I. NOCHE:
Frondosos y tupidos bosques, colmados de rebosante y aromática espesura. Serpenteantes y plácidos senderos que, indiscretos, acaban por desvanecerse entre la inmácula fronda de aquellos plácidos dominios. Solitarias y áridas llanuras que, perezosas, se entregan al regocijo de su confortable aturdimiento…
Idílicos parajes que, otrora, reluciesen, cristalinos y etéreos, amparados por la refulgente irradiación de los azafranados amaneceres. Mágicos lugares de ensueño que, involuntariamente, nos hacen rememorar cautivadoras historias plagadas por juguetones seres de luz que se refugian bajo toda aquella abundancia de infinita belleza. Cuentos de hadas que, allá por nuestra más tierna infancia, marcasen nuestras risueñas y apacibles existencias.
Mas no debe, jamás, abandonarse la convicción al simple reflejo de una hermosa apariencia…
Lenta e inevitablemente, la diáfana claridad acaba por desvanecerse, sigilosa y esquiva, cediendo su lugar al que a priori resulta un tenue y misterioso velo de volátiles sombras.
Las hadas y los trasgos se esfuman. La tranquilidad y el sosiego perecen a la par que el languidecimiento de los últimos rayos. Olvidamos, por completo, la placentera evocación de aquellas amables visiones.
La miscelánea composición de bucólicos escenarios y verdosa maleza se torna fría, turbadora, siniestra…
Noche. Oscura y férrea noche que cobija bajo su tupida opacidad los más sediciosos y reservados misterios.
Noche. Enigmática y férrea oscuridad bajo la cual se obnubilan las más apacibles conciencias.
Noche. Embrujo bajo el cual la irracionalidad gana posiciones frente a la cordura. Febriles tinieblas que consiguen avivar los más salvajes y soterrados instintos.
Finalmente, se disipan los últimos coletazos de inflexible sensatez. La alienación se apodera de cada una de las juiciosas mentes que, involuntariamente, caen sometidas bajo aquel hipnótico y subversivo influjo.
Finalmente, se disipan los últimos coletazos de inflexible sensatez. La alienación se apodera de cada una de las juiciosas mentes que, involuntariamente, caen sometidas bajo aquel hipnótico y subversivo influjo.
La pugna definitiva ha comenzado. La tormentosa batalla interior que sacude cada imperturbable ánimo. La inextinguible contienda en la cual va ganando terreno la bestia que devora el interior de cada hombre…
II. ENCUENTRO:
Cuando contempló por vez primera el intenso brillo de aquella melancólica y gris mirada supo que, al fin, le tenía frente a ella.
No mostró dudas en ningún momento…
Su presencia despuntaba, con luz propia, entre toda aquella marabunta de comunes seres que, ignorantes de su desdicha, se preocupaban por sus cotidianos quehaceres sin reparar en vacío insondable de sus fútiles existencias.
Pero él era diferente, fascinante, hipnótico.
Una de esas extraordinarias criaturas, gratificada con el excelso don de la comunicación abierta hacia otros semejantes sin necesidad de recurrir a la formación de artificiosas madejas de palabras.
El tiempo se detuvo in situ.
Durante aquel conciso lapso de, quien sabe, si horas o solo minutos, nada más parecía existir. Los continuos murmullos provenientes del estrepitoso bullicio se tornaron ecos del más prodigado silencio y el mundo, conmovido ante el dramatismo de aquella vibrante escena, dejó de girar para no empañar la imagen del perpetuo momento…
Avanzó, lentamente, haciendo caso omiso a cuanto la rodeaba. Sorteando a aquella cotidiana plebe que, despreocupada, deambulaba como alma errante por las entrañas del intrincado laberinto de desproporcionadas dimensiones.
Su pulso se aceleraba peligrosamente cuanto más patente sentía el roce de la proximidad. Tenía el pecho tan desbordado que se atrevió a pensar, seriamente, que el corazón iba a salírsele por la boca de un momento a otro. Su agitada respiración y el acusado titubeo de sus piernas le provocaban un temor tan feroz a sentirse una parodia de sí misma que, sumida en dudosas tribulaciones, se planteó dar media vuelta y comenzar una vertiginosa carrera sin destino fijo cuyo único propósito consistiría en ocultarla de las indiscretas miradas de algunos curiosos transeúntes.
