con las debidas decisión y presteza.
El atribulado hombre hizo acopio de valor, emitió un leve resuello y saltó de la cama como movido por un invisible resorte que le instaba a cumplir su cometido, al menos en lo que se refería a aquella noche…
Tanteó durante unos leves minutos en la oscuridad, adormecido y tambaleante, hasta encontrar algo que ponerse y, raudo, se vistió con las primeras prendas que acertó a localizar en aquel caótico y tapiado agujero plagado de mugre y hediondez. A continuación, abrió el primer cajón de su mesilla de noche y buscó entre el cochambroso montón de enseres apilados, abandonados y ya, muchos de ellos, enmohecidos y deteriorados a causa del tiempo hasta localizar, por fin, el manojo de oxidadas llaves que introdujo, sin titubeos, en el bolsillo del grasiento pantalón.
Abrió la puerta de la habitación y, con expresión de atormentada resignación en el rostro, contempló la apariencia de aquel desvencijado e interminable pasillo plagado de humedades, salpicaduras a lo largo y ancho de los corroídos travesaños que conformaban la estructura de las paredes y el suelo, donde se apilaban pequeñas cantidades de desperdicios de las cuales emanaba un denso olor a rancio y podrido que tornaba la atmósfera inmunda e irrespirable, descomunales telas de araña atestadas de cadáveres de diminutos insectos e indicios, en forma de pequeños excrementos y restos de comida a medio roer, de la existencia de otro tipo de fauna de mayor tamaño que cohabitaba, libremente, entre sí, alimentándose de los disgregados despojos que se corrompían dentro del destartalado inmueble.
Aceleró el paso cuan largo se tornaba aquel pasadizo de pesadilla, tratando de ignorar, en la medida de lo posible, el asolado lugar que pisaban sus pies desde hacía ya años y que, muy a su pesar, no se determinaba a abandonar, aún conociendo los contratiempos que podría ocasionarle seguir residiendo en aquel insalubre tugurio. Esquivó, en la medida de lo posible, los malolientes residuos que se dispersaban por toda la carcomida tarima, sacó las llaves del bolsillo lo más rápido que pudo y se colocó frente a la desvencijada y decrépita puerta situada al final del sombrío pasaje que, sacudida por una persistente y sobrehumana fuerza que emitía incomprensibles y ásperos sonidos acompañados de golpes, arañazos y ensordecedores lamentos, parecía a punto de desmoronarse de un momento a otro.
Un intenso suspiro, mezcla de resignación y perseverancia, abandonó la oprimida garganta de Leo:
Un intenso suspiro, mezcla de resignación y perseverancia, abandonó la oprimida garganta de Leo:
- Ya voy, ya voy… -, farfulló en un tono forzosamente dócil y conformista.
Paulatinamente, los golpes parecieron remitir en consonancia al resto de hostiles manifestaciones ofrecidas por la impetuosa criatura que, con celosía, se guarecía tras los postergados muros que conformaban la estructura de aquella precintada estancia, tratando de enmascarar la singular condición de su auténtica naturaleza.
Introdujo la llave en la cerradura, realizó una doble torsión de muñeca y, en un instante, se presentó en el interior del ominoso aposento, dentro del cual se entremezclaban la más que manifiesta falta de ventilación, la repulsiva esencia, presente en todo el inmueble, a materia en descomposición y los vapores irradiados por la concentración de excrementos resecos, micciones y otras salpicaduras, también de procedencia orgánica, que embadurnaban cada centímetro cúbico de aquel inmundo e inhumano cuchitril.
Introdujo la llave en la cerradura, realizó una doble torsión de muñeca y, en un instante, se presentó en el interior del ominoso aposento, dentro del cual se entremezclaban la más que manifiesta falta de ventilación, la repulsiva esencia, presente en todo el inmueble, a materia en descomposición y los vapores irradiados por la concentración de excrementos resecos, micciones y otras salpicaduras, también de procedencia orgánica, que embadurnaban cada centímetro cúbico de aquel inmundo e inhumano cuchitril.
Se adentró en la desaseada alcoba y, temeroso, se dio la vuelta para cerrar la puerta lo más rápido que le fue posible. Inmediatamente después, con pasos calculados y lentos, se dispuso a acercarse a la imprecisa figura de respiración agitada y arrítmica que, acurrucada en una esquina, gimoteaba y se revolvía presa de la avidez y el frenesí:
- Ya estoy aquí, se acabó, se acabó…
IX. ACABADO
- ¡Por dios….! Haga el favor de mirarse, está usted hecho un verdadero asco, se ha convertido en un despojo harapiento y desaliñado, ¡da usted auténtica grima! Hágame, al menos, el favor de abrocharse los pantalones correctamente, si no es mucho pedir…
Cabizbajo, sombrío y ceñudo, Leo permanecía sentado frente al escritorio de aquel hombre portador de solemne semblante y adusta seriedad atendiendo, prudente y silencioso, a la tan justa como réproba reprimenda que, por desgracia, venía previendo desde hacía ya algunos meses.
- Mire, sé que su situación es complicada y no es, ni muchísimo menos, mi intención perjudicarle, pero debe comprender mi posición-, declaró el hombre en un tono de voz tan alarmantemente grave como serio.
- La primera vez que le advertí pareció usted comprenderlo y cambiar su comportamiento, creí que con solo aquello será suficiente pero, no asimilo bien como, optó por continuar en esa misma línea de desinterés y confusión, tanto que me pregunto si, realmente, es capaz de intuir la situación que se le presenta a raíz de su obcecación e ineptitud. Aún con todo esto, pretendí mostrarme indulgente una segunda vez, teniendo en cuenta las dificultades que le atenazan y que, no puedo negar, son un veraz fundamento capaz de truncar cualquiera de los objetivos que pueda proponerse en este tan delicado como lamentable momento de su vida -, el hastiado y cano director se quitó las gafas y realizó un disgustado gesto sacudiendo la cabeza lateralmente al tiempo que, con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, se sujetaba los fatigados y marchitos párpados, tratando de despejar su mente de aquella turbadora sensación de desabrido remordimiento.
