Lo primero que proclama su unión de nuevo al cuerpo maltrecho es el dolor. El vivísimo dolor en cada fibra, en cada nervio, en la sangre espesada. Ha rondado como un polluelo abandonado alrededor del nido en putrefacción, pero, por fin, ha vuelto a caer sobre él. Sí, es su cuerpo, frío y abotargado. Otra vez le pertenece, después de ese vagar incorpóreo en torno a la zanja. Una sola pregunta reina tras la nube rojiza que inunda el cerebro reblandecido. ¿Qué es ese odio que hierve a la altura de sus entrañas, los destellos bermejos que punzan y sollozan tras sus febriles ojos?
Esa gasa roja vira al granate al recordarle a él y los dientes entrechocan, castañeteando, sin poder articular el deseado insulto. Los tendones, tiesos como viejos papiros, se estremecen tratando de tirar de los huesos incongruentemente pesados. Unas imágenes emborronadas se suceden semejando una vieja película en blanco y negro. El bosque, el coche que se para, el ruido de ambas puertas al cerrarse, los pasos alejándose al ritmo de la discusión; la discusión, otra más, él no va a abandonar a su mujer, sí, claro, prefiere la comodidad, la seguridad de lo cotidiano y conocido; los nervios se deshilachan ansiosos ante los terribles recuerdos que llegan sin ser deseados. Las malas palabras, el bofetón, la caída y la piedra… él se abalanza sobre ella sin darle tiempo a incorporarse, con aquel canto que hundió en su cabeza una vez, dos veces, tres veces… un estallido de cólera que todavía cala sus huesos, un arrebato convertido en la única certeza de aquel curioso claro lleno de escombros marmóreos. Él, ella, las ruinas. Una salmodia interior que ahora es su única guía.
Todo su amor se ha disuelto en ira ciega, al abrirse la herida del desprecio. El cuerpo se levanta desplazando tierra y hojarasca, la mano toca el cabello reseco y los dedos se hunden en una depresión cuajada de grumos y astillas óseas… la furia la impulsa y sale a rastras del hoyo medio improvisado, dejando atrás los elegantes zapatos de vertiginoso tacón y un rastro de insectos y fluidos malolientes que van a regar la base de una columna desgastada y partida desde hace siglos. Restos olvidados, algo dentro de ella, una energía pulsante se niega a quedar a la altura de aquellos antiguos vestigios, ¿de qué o de quienes? ¿De la falsa confianza? ¿De una raza de humanos que también amaron, lloraron y finalmente odiaron? Un quedo murmullo hace vibrar imperceptiblemente sus resquebrajados labios, un gemido ininteligible que no es una pregunta, si no un nombre intrascendente.
Maldito zorro… ella le vio llegar olfateando, luego se puso a hurgar con las patas hasta desenterrar su mano izquierda… ya no está… el cánido roe los dedos, la muñeca… y se lleva el resto de la mano, le vio marcharse ligero con su botín. Casi no puede parpadear, siente como arenilla en los deshidratados globos oculares y no es capaz de ver con nitidez. Los ojos bizquean, tratando de enfocar el brazo que ha alzado para comprobar que, efectivamente, termina en un antebrazo amoratado, un muñón palpitante recubierto de una costra blancuzca… es de noche, como cuando él le hizo daño, mucho daño… los dientes rechinan con odio y el escalofriante sonido va a unirse con el resto de voces que ahora pueblan su ardiente entendimiento. Mandatos sin palabras que expulsan a los blancos gusanos de las brechas abiertas en su frente, órdenes que ella bebe y desea cumplir. Hundir hasta lo profundo a aquel sucio perjuro que trocase imperecedero amor por esa neblina escarlata.
Da unos pasos dubitativos, las rodillas están flojas, se cae… pero continúa el avance reptando, empujándose con los codos cuesta arriba, dejándose gran parte de su otrora suave piel sobre las piedras, hasta el borde de la hondonada oculta en el corazón del robledal. Y sigue adelante, ignorando las zarzas desgarradoras, los restos pulverizados de frágiles edificaciones y las ramas caídas hasta que los árboles empiezan a clarear. Un musgoso vallado de piedras, se apoya en él y luego se deja caer del otro lado, la carretera de tierra, la sigue… los grillos chirrían en la oscuridad, coreando las resecas voces sin alma que la acompañan en su búsqueda.
La nube roja de furia la posee. Como un sigiloso depredador nocturno, consigue elevar un poco el tronco cada cierto tiempo para guiarse, comprendiendo al instante donde se encuentra por el árbol que atisba, la roca, la curva…
La hierba desaparece debajo de ella y cae ribazo abajo hasta la cuneta, trozos de vestido han quedado entre la maleza; las vértebras crujen y la mejilla choca contra el asfalto caliente de la carretera. La cruza, despellejándose más aún durante el arrastre tenaz… luz, allí delante, la gasolinera, ya está en el pueblo. Cerca de donde él prometió como perfecto destino para su escapada, aquel pueblecito perdido en el tiempo, en la Toscana. Pero sus mentiras ahora la hacen más fuerte, poco importa que la escapada fuese para ella un miserable hostal y una casa de campo para la verdadera familia que nunca conocería si por él fuese.
