Cuando abrió los ojos, se vio rodeada de tubos y goteros con bolsas de líquido trasparente conectados a vías clavadas en los brazos, en una cama hospitalaria flanqueada por monitores. Supo que estaba en la clínica de papá.
Pensó en el accidente. Ella aun desenvolviendo regalos en el asiento trasero. Lo último que recordaba era el repentino volantazo tratando de evitar algo que había invadido la calzada. ¿Y mamá? ¿Y papá? Los ojos se le llenaron de lágrimas. En una de las pantallas negras, la línea móvil con las subidas y bajadas que plasmaban los latidos cardíacos aumentó su ritmo.
La puerta se entreabrió; lentamente, se asomó papá. La niña detuvo su llanto y dibujó una sonrisa. El monitor pitaba como un contador geiger ante un depósito nuclear.
- ¡Papá! – ¡Sandrita! – el mismo gesto iluminó la cara del hombre mientras se acercaba a estrechar sus manitas y besar la frente y las mejillas. La pequeña era feliz. – ¡Sandrita, por fin has despertado! No te preocupes, papá te curará. – ¿Y mamá? – Mamá también está mejor. Pero tiene que descansar mucho todavía, como tú. La que antes se ponga mejor, irá a visitar a la otra. – ¡Bien! – Papá os curará a las dos.
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Las enfermeras eran muy atentas con ella. Papá le trajo la tableta táctil y sus cuadernos de colorear. Reanudó sus estudios. En la tableta preparaba los deberes y se los enviaba a la profesora tutora. Luego se distraía con los lápices de colores dibujando en los cuadernos. Recibió muchas felicitaciones de los maestros y los compañeros de clase.
Sandrita nunca olvidaría su sexto cumpleaños. No por la estupenda fiesta con sus tíos, primos y amiguitos, ni por la tarta y los deliciosos postres hechos por mamá y la abuela, sino por el terrible accidente de regreso, tras haber llevado a casa al primo Marcos y la tía Adela. No vivían demasiado lejos y el tío Alfonso no había podido ir a recogerlos. Sobre el dibujo de triangulares montañas verdes bajo un cielo negro tachonado de estrellas amarillas y una carretera gris zigzagueando entre los triángulos, Sandrita hizo un furioso borrón azul. Marcos no le caía bien. Solo tenía cuatro años. Era demasiado pequeño, No quería ser su amiga. Ahora aún menos. Él había tenido la culpa. No tenía por qué haber sido invitado.
- Papá ¿Y mamá? – Mamá todavía no puede caminar, Sandrita. Pero es muy fuerte, como tú. Pronto podrá venir a verte.
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Sintió mucho mareo cuando se puso por primera vez en pie, aunque papá la sujetaba. La pequeña cayó en la cuenta de que su progenitor tenía el pie derecho vendado.
- Muy bien. A ver la cicatriz – la niña ladeó la cabeza para mostrarle la parte que había sido rapada y donde campaba una línea rojiza con varios puntos de sutura- También muy bien, Sandrita ¿Lo recuerdas todo? Ya sabes, nuestros nombres, donde vivimos… – Sí papá, ya te lo he dicho muchas veces. Estoy bien.
Sandrita sabía que papá era neurocirujano, que son los médicos que curan los cerebros. Y mamá era enfermera, que son los ayudantes de los médicos. Los dos trabajaban allí.
- ¿Cómo está mamá? – Mucho mejor, Sandrita. Ahora está haciendo ejercicios para fortalecer los músculos, como vas a empezar a hacer tú. Luego podrá venir a visitarte. Tiene muchas ganas de verte, como tú a ella. Ya falta poco.
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-Sandra. Mira quien ha venido.
El enfermero se apartó de la puerta, dejando paso a papá y mamá. La niña bajó de la cama de un salto, proyectando su emoción en un grito agudísimo y un pataleo al compás de varias palmadas. Quería correr a abrazarse a ella pero le estorbaba en la consecución de tal objetivo el andador que la mujer tenía delante.
- Mamá, mamaíta ¿Ya estás mejor? – Mamá está muy cansada, Sandrita – contestó papá – Solo ha venido un momento hasta aquí porque te lo había prometido. Ya le he contado que te recuperas a ojos vista y estás tan estudiosa como siempre. – Es cierto, mamá ¿Quieres ver los ejercicios de matemáticas que – No puede, Sandrita – le cortó sonriendo comprensivo papá – Aún no. Con los deberes te ayudo yo por ahora. Vamos, mamá no puede estar mucho de pie. – Sí – y la niña rodeó el aparato metálico para abrazarse al blando costado cubierto por la bata de felpa rosa que mamá llevaba sobre el camisón hospitalario. Entonces sintió su mano fría y huesuda acariciándole la cabeza.