- Mire, siento, de verdad, no tener otro remedio que hacer esto… -, pronunció sin apenas dirigir la mirada a su afligido interlocutor, con resuelta decisión y notoriedad.
El rostro compungido y apesadumbrado de Leo parecía a punto de estallar en suplicantes lágrimas. Sus manos pálidas y temblorosas se aferraron con inusitada fuerza al bolígrafo que, nerviosamente, hacía ya rato se deslizaba raudo entre sus dedos fruto del extremado histerismo. Una voz quebrada y temblorosa abandonó su aterida garganta en un arduo intento por suplicar, una vez más, por aquello que con tanta resignación sabía que iba a ocurrir:
- Por favor, le pido que no lo haga. Se lo ruego por el hijo que tengo a mi cargo y que quedará desamparado al completo si su padre no puede brindarle los cuidados necesarios…. Necesito este empleo, solo por él, solo por mi hijo, nadie más que yo puede hacerse cargo de él, requiere unos cuidados muy especiales….
- Lo sé, lo sé -, le interrumpió el digno y amable caballero que trataba, desde su poltrona, de no perder la compostura y resolver aquel caso de la forma más diplomática posible, – por eso ha tenido tantas oportunidades, pero esto ya se le está yendo de las manos peligrosamente. No hay más que ver su aspecto para cerciorarse de ello, es…deplorable, como poco. ¿Se hace idea, por curiosidad, de cuantas quejas he podido recibir a lo largo de estas dos semanas? Mire, si le es imposible cargar con todo a usted solo, pida ayuda. Tal vez los servicios sociales puedan ofrecerle, que se yo, asistencia tanto psicológica como física. Si quiere, yo mismo me enteraré de que tramites debe preparar para optar a esta protección, incluso cabe la posibilidad de que el estado ofrezca alguna subvención para casos de menores con disfunciones graves. Pero comprenda usted que esto no puede seguir así, es algo que afecta tanto al ámbito de su vida privada como a mi negocio.
El semblante de Leo continuaba surcado por esa tan conmovedora como incisiva mirada, capaz de ablandar al alma humana más impasible. Densos lagrimones surcaban su rostro crispado y asombrosamente demacrado, contraído en un ademán suplicante y próximo al colapso:
- Dos semanas, tan sólo dos semanas y le juro que cambiaré radicalmente. Hablo muy en serio, le puedo jurar que esta será la definitiva y última oportunidad que deba concederme. Solo déjeme demostrarle que puedo hacerlo, no necesito más ayuda que la de mí mismo. Dos semanas, tan solo estas dos últimas semanas, se lo ruego…
Expuesto a tan descorazonadora visión y atorado ante aquellas aflictivas palabras, el comprometido interlocutor se colocó, de nuevo, sus onerosas monturas, miró fijamente al desazonado empleado y solo acertó a decir:
- Dos semanas, hijo, solo dos semanas y ni un minuto más, y ahora váyase de mi vista, aséese y vístase en condiciones y procure ser puntual mañana a primera hora, no acabe con mi paciencia tan pronto.
X. TU HIJO, TAMBIÉN MIO
La pequeña y blanquecina sábana permanecía ignorada entre aquella extensa vorágine de amenazadora penumbra, sanguinolenta, rugosa e infecta de fetidez y mugre. Se trataba del único elemento palpable capaz de ofrecer algún tipo de esclarecimiento acerca de los inimaginables acontecimientos que estaban acaeciendo en el interior de aquel siniestro lugar a esas intempestivas y glaciales horas.
A escasos metros, se adivinaba la presencia de aquella forma bulbosa y desproporcionada, esclavizada mediante argollas a los robustos tabiques del putrefacto agujero cargado de dolor y miseria, que se revolvía y carraspeaba de manera desmesurada en su empeño por deglutir los viscosos y exiguos restos de carne regurgitada entremezclada con algunas vísceras y ocasionales fragmentos de hueso que le resultaban de dificultosa ingestión.
Los ásperos ronquidos que emitía el ser durante aquel titánico esfuerzo por alimentarse resultaban de una naturaleza verdaderamente desagradable. El restallido procedente de sus fauces mientras realizaba aquel somero esfuerzo por triturar los restos óseos suscitaba autentico asco. No menos repulsivo que la rocambolesca visión del ávido engendro introduciendo los glutinosos restos en su cavidad bucal, de cuyas comisuras brotaban pastosos espumarajos de saliva y espesos fluidos procedentes de la mezcla que se resbalaban por la totalidad de su amorfa anatomía.
Diminutas briznas de hueso se le encasquillaban, de forma inevitable, en la boca del esófago, lo cual le provocaba descomunales arcadas que le instaban a introducirse los dedos hasta lo más profundo de la glotis con la intención de expulsar el cuerpo extraño que impedía el paso de aire a sus pulmones. Chorretones de aborbotonado y resbaladizo vómito se deslizaban a lo largo de su monstruosa complexión, lo cual no parecía resultarle incómodo ni repugnante en modo alguno.
Abrumado y tenso ante este deplorable espectáculo, Leo encendió un cigarrillo, se secó las sudorosas manos y se apoyó en la pared, a escasos centímetros de la famélica e irracional criatura que, con procacidad, se relamía mientras insistía en rebañar aquellos malolientes y, recientemente, rociados sobrantes que tenía frente a sí y que parecían no colmar sus desmedidas ansias.