Pero era tal el subyugante frenesí que experimentó cuando por fin le tuvo frente a ella que, de forma ineludible, olvidó la totalidad de sus resquemores y se dejó arrastrar por el vehemente efluvio de emociones que le corroían las entrañas y la conducían hasta los límites de delirante paroxismo y alborozada demencia.
No era dueña ya de su ser, ni consciente en modo alguno de sus actos o palabras: Tan solo un alma entregada a los forzosos dictados de su excitada conciencia…
III. LUNA:
Y cuando la oscuridad se erige como indiscutible soberana de aquellas apacibles florestas, solo un fulgurante punto de luz centellea, plateado y refulgente, redondeado y blanquecino, extraviado en las profundidades de la inconmensurable lejanía.
Un único y reflectante halo de luminosidad que alivia la subyacente sensación de inquietud que reposa bajo el manto de palpitante negrura.
Mas cuan paradójico resulta que lo bello tienda, siempre, a presentar una doble y mezquina faz que empaña el sentido de la percepción, poniendo de manifiesto la veraz maldición que reside en la hermosura.
Al amparo de la espectral luminiscencia del mágico y ancestral astro se han proferido ominosas palabras, coléricas imprecaciones capaces de crispar el ánimo del alma más cándida y benévola. Su resplandor ha sido escenario de rememorados crímenes, al igual que fruto de inspiración para las más insólitas barbaries. Perpetrados por su maligna iridiscencia se suceden todo tipo de tropelías e inconfesables actos impropios de mentes limpias y juiciosas…
La piel de cordero, lentamente, se desprende y, triunfante, se alza el auténtico depredador, ansioso en su empeño por aplacar la intensidad de sus coléricos arrebatos, persistente en su eterna lucha por despojarse de las férreas cadenas que le oprimen y le condenan a una clandestina y fatídica existencia.
Y ante la piadosa mirada de la impía diosa celestial, la bestia eleva las plegarias de su quebranto, entona sus desgarradas e incesantes letanías en pos de ser liberada de su imprecisa condición y, finalmente, sentenciada a una digna subsistencia que le ofrezca el cumplimiento de sus ansiados anhelos de rebeldía e independencia.
La madre tierra se sacude, afligida y doliente, ante los infaustos lamentos de su indómito hijo de plomizo pelaje y ardiente mirada. Los impávidos cielos se enturbian y ennegrecen en señal de duelo ante su desdicha. La melancolía impera sobre aquellos evocadores parajes de abundante y pródiga belleza.
Una densa capa de nubes se extiende a lo largo y ancho del sereno y estrellado firmamento, ocultando el rostro de la plateada y esférica divinidad de magnético esplendor.
El llanto del lobo se encarama, copioso, amargo, estentóreo, entre los desamparados eriales de las solitarias cúspides.
IV. CULPA
Una profusa maraña de bucles rubios y brillantes poblaban su tupida cabellera. Su piel era lisa, nívea, suave, exenta de imperfecciones o cicatrices de ningún tipo. Tenía la mirada clara y unas delicadas y diminutas facciones.
Era, simplemente, preciosa…
El hecho de que el pequeño cadáver permaneciese retorcido de aquella forma imposible, cubierto por unos mugrientos y andrajosos ropajes, e impregnado a causa del reguero de flujo carmesí que emanaba de la profunda herida que se abría en la parte derecha de su garganta, resultaba consternador.
El muchacho la contemplaba sinceramente afligido. Se llevó las manos a la cabeza para, después, cubrir su compungido rostro, contorsionado en una manifiesta mueca de vívido dolor. Unas incontroladas lágrimas asomaban a su sombría mirada plena de compasión y angustia.
Se acercó, lentamente, a la pequeña y, con asombroso mimo, acarició su menudo y blanquinoso rostro.