Rueda penosamente hacia un lado, apartándose de la zona iluminada. Tiene que hacer un largo rodeo por detrás de la solitaria estación de servicio, al amparo de la sombra que proyecta. Debe ser muy tarde. Tras la cristalera, en el refulgente interior, ha visto la silueta del encargado, un chico de gorra y sudadera negra, está viendo una película en una televisión cuadrada cuya imagen gris titila como si la señal llegase a rachas. Unas figuras femeninas se mueven desgarradas entre la estática de la pantalla, arrastran los harapos blancos que fuesen sus vestimentas sobre la maleza y el barro de un bosque mucho más frondoso y joven que el que la viese a ella despertar. Nunca le habían interesado las películas, y mucho menos las de horror, como la que aquel chico parecía estar disfrutando.
Pegada al suelo, continúa su avance inexorable, parsimonioso. Al final del rastro descompuesto, tiene la visión del despojo de aquella oveja negra que la traicionó. Desconoce porqué se le ofrece esta oportunidad, pero la aprovechará hasta los más amargos posos. La lleva en volandas una repentina sensibilidad no perteneciente a los deteriorados órganos destinados a tal fin. Los ojos hacen amago de humedecerse, pero es imposible, ya no pueden exudar lágrimas ahora que se enfrenta a la dura realidad, la bonita encargada del almacén siempre fue considerada un segundo plato. Sus promesas estaban cargadas de mentiras. Darse cuenta de haber caído en un engaño duele mucho más que el cuerpo descompuesto que va dejando jirones de piel y trocitos de carne tras de sí. Al menos los susurros ajenos que aletean al fondo de su garganta la hacen sentir menos aislada.
Solo era la amante del jefe, que si no se conforma con ese puesto, puede hacerla desaparecer misteriosamente. La furia y el despecho la hacen temblar y clavar los dedos que le quedan en la acera sobre la que se desplaza ahora, abandonando entre los intersticios de las baldosas de hormigón, varias uñas pintadas de color azul eléctrico. Como el acompañamiento musical de la representación de una tragedia clásica, los cuentas azuladas repiquetean sobre el suelo, tristes y desamparadas.
Cae de la acera elevada y se arrastra de nuevo por una cuneta de tierra, directa a la masa oscura e irregular con algunas paredes y entradas iluminadas por las farolas, que indica la presencia del pequeño grupo de casas desperdigadas al final del desvío. Las formas tan mediterráneas de la construcción le irritan profundamente, revolviendo los ácidos de su abultado estomago, soltando corruptos gases que irónicamente contienen miles de vida en potencia: los casi etéreos huevos de moscas y otros insectos menos amables.
Ayudándose, para llegar más alto, de la arqueta de cemento que tiene pegada la construcción, escala el garaje y se clava en los pernos del tejado de uralita. No le importa, corporalmente, no siente nada. Alcanzada la cima, se aferra a la tapia que rodea la casa. A pesar de la altura, se deja caer a plomo dentro del patio. Un gruñido sale de la cercana caseta del perro. El animal tiene el pelo erizado, pero no se atreve a ladrar. Gimotea confuso porque cree reconocer a uno de los nuevos inquilinos de este verano, pero huele distinto… muy distinto.
Ella se levanta y repara en sus piernas desolladas, con las heridas abiertas llenas de piedrecitas, gravilla y algunas hojas y leves testimonios de las medias pegados. El vestido de encaje azul celeste también muestra por delante un enorme manchón oscuro de tierra y polvo…observa impávida las tiras de carne que cuelgan de los brazos desnudos, la ausencia de mano derecha… piensa en su cara, igualmente destrozada a rasguños y embadurnada en sangre seca, la que manó abundante de la cabeza abierta. Admite que no debe ser un espectáculo en absoluto agradable. El perro sigue gruñéndole por lo bajo; ahora solo se siente atraído por la carroña que se le ha presentado de repente, así lo indica la saliva que le gotea del hocico.
Al dar un paso pisa algo blando, el golpazo contra el suelo ha debido desparramar sus sesos expuestos. Intenta no resbalar, es difícil controlar el cuerpo en vertical. Todo está a su favor, allí hay una ventana abierta, bendita noche sofocante de julio, alabadas sean sus consecuencias. Se lanza adentro de cabeza empujada por los vaporosos brazos de unas compañeras impasibles que la invitan a sumergirse en la espiral de ira y locura donde espera un lago rojo cubierto de pequeños torbellinos emulando ancianos ojos.
En la plateada claridad nocturna, un espejo la recibe desde el salón. La visión residual pinta su grotesca sombra sobre la pulida superficie y, bailando una danza pagana de la antigüedad, tres espantapájaros macilentos, casi imperceptibles, la acompañan abrazándola, reconfortándola y señalando a cada punto de la cálida casa como culpable de su estado.