Se arrodilló hasta quedar a la altura del repulsivo ser, que permanecía ajeno a cuanto le rodeaba, absorbido, solamente, por sus codiciosas ansias y, fuera de sí, exclamó:
- ¡Sabes que es porque se lo prometí!, ¡Se lo prometí! Ella lo sabía, lo sabía y me eligió, ¿por qué me eligió a mí? Yo fui el instrumento, solo un mero instrumento para continuar con un cometido que le era imposible satisfacer. Ella lo sabía, lo sabía y me eligió a mí… yo, yo…
Después cayó rendido, presa del pánico y el agotamiento, con el rostro oculto entre sus ensangrentadas y temblorosas manos, ajeno a la ignorancia de aquella criatura que, en esos mismos instantes, comenzaba a perecer presa del sueño provocado por la grata sensación de sus ya aplacados instintos.
- Es demasiado para un solo hombre, demasiado… sé que es mi cometido y, sin embargo, hay veces que maldigo que sea una sola promesa la que te salvaguarde. Es tan amargo el peso de esta responsabilidad para un hombre solo-, balbució, acompañado por la aterradora resonancia de los estruendosos ronquidos que emitía la garganta de aquel ser infame que, instantáneamente, dejaba que sus párpados decayesen presa de la fatiga y el cansancio.
Contempló durante unos minutos el cuerpo exánime de la criatura, se enjugó el rostro e hizo un esfuerzo por levantarse a pesar de que se encontraba sin fuerzas y escaso de ánimo. No obstante, se puso en pie, recogió la pequeña colcha que aún permanecía tirada en aquel apartado rincón y se dirigió a la puerta dispuesto a abandonar la nociva estancia.
Volvió la vista nuevamente para contemplar, una vez más, a la reposada criatura que emitía involuntarios gruñidos y atronadores ronquidos acompañados de una tenue y rítmica respiración.
Alzó, una vez más, la vista al frente, se aferró al pomo de la puerta, cerró sus exhaustos y suplicantes ojos y, antes de abandonar completamente aquel insalubre habitáculo, masculló para sus adentros:
- Por qué te fuiste, por qué. Dime por qué me dejaste sólo con esto…
XI. CONFUSO
No podía permitirse tantos errores. Ya de por sí las circunstancias eran poco propicias, de modo que cualquier desatino, por mínimo que fuese, podía resultar fatal en su caso.
Le resultaba inevitable pasear su cuerpo tambaleante y nervioso de un lado a otro de la habitación mientras realizaba involuntarios chasquidos con los dedos y se proporcionaba fuertes tirones de pelo como si de un demente se tratase. Intentaba, en vano, permanecer sentado, sin hacer ruido y fraguar una solución para todo aquello, aunque bien sabía que su nerviosismo se debía al hecho de que comprendía, demasiado bien, que no existía un posible remedio.
Se preguntaba, una y otra vez que se le pasó por la cabeza para llegar a cometer aquel fallo garrafal, aquella falta que, inevitablemente, a estas alturas, le habría convertido en el punto de mira de media población y para la cual no existía posible expiación. Siempre tratando de hacer de la discreción una virtud y ahora, precisamente cuando su situación se tornaba más complicada y desesperante, justo ahora, cuando creía que nada podía ir a peor, se topaba en esta encrucijada a causa de aquella más que reprobable imprudencia.
La culpa de todo la había tenido su propia desesperación. No era capaz, últimamente, de comer ni de dormir en condiciones, su obsesión por aplacar las ansias del inicuo ser que tenía a su cargo se había convertido en un lastre que mermaba sus, ya de por sí, escasas ansias de vivir y le obligaba a transformarse en un trastocado y exaltado individuo.
No, aquella bestia ya no tenía suficiente con nada que se le pudiese ofrecer. Su apetito se incrementaba, día tras día, acorde con sus fuerzas y el intenso vigor de su furia. De modo que, en un último y denodado esfuerzo por aplacarle, decidió probar a ofrecerle algo de mayor tamaño, algo que, al menos durante un tiempo, pudiese amansarle y, a su vez, ofrecerle a él la paz que necesitaba de manera inminente.
Si lo pensaba fríamente concluía que, en realidad, no había nada de malo en ello. Y así, durante escasos y tranquilizadores intervalos, conseguía acallar su conciencia al tiempo que contener su nerviosismo y el peligroso incremento de la celeridad que hacía rato comenzaba a notar en su pecho y que, francamente, comenzaba a asustarle más de lo debido.
Pero, sin proponérselo, al instante siguiente, se sorprendía recordando la imagen de la amedrentada y sofocada pequeña que, horas atrás, corría jadeante y llorosa, pidiendo a gritos auxilio mientras la hostigaba aquel tipo desastrado y maloliente, de cuyo rostro pendían trozos de jirones provenientes de la agujereada bolsa que, pretendidamente, se había colocado a modo de máscara para evitar ser reconocido, y que acabó siendo destrozada por la cría en un desesperado intento por librarse de aquellas zafias y desaseadas manos. Una tentativa que hubiese resultado fructuosa de no ser por aquel inoportuno traspiés que la hizo titubear y caer de bruces, dejándola por completo a merced del violento desalmado.
Comprobó que aún existía cierto resquicio de humanidad en su interior en el instante en que no pudo evitar, cuando se acercó a la niña, pedirle que se callase, suplicarle que dejase de gritar y, a cambio de pasar inadvertido y resultar indemne de intento de asesinato, le mostraría la llave de la libertad sin más miramientos. Pero ella no se avenía a razones, vociferaba aún con más rabia y fuerza hasta que, finalmente, logró acabar con su paciencia y su mente se obnubiló.
Se agachó para cerrarle la boca, pero no resultaba nada fácil, ya que ésta no paraba de asestar fuertes brazadas y golpes, algunos de los cuales acabaron de destrozar lo poco que quedaba de la improvisada máscara, ofreciendo así la completa visión de su demacrado y vacío rostro.