La muchacha le observaba atónita, distante y silenciosa. Se aproximó a él y, con suavidad y sutileza, le musitó al oído:
- No te tortures, no es culpa tuya… –
El exaltado muchacho se giró y, en un tono oscilante entre el más airado resentimiento y una incontenida cólera respondió:
- Si brotasen latidos de algo parecido a un corazón en tu interior, no hablarías así. –
Su tenaz compañera, haciendo caso omiso a cuantos desprecios y airados reproches escapaban a aquella atormentada garganta, trataba de ofrecerle consuelo en vano. Luchaba por aplacar toda esa creciente ira con la voluntad y esmero de sus cálidos abrazos.
El inquieto joven se zafó, con desmedida violencia, de los amorosos brazos de su zalamera amiga. La zarandeó de un lado a otro como si de una muñeca de trapo se tratase para, después, lanzarla con desprecio junto al sanguinolento cadáver, que contemplaba toda la escena con sus inertes y cristalinos ojos. Acto seguido, se dio la vuelta con aire desdeñoso y exclamó:
- ¡Aléjate de mí!… –
Ella lo miró con indiferencia a través de su imperturbable y sereno rostro:
-Puede que algún día lo lamentes… –
V. FEROZ
Embrabuconada, famélica, iracunda, la bestia arrasa con cualquier intempestivo obstáculo que de forma alguna interfiera en sus pretensiones.
Sus ojos son dos incandescentes llamas que refulgen y compiten, sin pudor alguno, con los iridiscentes destellos que despide la gélida y celestial madre.
A su ennegrecido hocico aflora un pavoroso rictus que ofrece la turbadora visión de una prominente y afilada dentadura. Una punzante y precisa arma, vital para aplacar las incontenibles ansias del famélico animal.
A su ennegrecido hocico aflora un pavoroso rictus que ofrece la turbadora visión de una prominente y afilada dentadura. Una punzante y precisa arma, vital para aplacar las incontenibles ansias del famélico animal.
El pelaje que recubre su majestuoso cuerpo se encarama cual aguzadas y rígidas escarpias, como si fuese posible que el frío de la noche hubiese hecho mella en el coraje de la incontenible fiera.
La bestia es un nervioso hervidero de arrojo, un impávido foco de bravura y cólera incontenidos. Un desdichado y mezquino ser colmado de irreverentes deseos y un ansia inconformista capaz de derribar las fluctuaciones de su desorientado espíritu.
Con el ánimo crispado y las pupilas inyectadas en sangre, la temible alimaña continúa, en pos de su rauda y extenuada carrera, sorteando sin problemas cada brote o brizna de maleza que imposibilite su trayecto y dilate su persistente agonía.
Ningún alma errante deambula a través de las eclógicas sinuosidades de aquel ficticio y espectral entorno plagado de sobrecogedoras sombras y escalofriantes murmullos.
Ningún alma errante deambula a través de las eclógicas sinuosidades de aquel ficticio y espectral entorno plagado de sobrecogedoras sombras y escalofriantes murmullos.
Todas y cada una de las existentes criaturas que moran en aquellos silvestres ámbitos se resguardan, temerosas y amedrentadas, al amparo de sus acogedores cubiles, protegidas por un sinfín de prolija floresta.
Ningún valeroso ser se subyuga ante el impulso de abandonar su cálida guarida y sucumbir ante la creciente incitación de los noctívagos arrebatos.
Solo una furtiva presencia deambula, expectante, acechante y misteriosa, al amparo de las transigentes tinieblas, como un clandestino intruso plagado de inequívocos propósitos.
Solo un ser posee la suficiente gallardía para entregarse a los impulsos dictados por su osado e indómito espíritu. Un ser que cree en la libertad como modo de vida y reniega de anodinos valores.
El lobo aguarda, paciente y airado, bajo la atenta mirada de la argéntea y nocturna dama que, estremecida ante la imponente escena, lucha por custodiar el anonimato de su malévolo aunque predilecto vástago.
VI. DOLOR
- Tiene los ojos como las esmeraldas -, dijo la muchacha, embelesada ante la visión de la hermosa mujer de oscuros cabellos y verdosa mirada que yacía inerte en aquella esquina con evidentes signos de violencia repartidos por todo su cuerpo, vestida con tan solo unos desgarrados harapos que apenas ocultaban a la imaginación las partes más impúdicas de su grácil anatomía.
- ¿Acaso solo has reparado en eso, en el color de su mirada? -, respondió el consternado joven con airada entonación y destellos de rocío en la mirada.