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La ambulancia les dejó ante la casa de campo de la que habían partido unos meses atrás. Todo estaba en su lugar, aunque el salón lo recordase lleno de globos y confeti y una mesa larga en el jardín para la merienda. La niña creía que el pelo le estaba creciendo demasiado lento pues tenía muchas ganas de que mamá volviese a peinarla con trenzas. La mujer con muletas no levantaba los ojos del césped crecido, sobre el que las ramas proyectaban sombras con huecos luminosos, como si estuviese contando cada brizna.
Habían contratado a una asistenta para ayudar en las labores del hogar y el cuidado de la convaleciente. Llegaba a las nueve, levantaba, lavaba y vestía a la mujer, preparaba el desayuno y la comida, limpiaba, hacía la colada y se iba a las siete. Papá se encargaba de la cena y era él también quien acostaba a la esposa y a la hija.
Mamá continuaba muy débil y siempre estaba en silencio. A la pequeña Sandra se le hacía extraño el que solo obedeciera y contestase por señas a las preguntas. Ya no la ayudaba con los deberes, papá le había dicho que no podían cocinar juntas… en realidad, lo único que hacía era permanecer sentada en el salón durante horas, donde la dejaba papá. Allí estaba mientras la chacha limpiaba a su alrededor y allí seguía cuando la niña regresaba del colegio.
- Mamá ¿Te encuentras mejor hoy? – solo la habitual mirada triste y ausente como respuesta.
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Pronto empezaron las vacaciones de verano. Papá estaba siempre al teléfono dando largas y excusas a quienes deseaban visitarles. Estaba de baja por estrés post-traumático. Aunque gozaba de mayor movilidad, también mostraba largos periodos de fatiga. Se pasaba horas en su despacho, frente al ordenador.
La hermanita de Marcos acababa de nacer y tía Adela le insistía en que fuesen a conocer a su nueva sobrina, pero él lo posponía para más adelante. A Sandrita, que oía las conversaciones telefónicas desde el salón, no le habría disgustado, la curiosidad por ver un bebé había disipado el enfado contra su primo. En realidad, seguro que todo había sido una casualidad; como decían los mayores, el Destino, aunque tanto Destino como Casualidad eran conceptos muy difusos que no era capaz de abarcar cuando su mente trataba de acercarse a ellos.
Ahora era la niña la que solía peinar la lacia melena de la madre sedente. Era como una muñeca grande. Sandrita comprobó, como se esperaba, que ni se inmutó cuando tiró un poco más fuerte. Con una punzada de maldad, ya a propósito, tiró fuertemente hacia abajo tras clavar las cerdas del peine contra el cuero cabelludo. Ninguna reacción apreciable. Se sonrió. Una madre que nunca la reprendería. Una muñeca grande.
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Sandrita no se había atrevido a decirle a papá que le resultaba difícil conciliar el sueño algunas noches. Se sumergía en modorras intranquilas donde volvía a verse dentro del
coche brutalmente zarandeado y luego se la tragaba la oscuridad. Una madrugada se armó de valor, encendió la luz y salió al pasillo, donde la moqueta amortiguaba cualquier pisada. Se asomó con precaución a la puerta del dormitorio principal. La única luminosidad procedía de las lámparas de las mesillas de noche. Mamá estaba recostada sobre la cama con una redecilla de electrodos en la cabeza y papá, sentado a su lado, tomaba notas en un pequeño bloc. Otra noche en que decidió repetir la osadía vio a papá poniendo una inyección en el brazo cándido de la mujer.
En la cálida tarde de julio el hombre observaba a su hija desde la ventana. Desde que había podido prescindir de las muletas, la niña llevaba a su madre de acá para allá por toda la finca. Tras pasearla como cualquiera su perrito se sentaron en el césped; jugaba con ella a las casitas, ofreciéndole pastas y tazas de té imaginarias a la supuesta amiga de visita. Trataba a la mujer como a una Barbie. No era el resultado que él había esperado. Su esposa permanecía casi viva pero sin esencia y la niña la trataba como tal. La revelación le heló hasta la médula.
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Que sus rondas nocturnas no hubiesen sido descubiertas le dio alas a la pequeña para colarse en el otro rincón misterioso de la casa, la otra habitación de exclusivo dominio paterno. El despacho.
El ordenador se encontraba encendido sobre la mesa. Se subió y arrodilló en la silla. Miró desconfiada un momento por encima del hombro. La asistenta había llamado a papá desde la cocina para preguntarle algo sobre la comida. Seguro que tardaría un rato en regresar. Así que se zambulló en un correo electrónico que le hizo leer en la pantalla: “Ojalá los remordimientos te pudran bien” ¿De qué era aquello la respuesta? Pinchó hacia abajo en el cursor lateral y continuo la lectura: “No puedo abandonarla, Esther. Yo la reviví. Fue mi regalo para la niña. Sería tan cruel que se quedase sin madre… Crucé más allá de todo lo posible para que regresara. Pero el remedio ha sido peor que la enfermedad. Lo nuestro fue una tontería pasajera. No puedo abandonarlas. Están así por mi culpa. Tengo que recomponer a mi familia. No debiste hacerte ilusiones”
- Sandrita ¿Qué estás haciendo? Sabes de sobra que no puedes entrar en mi despacho sin permiso. – Lo sé, ha sido sin querer – echó a correr hacia el salón como alma que lleva el diablo. Ambos sabían que el otro lo sabía ¿Pero cuánto puede comprender una niña de seis años?