Se agachó para cerrarle la boca, pero no resultaba nada fácil, ya que ésta no paraba de asestar fuertes brazadas y golpes, algunos de los cuales acabaron de destrozar lo poco que quedaba de la improvisada máscara, ofreciendo así la completa visión de su demacrado y vacío rostro.
A lo lejos comenzó a escuchar unas voces que, progresivamente, parecían acercarse al solitario paraje. El crujir de las cada vez más próximas pisadas comenzaba a inquietarle poderosamente, no le quedaba otro remedio que actuar con rapidez. Claramente, los transeúntes estaban siendo alertados por los gritos de la pequeña.
Súbitamente, se vio en medio de un intrincado dilema y asustado, nervioso y confuso, optó por la creyó era su única escapada. De manera que, al tiempo que sujetaba y arrastraba con todas sus fuerzas a la ya amoratada y gimoteante muchacha, tomó una piedra de tamaño considerable que contaba con abultados salientes que encontró en el transcurso del camino y, con la mano derecha, comenzó a golpear, con firmeza, el delicado y rozagante cráneo, del cual empezaron a emerger incontrolados borbotones de sangre que formaban pequeños regueros a lo largo del inhóspito sendero. Conforme proseguía con su empecinado avance, glutinosos restos de masa encefálica y diminutas virutas craneales provenientes del espasmódico cuerpo, se diseminaban por la totalidad del recóndito paraje, convirtiendo la senda en un emplazamiento teñido de escarlata con ligeros matices grisáceos.
Se encontraba fatigado, agobiado y sin fuerzas. Deseaba continuar, pero ya le resultaba imposible. No era capaz de avanzar más pese a sus denodados esfuerzos, las voces y pisadas se aproximaban peligrosamente y, para que iba a seguir engañándose, sería cuestión de muy poco tiempo que lograran dar con el llamativo rastro que había dejado tras de sí y se encontrasen, de frente, con aquella escena tan dantesca como salvaje. Si no se movía solo cabía esperar que le atrapasen y, más que probablemente, le linchasen allí mismo sin miramientos de ningún tipo. Así que solo podía elegir entre dos opciones: quedarse allí y perecer a manos de una congregación de desaforados y enardecidos individuos, o tratar de salir de aquel atolladero lo más rápidamente posible y, desde luego, esta última opción conllevaba abandonar el cadáver, que, igualmente, sería descubierto por los ya próximos transeúntes, pero que, estaba seguro, le resultaría totalmente imposible cargar hasta el coche. Era la medida más desesperada, pero la única que, con seguridad, podría seguir manteniéndole sano y salvo, por lo que, sin miramientos, la adoptó.
Ahora tan solo pensaba en que aquello había sido todo un logro por su parte. Su mente no paraba de reconstruir los hechos acontecidos hacía ya unas horas y que, sabía con seguridad, más temprano que tarde le proporcionarían aparatosos inconvenientes.
Trataba por todos los medios de contener la respiración, de relajarse inútilmente y repetía, una y otra vez, para sus adentros:
- Piénsalo bien, al menos la niña ya estaba muerta. No respiraba, su pecho no se movía, es imposible que pueda relatar lo que pasó, imposible….
XII. ABATIDO
- Se lo dije muy en serio, una última oportunidad, una y no más. Lamento de veras que no haya sabido aprovecharla. Le he llamado justo ahora que todos se han marchado de la oficina para que esto no pudiese resultarle humillante, eso lo puedo comprender perfectamente. Créame que he tratado, por todos los medios, de que esto no tuviese que resolverse así pero, por desgracia, viendo que no es posible llegar a un entendimiento, he comprendido que es lo único que me queda por hacer. Lo siento – inquirió el adusto caballero de mirada penetrante y severa que observaba, de manera réproba y jactanciosa al desaliñado operario que permanecía sentado frente a él en aquel esplendoroso y pulcro despacho, repleto de títulos y trofeos.
- Bien sé que sería inservible e injusto pedírselo una vez más, pero no puedo marcharme de aquí sin intentarlo. Por favor, recuerde que yo no velo por mi propio bien, sino por el de mi hijo, es lo que más me importa en este mundo. Haré lo que sea por él… -, el tono de voz que adquirió Leo en aquel delicado momento, se tornó profundamente angustioso. Eran las postergadas palabras de un hombre acabado y solo en el mundo, el abrumado clamor de un desgraciado que, sobradamente, conocía el precio de sus involuntarias negligencias, pero que se afanaba por seguir entero y perseverante en su empeño.
- Mire, sin ánimo de resultar demasiado entrometido y aún a riesgo de parecerlo, desconozco cuál será la naturaleza de la indisposición de su hijo pero, desde luego, viendo la escasa importancia que parece reportarle la descuidada visión de su aspecto y su más que aparente falta de higiene, me da lugar a pensar en un problema mucho más serio y preocupante que una deficiencia, por severa que pueda ser. Creo que está comprendiendo a donde quiero llegar, ¿verdad?, estoy entrando en otro tipo de materia más desagradable….-, Con extrema brusquedad, Leo se puso en pie e interrumpió el comprometido diálogo de aquel hombre que, a pesar de parecer querer mostrar su talante comprensivo y solidario, comenzaba a resultarle tan impertinente como molesto.
- Usted podrá destituirme del puesto, podrá despojarme de cuanto tengo y arruinar mi vida por completo, condenarme a sobrellevar, dentro de lo que me sea posible, una más que fatídica época de miseria, pero hay algo que nunca le permitiré y es la más mínima injerencia en mis asuntos personales. No consentiré que, en modo alguno, se inmiscuya en el modo de organizar mi vida. – La intransigente mirada de Leo se tornó, en ese momento, en un consternado foco de intimidantes y vívidos destellos. Su colérica y furibunda expresión resultaba tan perpleja como intimidatoria, tanto que el juicioso hombre que le contemplaba al otro lado de aquella ordenada mesa retrocedió un par de pasos por temor a una acometida reacción.