Avergonzada, la muchacha agachó la cabeza y se limitó a guardar silencio.
Comprendía que no era aquel un momento especialmente propicio para disquisiciones o reproches de ningún tipo. Más tarde podría plantearse, tal vez, hablar con tranquilidad acerca de sus preocupaciones o decisiones, ahora cabía solo centrarse en el “problema” y tratar de pensar con claridad.
Comprendía que no era aquel un momento especialmente propicio para disquisiciones o reproches de ningún tipo. Más tarde podría plantearse, tal vez, hablar con tranquilidad acerca de sus preocupaciones o decisiones, ahora cabía solo centrarse en el “problema” y tratar de pensar con claridad.
Su mirada estudiaba, con ánimo de evadirse de aquella embarazosa situación, cada detalle de la agraciada morfología de la desafortunada víctima. Examinaba, con paciencia, su manos, suaves y elegantes, la delicadeza de sus facciones, realizaba bucles con los dedos en su sedosa y larga melena que, otrora, reluciese espléndida y cuidada. Con aire maternal, peinó sus enmarañados cabellos hasta que, hipnotizada por el sugerente brillo procedente del plateado alfiler que lucía la difunta prendido a uno de sus mechones, olvidó su reciente entretenimiento. Encaprichada de la preciosa pieza, la tomó con cuidado y trató de ocultarla, furtivamente, en uno de los bolsillos de su gabán.
- ¡Ahora resulta que les robas a los muertos!-, le reprochó a gritos su compañero, asiéndola con inusitada fuerza del brazo izquierdo e irguiéndola ligeramente, una vez reparó en la reciente adquisición de la veleidosa e inconsciente joven.
- No lo va a necesitar más-, respondió acobardada y con gran resquemor en la mirada, temiendo por su integridad física en vista de la más que acentuada irritación que evidenciaba su trastornado acompañante.
De nuevo, el impasible silencio volvió a apoderarse de la delicada situación. La tensión era más que irrespirable y perceptible en el contaminado y perturbador entorno. Parecía que, el mundo, hubiese enmudecido durante aquellos eternos y ominosos minutos plenos de aflicción y cólera.
La muchacha, entristecida y con la voz quebrada a causa de la vehemente congoja, dirigió una lacónica y mortificada mirada al decaído muchacho y murmuró:
- Si quieres no me hables pero, al menos, ten el detalle de ayudarme a hacer desaparecer las huellas de todo este disparate del que, desde luego, no podrás culparme también. –
VII. PACIENTE
Ahí. Guardado entre aquella obtusa maraña de exuberante maleza, furioso y enteramente expectante, nuestra bestia acecha con tenaz avidez, atenta a cada minúsculo movimiento, tensa ante cada insignificante murmullo que emerge de las profundidades de aquel inconmensurable abismo surcado de espesura.
Ignoramos el motivo de su desasosiego, de la misma forma que él se desconoce a sí mismo.
Sus aguzados sentidos, perciben solo la llamada del ansia que doblega su montaraz espíritu. La despiadada ansia que le arrastra a exteriorizar, con febril ahínco, su más primitivo e indómito talante.
Monstruosa y, a un mismo tiempo, espléndida y noble, la estampa de la colérica bestia resplandece, recia y solemne, bajo el ilusorio velo de espectral luz, poniendo de manifiesto la autenticidad de su supremacía sobre aquellos elegíacos y bucólicos dominios.
La escasez de movimientos a su alrededor se le antoja harto presumible, pues conoce de sobra los resquemores que ofrece la firmeza de su efigie.
No es algo que le inquiete en modo alguno.
No es algo que le inquiete en modo alguno.
Comprende, sobradamente, la mínima predisposición de cualquier ser de ultimar sus días abocado al negro abismo. Comprende, de igual modo, los pormenores de haberse convertido, a través de los siglos, en la criatura más envidiada y temida de aquellas inhóspitas regiones.