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Era viernes. Lamentaba no poder ir con su esposa a ningún lado. Lo asaltó esa idea traidora. Pero las heridas en el alma eran incluso más profundas que las físicas. No se sentía capaz de afrontar ciertas preguntas. Tampoco podía atar la lengua de la niña. Estaba atrapado.
Desde el ventanal que ocupaba el frontal del pasillo de la planta superior vio el coche de la asistenta partir hacia la lejana entrada. Pensar en los viajes diarios de la señora le recordó lo apartado de la casa. El pueblo más cercano, donde vivía, estaba como a un kilómetro. Era el precio a pagar por la anhelada inmersión en la naturaleza.
Al fondo apareció la niña, parecía discutir con su madre, que la seguía dócilmente, como siempre. Y en pleno berrinche, hizo un puchero y descargó un puñetazo en la cadera de la mujer. Eso no se podía consentir. Movido por un espasmo de furia ante tan reprobable comportamiento, se dirigió hacia ellas pisando fuerte.
- Sandra, ¡Es tú madre! – ¡No, esta no es mamá! – chilló. – Claro que es tú madre. – No es ella ¡¡No la quiero!! ¡¡No la quiero!!
La empujó con brusquedad, como se tira en un rincón ese juguete que ya ha perdido todo el poder de su inicial novedad. Solo deseaba tenerla lejos. La débil figura trastabilló hacia atrás y se desplomó escaleras abajo. Tras los tumbos quedó desmadejada en el descansillo, con la cabeza estampada contra la pared. Sandra bajó los escalones, echó apenas un vistazo al cuerpo y descendió el tramo que faltaba para llegar al piso inferior. Desde allí observó cómo su padre se arrodillaba y miraba el pulso de la mujer.
- Vanessa, Vanessa – murmuraba – Vanessa – le levantó un párpado – Vanessa…
La niña se pegó a la pared, confusa. Por mucho que él llamase a mamá, esa no podía ser ella, no era más que un maniquí carente de la menor reacción ¿O no? ¿Había roto un maniquí o había hecho daño a mamá? Al ver bajar a papá muy serio sintió con más fuerza los retortijones de miedo en el estómago.
Totalmente poseído por un arrebato de pura ira, el hombre le dio un tortazo a la pequeña, arrojándola a un lado. La niña se incorporó llorando a mares, moqueando con un hilo de sangre corriendo de una de las ventanas de la nariz, la cara roja y la mejilla purpúrea. Horrorizado, el padre no reconocía como propia la mano agresora, no se reconocía siquiera en tan repugnante acción. Aquel cuadro surreal le desbordaba reventando todos los diques de su ser. Se llevó las manos a la cabeza, como tratando de contener la oleada nauseabunda que le ahogaba internamente. El rostro contraído en una mueca de angustia llenó de terror a la niña, haciendo aumentar el llanto descontrolado que la tenía presa a ella.
Él le dio la espalda y regresó arriba. Sandra lloró y lloró hasta la extenuación, hasta que las lágrimas empezaron a secarse y los tremendos hipidos que la estremecían fueron convirtiéndose en suspiros. Entonces percibió el silencio. Se levantó, limpiándose las lágrimas y los mocos con la manga. Pasó junto al cuerpo inerte de la madre. La cabeza
ladeada descansaba sobre un charco que se había formado con la agüilla que había manado abundante de la nariz y la boca. Desprendía un fuerte hedor químico. Reprimiendo las arcadas, la niña se apresuró a subir las escaleras. La respiración se le aceleró ante la anticipación de lo que podría hallar. De lo que la esperaba en el despacho.
Quería ser perdonada, pero no se atrevía a pronunciar la palabra que le presionaba las paredes de la garganta. La puerta estaba abierta y las persianas bajadas casi por completo. Sondeando la penumbra de la habitación, una inhabitual forma alargada obstruyó su campo visual, al tiempo que la palabra escapaba quebrada de sus labios.
- ¿Pa-pá?
El cuerpo colgante era el de su progenitor. La silla del ordenador estaba tirada a sus pies, se había ahorcado de la lámpara del techo con el cinturón. Tanto como los que destacaban en el rostro mortalmente pálido se abrieron los ojos de la niña al darse cuenta de la naturaleza de lo que estaba contemplando.
Inspiró con un escalofrío y luego el aturdimiento total dio paso al terror absoluto. Estaba completamente sola, había provocado una situación espantosa, sus padres no vivían. Dejando atrás un cuerpecito en estado catatónico, la conciencia voló lejos de aquella mente fracturada por lo inimaginable que había devorado su cotidianidad.
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