- De modo que me está usted amenazando… Le quiero fuera de mi despacho ahora mismo, ¡fuera! Prepararé cuanto antes sus documentos e indemnización y solicitaré que se lo lleven todo para no tener que volver a verle por aquí -, vociferó el amedrentado interlocutor, al tiempo que señalaba, maquinalmente, con el dedo índice, la salida de la estancia, -¿Sabe? Siempre sentí pena por usted, pero ahora me empiezo a plantear si, realmente, es esa la sensación que me causaba u otra muy diferente y más lógica en vista de los actuales acontecimientos. Es usted completamente repulsivo, un ser patético y extravagante que trata de sobrevivir mendigando la caridad de sus congéneres, una caridad que jamás se le brindaría de no ser por esa enfática mención que siempre expone a su desvalido hijo. Una criatura que, ciertamente, me inspira lástima, aún más ahora que me doy cuenta que, por su culpa, se le está negando la oportunidad de recibir ayuda y se le está condenando a malvivir y compartir su patético día a día con un padre insuficiente marcado por la tragedia personal y la subestimación de sí mismo.
- ¡No siga por ese camino!, se lo pido por favor – sentenció Leo con expresión marcadamente aterrada y furibunda. Algo en su interior, tal vez el último atisbo de cordura, le instaba a marcharse de inmediato fuera de aquel despacho antes de que la razón le abandonase al completo y se sintiese obligado a actuar de forma inapropiada.
- Mire, para que seguir con rodeos. Me sentiría francamente mal si no hiciese lo debido y, en este caso, lo más puramente correcto, sin lugar a dudas, sería poner en conocimiento de los servicios sociales la más que patente situación de precariedad por la que está pasando esa desafortunada criatura-, sentenció de forma inequívocamente convincente aquel hombre.
Hablaba completamente en serio, estaba plenamente seguro. Deseaba con todas sus fuerzas que todo hubiese quedado en una simple y violenta discusión entre dos personas que, tal vez, jamás volviesen a cruzarse y que, con el tiempo, pasara solo a ser otra mera anécdota sin importancia alguna, que uno cuenta a algún amigo en un momento de aburrimiento o durante una borrachera. Pero no, aquel hombre estaba siendo sincero y, para su desgracia, no supo medir bien la repercusión de aquellas últimas palabras, que consiguieron desencadenar la mayor de las fatalidades.
Fue solo un instante, un miserable y conciso instante que, para Leo, sería digno de lamentar durante el resto de su existencia.
Dirigió una última y furiosa mirada al trajeado individuo, cerró la puerta con pestillo por dentro y, mostrando sus apretados y vigorosos puños, se acercó al inconsciente desdichado, que no paraba de clamar nervioso:
- ¡Sabrán que ha sido usted, lo sabrán! ¡Dé por hecho que le denunciaré, delo por hecho…!
Pero la sinrazón le había cegado de manera evidente y, ni tan siquiera, tuvo la agudeza de pensar, durante un solo segundo, que esa tarde aún estaban dos compañeros ordenando y poniendo al día unos documentos y le habían visto entrar en la oficina. Su furibundo temperamento había ganado, por desgracia, otro round, convirtiéndole en un ser primigenio y exento de raciocinio.
Una y otra vez, descargaba su colérica y bestial fuerza, traducida en devastadores golpes, sobre el desencajado rostro del desvalido anciano, que balbucía ininteligibles y fútiles palabras ahogadas por el profuso torrente sanguíneo que le colapsaba la garganta, fosas nasales y pulmones y emanaba, a desmesurados borbotones, de su reventado y tumefacto tabique nasal. El espeso y bermejo líquido se deslizaba, de forma copiosa y desmedida, a lo largo del cuello, brazos y tórax, llegando a salpicar algunos de los documentos que se apilaban sobre la mesa y tiñendo una parte considerable de la moqueta que revestía el pavimento.
Otra nueva tanda de descomunales sacudidas provocó que se le desprendiesen, en apariencia, la totalidad de sus piezas dentales, que acabaron flotando en los espesos regueros que se dispersaban a ras de la antes impecable superficie. Tenía el maxilar inferior reventado y un copioso reguero de saliva mezclada con resquicios de espeso flujo carmesí resbalaba a través de sus abotargados y agrietados labios.
Otra nueva tanda de descomunales sacudidas provocó que se le desprendiesen, en apariencia, la totalidad de sus piezas dentales, que acabaron flotando en los espesos regueros que se dispersaban a ras de la antes impecable superficie. Tenía el maxilar inferior reventado y un copioso reguero de saliva mezclada con resquicios de espeso flujo carmesí resbalaba a través de sus abotargados y agrietados labios.
Parecía imposible, pero, a pesar de presentar en rostro hundido y deforme casi en su totalidad, aquel cuerpo aún presentaba indicios de vida. Su pecho todavía se agitaba, aunque de manera tenue, y pequeñas convulsiones azotaban la totalidad de su anatomía.
En la mente de Leo no existía duda posible al respecto: él mismo decidió empezar aquello y él mismo sería quien debía ponerle fin. Buscar una solución no era factible dadas las circunstancias y el futuro para él, a partir de ese instante, resultaba más incierto que nunca.
Se armó de valor, rebuscó entre las carpetas y hojas que se apilaban sobre la asperjada mesa sin éxito, hasta que reparó en el afilado corte de aquel elegante abrecartas que, radiante, refulgía bajo la argéntea luz de los fluorescentes. Lo tomó entre sus manos, dirigió una concienzuda mirada al aberrante despojo humano que yacía a sus pies y reflexionó en voz alta:
- Tome la decisión que tome, ya nada puede empeorar las cosas…
XIII. CRÍA CUERVOS…
Por más que lo había intentado le era imposible disimular tanta inquietud y, mucho menos, ocultar el aspecto confuso y calamitoso que presentaba. Los residuos de sangre que salpicaban su cuello, cara y manos habían desaparecido casi al completo, pero no sucedía lo mismo con las diseminadas y copiosas manchas que cubrían sus harapientos ropajes. Sí, era demasiado arriesgado abandonar aquel lugar provisto de semejante apariencia y hasta puede que con mirones al acecho.