El semblante del lobo se retuerce, de forma repentina, en un estremecedor ademán, un sobrecogedor rictus que le otorga el pavoroso aspecto de una infernal y pérfida criatura. Un pletórico aullido abandona sus entornadas fauces, al tiempo que argénteos fulgores despuntan a su furibunda y glacial mirada. Jamás había concebido, hasta el momento, tal cúmulo de inquina y vitalidad dentro de aquella recia estampa. Se siente poderoso e invencible, incapaz de comprender el significado de las palabras temor o mansedumbre.
Sus desaforados instintos le devoran, lenta y escrupulosamente, privándole de aquel inane atisbo de sosiego que, acaso, pudiese aún residir en lo más íntimo de su raciocinio. Sobradamente, habían sido expelidos de sus pensamientos los débiles resquemores que le impedían emerger en todo su esplendor, anulando la fidedigna esencia que subyace bajo aquel linajudo caparazón de aguerrido depredador dotado de estoica firmeza y tenaz cariz que, cobijado por la espesura, se siente temido y temeroso de sí mismo…
VIII. ABATIDO
- Admito abiertamente que no es tu culpa y, humildemente, te pido que me perdones, espero que pueda ser posible… –
La muchacha alzo su rostro agraciado y surcado por profusos lagrimones. No podía creer que estaba viendo y escuchando y, durante unos minutos, se mantuvo pétrea e inactiva, contemplando a aquel hombre, antes frívolo, arisco y desdeñoso que, ahora, lucía frente a su puerta cabizbajo, inmóvil y con aquella nada teatral expresión de abatimiento en su semblante.
Después de lo sucedido pensó que jamás volvería a verle, de hecho, ese era el único motivo de sus coléricos delirios durante aquellos tres interminables días.
La muchacha fue, simplemente, incapaz de disimular su dicha y, fuera de sí, se abrazó con cuanta fuerza fue capaz de encontrar en sí misma al cuello del suplicante sujeto y le propino un apasionado y febril beso que demostraba al completo la claridad de sus pensamientos e intenciones.
La muchacha fue, simplemente, incapaz de disimular su dicha y, fuera de sí, se abrazó con cuanta fuerza fue capaz de encontrar en sí misma al cuello del suplicante sujeto y le propino un apasionado y febril beso que demostraba al completo la claridad de sus pensamientos e intenciones.
- Solo hay algo que no podre perdonarte -, dijo la muchacha entre sollozos que bien podrían interpretarse tanto de inmensa alegría como del mayor de los dolores. – dime-, respondió el hombre en un tono de voz apenas audible.
- ¿por qué has tardado tanto?…demasiado, demasiado -, el tono de su voz era profundamente plañidero, casi parecía estar pidiendo piedad por su vida.
El hombre se aferró al delicado cuerpo de su compañera con cuanta fuerza pudo, tanta que se dio cuenta enseguida de las dificultades que encontraba para respirar la muchacha, la tomó entre sus brazos en un furioso y vehemente arrebato, la llevo a la habitación y la arrojó sobre la inmensa y confortable cama.
La muchacha no se resistió, su respiración era agitada y ligera, sus pupilas estaban extraordinariamente dilatadas y su cuerpo presentaba un ligero temblor, más propio de la excitación que de los nervios.
- Ahora es el momento -, le dijo el hombre en un tono de voz casi cavernoso – si quieres que lo deje, es ahora cuando debes decírmelo, solo ahora. –
La joven tomo su mano y la acerco hacia uno de sus pechos, lentamente, fue despojándose primero de la bata que cubría la vista de aquel hermoso camisón de terciopelo rojo y tacto suave y liso que, no mucho mas tarde, dejaría también de cubrir su esbelto y epicúreo cuerpo de perfectas formas.
- Ahora o nunca, amor mío-, pronunció lenta y suavemente frente a los ojos de aquel devorador que se presentaba ante ella más apasionado y famélico que nunca…
IX. VORAZ
Henchido de pletórica satisfacción, extenuado hasta la saciedad, exasperado a causa de tan prolongada espera, el colérico animal se estremece y resolla, acuciado ante la impúdica necesidad que sacude sus adentros de forma tan vehemente.
El tiempo transcurre con perniciosa lentitud, con una tan nociva como tortuosa parsimonia.
Sus sentidos se excitan y sobrecogen en el momento en que, agazapado, contempla la pequeña y latente figura de pequeños y refulgentes ojos que, inconsciente y lentamente, se aproxima al interior de su inhóspito escondite.