Ve a alguien levantarse de la cama a cuyos pies ella se aferra para elevarse también. Se percata de que apenas oye, pues la cara contraída de terror del niño sin duda dibuja un grito, que le llega lejano y amortiguado. Tiene los mismos rasgos de su padre, una versión infantil del asesino. Pagará por el pecado ajeno. Lo agarra por el cuello del pijama y lo lanza contra la pared con un simple gesto de desprecio. El chasquido del cuello al romperse o del cráneo al quebrarse la colma de euforia, pero la furia no de apaga, solo se vuelve más oscura y abisal.
Pero hay otra cama y otro niño, un poco más mayor, de unos doce años. Corre hacia la puerta pero ella le retiene por la espalda de un pijama similar al de su hermano. Lo golpea sin piedad contra la puerta, muchas veces, haciendo sangrar a raudales la nariz y la boca machacadas; ella solo imita el modo de actuar del progenitor de la víctima. Se sorprende de su enorme fuerza. Ha acabado con los frutos de la otra. Ahora las voces cobran mayor claridad entretejidas con sus embotados pensamientos y ríen extasiadas con el tono de amarga locura que penetra cada fibra tumefacta de su alma. Manos invisibles acarician sus mejillas como si del áspero beso de un látigo se tratase, la fricción dibuja un fino rastro de lágrimas rojizas que como sierpes de miseria van a dar contra el parquet convirtiéndose en semillas de odio.
Arrastra el cuerpo inerme hacia atrás para abrir la puerta del todo, y le pasa por encima. Intenta aguzar el oído. Sí, se acercan. Tambaleándose, se retira al recibidor. La luz del pasillo se enciende, haciendo brillar el charco de sangre del suelo y los hilos rojos en la hoja de madera. ¿Qué es eso? Afuera, parece que ahora el perro reacciona y empieza a ladrar…
La rabia vuelve a aumentar al verlos aparecer en el otro extremo. La mujer entra corriendo en la habitación, manchando las pantuflas y el borde de la bata en la sangre que se extiende por el suelo de madera brillantemente encerado. Se agacha para recoger y abrazar al hijo muerto, manchándose más en el líquido carmesí, él está a su lado igual de conmocionado. Ella coge una cerámica decorativa del mueble que tiene al lado y se acerca lo más rápido que puede. El hombre ve como el objeto se estrella sobre la coronilla de su cónyuge, sujetado por un cadáver viviente.
Salpicado, retrocede, tapándose la nariz. Ella retuerce los labios agrietados; su asco y horror manifiestos solo le provocan una breve sacudida de hilaridad. Si pudiese hablar con su lengua agusanada y su garganta seca, le habría escupido con ironía que “sí, querido, algo huele a podrido en tu reino”.
Dejando libres las oleadas de furia que tiran de sus músculos con saña, se lanza sobre él, derribándole de espaldas. Todo es rojo. Agarrándole del pelo con la única mano que le queda, lo golpea fieramente contra el suelo. La gasa roja que le nubla la vista la ahoga y atenaza. El perro sigue ladrando en el exterior. Se aparta, están sobre un lago bituminoso que va creciendo con el licor vital que mana procedente de la parte posterior de la cabeza, reducida a una pulpa sanguinolenta, pedacitos informes sobre los que puede imaginar garras femeninas hundiéndose para probar el cruento festín. La venganza ha sido consumada, pero ella no encuentra el vacío y la paz que esperaba, un apetito sin fin despierta bajo la cáscara.
Sobre las rodillas, impulsándose con la mano y el antebrazo mutilado, pues ya no es capaz de levantarse, se desplaza resbalando en el líquido de fuerte olor. La furia sin embargo no cede, una marea eterna que la mece como una madre amante, arrullándola en la noche cargada del canto de los grillos. Ha llegado al fondo del pasillo, desemboca en otro más corto, formando ambos una T. En cada lado hay una puerta y en la pared, una ventana rectangular llena de macetas. Se deja caer, porque está lo suficientemente lejos de él.
Se gira fatigosamente y deja descansar la mejilla tumefacta, buscando la tibieza del suelo. Lo intuye, es el momento de continuar arrastrando la piltrafa que es ahora su cuerpo. Los cánticos de las incontables injusticias y crímenes que los hombres cometiesen sobre aquella tierra privilegiada recorrían su espina dorsal pidiendo ser vengadas. Llantos de cachorros muertos de hambre que debía amamantar con más sangre.
Entonces siente un movimiento en la puerta que queda detrás de su cabeza. Intenta moverla hacia allí. Unos pasos blandos se acercan. Estira el cuello, los ojos, raspando sobre las cuencas, se esfuerzan en mirar hacia arriba. Unos piececillos menudos, un camisón rosa. Vaya, la familia era más amplia de lo que pensaba. Una niña, de cuatro o cinco años, la observa con los mofletes brillantes de lagrimones. Es preciosa, la adoptará y será la pequeña que siempre quiso tener con él. Todo se difumina, la cólera rezuma de la sonrisa idiota que esgrimen sus labios purulentos… “Tisífone”, susurran las voces cuando los dientes se hunden sobre su blanda frente, una hija para su eterna e infecta venganza.
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