Trató de abandonar a hurtadillas, intentando provocar el menor ruido que le fuese posible, las silenciosas instalaciones. Procuró no cruzarse con nadie de camino al garaje, vigilando a cada paso si corría el peligro de, por alguna fatídica casualidad, ser visto, aun pareciéndole improbable a aquellas tardías horas. Por fin, después de escabullirse con relativo éxito, consiguió acceder al vehículo, donde tuvo tiempo para tomarse unos minutos de calma y reflexionar acerca de lo que acababa de ocurrir allí.
Trató de abandonar a hurtadillas, intentando provocar el menor ruido que le fuese posible, las silenciosas instalaciones. Procuró no cruzarse con nadie de camino al garaje, vigilando a cada paso si corría el peligro de, por alguna fatídica casualidad, ser visto, aun pareciéndole improbable a aquellas tardías horas. Por fin, después de escabullirse con relativo éxito, consiguió acceder al vehículo, donde tuvo tiempo para tomarse unos minutos de calma y reflexionar acerca de lo que acababa de ocurrir allí.
Lo primero que le paso por la cabeza fue la idea de deshacerse de los cadáveres reventados de cinco gatos que, premeditadamente, consiguió atropellar hacía dos noches y que ya comenzaban a mostrar síntomas de rigidez y una más que manifiesta pestilencia. En más de una ocasión había tratado de ofrecer restos animales a la criatura pero, por alguna extraña razón, los despreciaba y aborrecía sobremanera. Aun así, pensó, en aquel momento, que tal vez pudiese engañarle de alguna manera y se lanzó a la caza de las desventuradas alimañas. Una total pérdida de tiempo…
De modo que llevó a cabo su plan e, inmediatamente, se encaminó a casa lo más rápido que pudo, con la intención de llegar antes de que las autoridades se hubiesen afanado en pos de su búsqueda, que sabía no se retrasaría demasiado, para pensar con absoluta claridad que decisión debía tomar en vista de la actuales circunstancias.
Tomó un atajo, con la mente inmersa en recurrentes y nada esperanzadores pensamientos que, verdaderamente, le irritaban y sobrecogían, sin siquiera preocuparse por moderar la velocidad en ciertas zonas transitadas que debía atravesar en su camino. Inmerso en sus preocupaciones, poco podía importarle su seguridad ni cualquier otra minucia que le atenazase.
Fueron quince interminables minutos los que le separaban de su pavoroso hogar, donde sabía solo le esperaban inacabables momentos de ansiedad e incertidumbre pero, desde luego, ninguna grata sorpresa ni, mucho menos, un agradable recibimiento.
Aparcó lo más próximo a la entrada que le fue posible y abandonó el vehículo con la única intención de, por el momento, encerrarse a cal y canto en la desvencijada vivienda a razonar la que para él podía ser la última y más importante decisión de su vida.
Miró el reloj, con la única y confiada esperanza de que, a esas alturas, no hubiese nadie aún tras su pista. Rememoraba, una y otra vez, el fatídico momento en que perdió los estribos y atacó, furiosamente, a aquel indefenso hombre. Los recientes y nítidos recuerdos asediaban su mente de modo incansable y la sangre que, todavía, cubría sus ropajes le hacía rememorar, de forma más cercana, la brutal y feroz paliza. Era consciente de que varios compañeros le habían visto entrar en ese despacho aquella tarde, pero no sabía, con certeza, si el cuerpo tardaría en ser descubierto hasta el día siguiente o si alguien alertaría a las autoridades de la ausencia de aquel hombre y su familia, si es que la tenía, eran los candidatos perfectos para ello. Suponía que, esa misma noche, la policía sería alertada de la desaparición, de modo que no le quedaba mucho tiempo para actuar en consecuencia…
Había sido durante esa semana, sin proponérselo, protagonista, en varias ocasiones, de pequeñas reseñas en periódicos y noticias. Tal vez no en alto grado, pero si lo suficiente para estar al acecho al menos durante un tiempo. Últimamente se había descuidado demasiado, su coche había sido visto, en diferentes ocasiones, cerca de parques y demás lugares frecuentados por menores y adolescentes. Esto, unido a las denuncias presentadas por desapariciones de niños durante hacía ya unos años, le estaba delatando a pasos agigantados. Ocultarse por más tiempo resultaría arriesgado e imposible. Tenía que asumirlo, se trataba del declive definitivo, no había vuelta atrás, más aún después de lo de aquella tarde. Aquello, sin duda alguna, había puesto a la comandancia al completo tras la pista definitiva y, cómo no, su reciente intento de secuestro y asesinato con aquella niña, cuyo cuerpo hubo de abandonar acuciado por las circunstancias…
El peso de la incertidumbre le abrumaba, su cabeza le proporcionaba lacerantes puntadas de dolor a causa del alarmante estrés que, en este instante, atenazaba sus desencajados nervios.
Comenzaron a escucharse, una vez más, aquellos descomunales golpes, seguidos de encolerizados gruñidos y enérgicos rasguños que provenían, como siempre, de la siniestra y destartalada puerta que se situaba justo al final del angosto pasillo.
Leo comenzó a desesperarse aún más si es que le era posible, aquel no era el mejor momento para eso. No le quedaba tiempo apenas para respirar, de modo que debería hacer algo para calmar a la bestia y, después, seguir pensando en todo aquello.