De las dilatadas pupilas de la bestia, emergen unos descollantes fulgores que delatan el encarnizamiento de sus intenciones. Unos malévolos destellos capaces de sobrecoger a la más impávida de las criaturas y subyugarla hasta insondables límites.
Oculto entre aquel inexpugnable cúmulo de maleza, expectante y poseedor de una taimada actitud, el envalentonado animal espera el oportuno momento para embestir, sin remordimiento alguno, a la confiada alimaña que ignora la magnitud de tan transcendental descuido.
Sus férreas y contraídas extremidades van distendiéndose, lenta y progresivamente, conforme el aguardado momento se acerca a agigantados y raudos pasos.
La cuenta atrás comienza, los minutos se tornan en una extensa vorágine de interminable impaciencia, un irreductible bastión de desaforado nerviosismo que atenaza cada una de los inflexibles miembros del encrespado y violento animal.
Lenta y paulatinamente, su cuerpo se destensa para ofrecer la ansiada libertad de movimiento a sus abarrotados y vigorosos músculos, permitiéndole la total disposición para lanzar la acometida que tan animosamente aguardaba oculto al amparo de aquel denso océano poblado de espectrales sombras.
Y por fin, en un audaz intento por aplacar tan desmedidas ansias, la implacable bestia se abalanza, felonamente, sobre la desafortunada sabandija que, sumida en un vehemente trance de inefable dolor, exhala, presa de la impotencia y envuelta en un mar de congoja, una cuantiosa profusión de lacónicos y desoladores alaridos.
Los aguzados incisivos de la fiera se cierran con inusitada fuerza sobre el gaznate de la temblorosa y agónica criatura que, a cada salvaje sacudida del indomable carnívoro, se debate entre lacerantes y espasmódicos estertores.
Siente la fuerza de su supremacía sobre todo aquel tropel de insignificantes seres que, temerosos, se subyugan y ocultan ante su paso. Siente como sobre aquella barahúnda de salvaje naturaleza se erige, invicto, el trono del lobo…
X. MI AMANTE, EL LOBO
Un vehemente jadeo abandonó sus labios cuando aquellos fornidos brazos comprimieron su esbelto cuerpo, conduciéndola hasta los límites del dolor y la extenuación.
Lacerante aunque, no obstante, placentero abrazo…
No hizo amago de zafarse de aquellos titánicas extremidades ni aun cuando el suplicio alcanzó el clímax más intenso. Podía sentir como su pecho subía y bajaba velozmente en respuesta a la fluctuación de sus palpitaciones.
Se asfixiaba pero, aún así, prefería recibir aquella opresiva muerte antes que volver a sentir la angustia y el vació de la ausencia de aquel misterioso individuo en su vida y en su cama.
Sintió como, súbitamente, aquellos robustos miembros dejaron de oprimirla. Sus ojos se abrieron de par en par cuando, aturdida, sintió como su cuerpo salió despedido por el aire con violencia, para aterrizar sobre el mullido lecho, revestido por elegantes sábanas carmesís.
- Tú misma lo has dicho, ahora o nunca-, balbució el hombre en un tono impetuoso y jadeante.
Durante unos minutos contempló, al detalle, cada milímetro de la sugestiva anatomía de la bellísima y desnuda muchacha que, sin pudor alguno, se exhibía ante sus ojos, incitándole a satisfacer sus más abyectas perversiones.
La joven le instó a acercarse con un escueto aunque inteligible ademán. Un torrente de eufórica lascivia se derramaba en el interior de aquellas insondables pupilas, capaces de derrumbar los cimientos de la más pétrea conciencia.
El hombre se abalanzó sobre ella presa del frenesí, tenía las venas del cuello inflamadas y la mandíbula tan fuertemente apretada que se podía apreciar el inquietante sonido provocado por el rechinar de sus piezas dentales. Sus músculos se habían tensado de forma tan irreal como grotesca. Bajo la vívida iluminación de aquella lactescente luna llena, adquiría el aspecto de un colosal engendro que, paulatinamente, abandonaba su originaria forma humana para transformarse en un caricaturesco animal provisto de ciclópeas dimensiones.