Leo comenzó a desesperarse aún más si es que le era posible, aquel no era el mejor momento para eso. No le quedaba tiempo apenas para respirar, de modo que debería hacer algo para calmar a la bestia y, después, seguir pensando en todo aquello.
Buscó las llaves dentro del cajón de la mesilla de noche, tal como ya era costumbre, y se encamino con presteza y resolutivo ánimo a la sellada habitación:
- ¡Ya voy, ya estoy aquí! -, vociferó frente a la puerta, tratando de aparentar calma en su temblorosa y quebrada voz.
Y, tal cual era habitual, los golpes comenzaron a cesar en progresión justo en el momento en que la llave fue girando, lentamente, hasta desbloquear la cerradura por completo y permitió al atormentado hombre penetrar en la hedionda estancia para encontrarse, cara a cara, con la ansiosa y expectante criatura que le esperaba consumida por una irracional avidez. Se aproximó al alborozado monstruo y comenzó a hablarle de manera despreocupada y paciente:
- Hoy no habrá nada para ti, lo siento. No he podido conseguir nada y no sé cuándo podré volver a hacerlo, así que supongo que deberás esperar un poco más…No entiendes lo que digo, ¿verdad?, ahora ambos corremos peligro y no sé qué hacer, no sé qué comportamiento adoptar en estas circunstancias, aunque sí hay algo que puedo hacer pero que, por otra parte, tampoco me garantiza la salvación, pero eso implicaría faltar gravemente a mi promesa…
La babeante y famélica criatura comenzaba a adoptar un comportamiento anormalmente violento y perturbado. Su respiración se agitaba de forma ininterrumpida y anómala y su cálido y humeante aliento apestaba hasta un punto tan excesivo que Leo se planteó abandonar la habitación y salir despavorido en aquel preciso instante a causa de las incontenibles arcadas que tan severamente revolvían su interior. Pero, contra su propia voluntad, no desapareció de aquel inhóspito lugar, se limitó a ahogar todas aquellas desapacibles sensaciones y siguió hablando de sus inquietudes ante los ojos de aquella monstruosa aberración.
- Le prometí que te cuidaría, se lo prometí. Le juré que serías para mí lo primero y lo último, y lo cumpliré. Ella me eligió a mí. Tú no lo entiendes, pero me eligió a mí, y es mí deber servirte y acogerte hasta el último momento…
Antes de que el angustiado hombre pudiese culminar con su acongojado discurso, sintió como su cuerpo era derribado por el descomunal peso de la temible bestia que, sin titubeos, se abalanzó sobre él con una descomunal fuerza y, presa del ansia, hundió sus encías en la frágil y blanquecina carne de aquel amante y diligente padre que, durante tantos años, se entregó al completo en pos del bienestar de su predilecto vástago.
Ni tan siquiera un ahogado grito de dolor abandonó la garganta de Leo en aquel desgarrador instante. Se limitó a mantener los ojos y los labios apretados con fuerza, contuvo la respiración en la medida que le fue posible tratando de mitigar el incontenible dolor y farfulló, antes de que comenzara, para él, el auténtico espectáculo de desaforado calvario:
- Hijo mío, me deberé a ti hasta la inevitable extinción de mis días…
XIV. ACTO DEFINITIVO
- ¡Oh dios mío…! -, exclamó uno de los inexpertos y afligidos jóvenes de uniforme que, apoyado contra el quicio de la puerta y sin poder disimular el instintivo tembleque de sus extremidades, realizaba someros esfuerzos en pos de sofocar el incipiente cúmulo de arcadas que le imposibilitaba el avance hacia el interior de aquel inmundo y fétido antro.
Dos de sus también noveles compañeros que corrieron esa misma suerte e, igualmente, habían sido designados en aquella sobrecogedora misión, retrocedieron profundamente impresionados a causa de la turbadora visión que ofrecía aquel cúmulo de bolsas de basura y malolientes desperdicios, de los cuales emanaban insalubres vapores, que les instaban a cubrirse tanto la boca como las fosas nasales en un decidido intento por no exhalar ni el más mínimo ápice de aquel enviciado entorno.
El juicioso hombre de encanecidas sienes que les acompañaba les hizo un gesto de reprobación, ordenándoles que le siguieran al interior de la destartalada vivienda y, pese a las continuas expresiones de disgusto y animadversión, los presentes hubieron de mantener sus cabezas gachas y cumplir lo que se les había ordenado sin lugar a réplica.
- Esto es un asco, un verdadero asco -, espetó uno de los muchachos, al tiempo que comenzaban a introducirse en aquel hediondo vertedero.
- Oye, si hubieras visto todas las cosas que yo durante todos los años que he ejercido esta profesión, sabrías que esto no es lo peor con lo que puedes encontrarte, muchacho, de modo que calla, entra ahí y cumple con tu obligación-, respondió el irritado suboficial.
Durante un rato más, siguieron escuchándose continuos resoplidos de inconformismo e indignación que fueron manifiestamente ignorados e incapaces de evitar que prosiguiese el avance a lo largo del interminable y mugriento inmueble. Las oscuras y silenciosas habitaciones se alineaban a ambos lados de la prolongada estancia. Todas ellas permanecían pobladas por inservibles y cochambrosos objetos que presentaban un descomunal cúmulo de polvo, gigantescas telarañas y mayúsculos cadáveres de ratas, algunos más recientes y otros en avanzado estado de descomposición que se diseminaban por todas las estancias y a través de la galería principal.
- Que habrán estado haciendo aquí… -, declaró un joven agente cuyo rostro hablaba por sí mismo.
- Mejor no te esfuerces en pensarlo ahora -, le respondió el experimentado hombre que les acompañaba y vigilaba en todo momento.
- ¡Escuchad, escuchad! -, gritó otro muchacho fuera de sí, con expresión de profundo pánico en la mirada, – proviene de allí, es aquella habitación con aspecto de zulo que hay justo al fondo.
El hombre hizo una señal a todo el equipo y, de inmediato, la brigada al completo se arremolinó en torno al sellado habitáculo, de donde provenían aquellos agónicos alaridos seguidos de una sofocada y áspera respiración que, sin duda alguna, predisponían a los allí presentes a mentalizarse para vivir una de las experiencias más dramáticas de sus cortas existencias.
- Preparaos para lo peor. Necesitaremos refuerzos, habrá que echar la puerta abajo, predisponeos para lo que podamos encontrar ahí dentro, no va a ser agradable, desde luego y, sobre todo, procurad mantener la calma. En estos momentos los nervios no son buenos para nada – sentenció una vez más.
Uno de los jóvenes abandonó la vivienda a toda prisa y dio la orden de entrada al resto de oficiales que esperaban impacientes en el exterior y que, de inmediato, se personaron en el lugar de la escena dispuestos a derribar aquella ruinosa y carcomida puerta.
Los desaforados lamentos, ahora seguidos de contundentes golpes, seguían percibiéndose, con más fuerza si cabe, y se extendían de forma que, aun desde fuera, podían escucharse con total claridad.
Justo antes de comenzar con el derribo, el subalterno se situó frente a los muchachos y comenzó a hablarles en un tono de voz anormalmente grave:
- Espero que estéis preparados, porque seguramente tengamos que desenfundar, de modo que, durante la intervención, mantened las manos cerca del arma, que no os pille de sorpresa, muchachos…
La puerta retembló varias veces consecutivas a causa de las fuertes sacudidas propinadas por los ejercitados agentes, que solo tardaron unos pocos minutos en derribar la susodicha entrada. Unos minutos que se tornaron interminables para aquellos aterrados muchachos que no esperaban conocer, en su primera misión, la fuerza de aquel inconmensurable horror.
- ¡Por todos los santos, por todos los santos, por todos los santos…! -, exclamó uno de los jóvenes agentes al tiempo que contemplaba, con expresión de profunda incredulidad y desconcierto, la atroz escena que se presentaba ante su ingenua mirada.
Otro de los muchachos, acuciado por las circunstancias y sin poder evitarlo, se dio la vuelta con la única intención de librar a sus ojos de aquella turbadora visión.
- ¿Qué es eso…? -, profirió un tercer muchacho mientras contemplaba, con incredulidad, al inverosímil ser que se revolcaba, despreocupadamente, sobre un voluminoso y fétido lecho de desperdicios humanos, cuyos restos trataba de engullir y relamer como si de un manjar se tratase.
Tendido sobre el pavimento de aquella contaminada estancia, yacía el cadáver, aún reciente, de un hombre de mediana edad cuyo rostro, contorsionado en una indeleble mueca de sufrimiento, manifestaba la magnitud del calvario que habría padecido aquel pobre desgraciado aún pleno de consciencia.
El cuerpo, salvajemente mutilado, contaba con una triple fractura a altura del brazo derecho, que se hallaba contorsionado de una manera grotesca e imposible. El lado izquierdo de su rostro había sido devorado casi al completo, dejando al descubierto parte de la dentadura, el pómulo y la cuenca del ojo, a la cual asomaban claros vestigios de lo que, antaño, hubiesen sido nervios ópticos.
Parte de las costillas, algunas de ellas fracturadas, asomaban a su desgarrado tórax, por cuya cavidad abdominal se desparramaban parte de los intestinos, de los cuales brotaba una mezcla de sangre, fluidos gástricos, bilis y heces que estaba comenzando a coagular sobre el infecto y pestilente firme.
La musculatura de la pierna izquierda había sido, también, devorada por completo, dejando al descubierto los huesos, a los cuales permanecían adheridos pequeños y rosáceos jirones de ensangrentada carne. Los exiguos desgarrones de ropa que pendían de las extremidades inferiores se hallaban empapados a causa de las micciones y deposiciones continuadas provocadas durante el lacerante trance de dolor.
Solo el más habituado de los oficiales, junto con unos cuantos miembros de los recientemente llegados refuerzos, fueron capaces de mantener la visión firme y no perder la compostura frente a aquella dantesca y demencial representación.
Sus ojos se encontraron con los de la tullida y glutinosa criatura que, aturdida ante la curiosa observación de aquel indiscreto tumulto, había dejado de introducir los viscosos y exudados residuos en la deforme y malformada cavidad que se abría justo en el centro de su cabeza. Sus dedos, crispados y chorreantes, se contrajeron cual garras al tiempo que un fútil centelleo asomaba a sus dilatadas pupilas.
Sus ojos se encontraron con los de la tullida y glutinosa criatura que, aturdida ante la curiosa observación de aquel indiscreto tumulto, había dejado de introducir los viscosos y exudados residuos en la deforme y malformada cavidad que se abría justo en el centro de su cabeza. Sus dedos, crispados y chorreantes, se contrajeron cual garras al tiempo que un fútil centelleo asomaba a sus dilatadas pupilas.
El ser, pletórico de rabia e inquina a causa de la interrupción de aquellos inesperados visitantes, adoptó una actitud desafiante. Se incorporó y, al tiempo que emitía profusos y discordantes alaridos, se apostó en cuclillas para, después, abalanzarse contra toda aquella troupe de impresionados agentes.
Este gesto provocó que los presentes retrocedieran temerosos y espantados. La acobardada reacción de estos provocó que la criatura se envalentonara y se mostrase infinitamente más subversiva y crispada.
Este gesto provocó que los presentes retrocedieran temerosos y espantados. La acobardada reacción de estos provocó que la criatura se envalentonara y se mostrase infinitamente más subversiva y crispada.
Sin titubear, el aguerrido oficial dio un paso al frente, desenfundó el arma y, acto seguido, exclamó a voz en grito:
- ¡ABRAN FUEGO, ABRAN FUEGO AHORA MISMO!
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