Cuando la joven sintió caer sobre su cuerpo aquella monumental masa de carne no solo no se resistió sino que, con una desorbitada fuerza, se aferró al cuerpo de su impetuoso amante presa de la alienada excitación.
Notó como su lengua comenzaba a deslizarse, suavemente, desde la parte derecha del cuello y bajaba, lentamente, entre sus pechos, acariciando con dulzura y detenimiento sus pezones para, después, continuar su impúdico trayecto, acariciando el vientre y pubis, acercándose, cada vez más, al filo de su húmedo y candente sexo.
Próxima al orgasmo, la mujer comenzó a emitir vibrantes gemidos, estimulada a causa del inmenso placer que experimentaba y que, rogaba, no acabase jamás para ella.
- Ha llegado el momento, ha llegado el momento… -, masculló con los ojos en blanco y debatiéndose entre espasmódicos jadeos.
De repente, sintió como una lacerante punzada de dolor flageló su estómago y, en seguida, comprendió que, en ese preciso instante, estaba dando comienzo su calvario. Aquel tormento que, tarde o temprano, sabía no tardaría en llegar y que, de manera involuntaria, tanto había estado esperando.
Paralizada ante el dolor, con los ojos abiertos como platos, desnuda y ensangrentada, contempló como las fauces del desproporcionado ser comenzaban a rasgar, con excesiva violencia, su abdomen. Pudo ver cómo el valioso líquido carmesí salpicaba las sabanas, cortinas y paredes y se esparcía también, formando un amplio reguero, a ras del suelo de la habitación. Pudo contemplar también, presa del delirio, como aquellos poderosos filos desgarraban y masticaban parte de sus órganos vitales e, instantes después, comprendió que ya no era dueña de su ser al percibir el repulsivo hedor proveniente del cúmulo de deyecciones y orines que, de manera involuntaria, su cuerpo había evacuado a causa del sometimiento a aquel descomunal calvario. Una fétida mezcolanza de fluidos gastrointestinales, sangre y bilis procedente de las desnudas entrañas, humedecía el colchón en su totalidad y resbalaba sobre la superficie, formando un viscoso riachuelo que emponzoñaba el ya acuoso y espeso pavimento.
La bestia humana había comenzado a mutilar uno de sus rozagantes pechos cuando la joven era ya, prácticamente, un despedazado y anodino vestigio al que no le pertenencia ni el más leve hálito de vida.
Aquella famélica alimaña rasgaba, presa de un salvaje frenesí, cada milímetro de carne que encontraba a su paso. No parecía consciente de sus actos, su carácter enajenado no le permitía apreciar la realidad ni la magnitud del crimen que acababa de cometer.
Pletórico de ansiedad y hastiado de su sangrienta labor, la incansable fiera arrojó al suelo los restos de la que, otrora, hubiera sido su fiel y paciente compañera. Comenzó a recorrer la habitación de un lado a otro al tiempo que destrozaba, sin ton ni son, todos los objetos que encontró a su paso, sin ningún otro motivo que el de aplacar su creciente y desatada ira.
Empezó a revolcarse y retorcerse en el suelo, agitando vigorosamente sus espasmódicos miembros, presa de la locura.
Profirió un sonoro bramido, se levantó de un único salto, exhausto y con las pupilas inyectadas en sangre y, sin titubear, se lanzó contra la ventana, provocando una sobrecogedora explosión de cristales, cuyos trozos se dispersaron a lo largo y ancho de la oscura estancia. A pesar de que diminutas y acristaladas virutas habían quedado incrustadas en diversas partes de su anatomía, la excitación y la ansiedad habían desencadenado en su organismo una firme inmunidad al dolor que le impedía vislumbrar con claridad la trascendencia del castigo al que acababa de someter su integridad física.
Su magullado y rígido cuerpo era devorado, vertiginosamente, por las desmesuradas fauces de la negrura, hasta permanecer, por completo, soterrado entre aquella extensa vorágine de selvática espesura.
Después, solo un denso cúmulo de oscuridad, gelidez y niebla emponzoñó sus sentidos menoscabando el levísimo atisbo de juicio que pudiese, aún, anidar en lo más profundo de sus entrañas….
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