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martes, 24 de febrero de 2015

El Burdel de las parafilias Episodio 3


Ahí estaba Alyssa Romanova (Liss) entrevistándose con una nueva clienta. Recibía a unos cuarenta al día, de los cuales apenas la mitad aceptaban los términos del acuerdo, y muy pocos eran los que hacían peticiones interesantes.

Frente a ella se encontraba una joven de diecinueve años, bastante delgada, que evitaba hacer contacto visual y llevaba una falda corta y una camiseta de tirantes: su nombre era Jazmín Auz.

—De acuerdo señorita Auz, ¿vino porque tiene algo en específico en mente o quiere que le sugiera alguna de nuestras parafilias más populares?

—He pensado en algo, pero es… es algo imposible

—Al escuchar esto, Alyssa apenas evitó hacer un sonido de molestia; escuchaba esa palabra muchas veces al día, y rara vez precedía a una fantasía difícil de realizar, normalmente se referían a alguna situación incestuosa o de adulterio, nada que un buen secuestro no pudiera solucionar.

Muy raras ocasiones había circunstancias más complejas, pero no había imposibles para ella.

—Esa palabra no existe para nosotros —respondió Liss con completa convicción.

—Quiero tener sexo con Ted Bundy —le respondió Jazmín mirándola por primera vez a los ojos, desviando de inmediato la mirada y retomando su tono tímido—. Bueno, no tendría que ser él, no quiero tener sexo con un esqueleto… podría ser un imitador.
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—Ted Bundy, buena elección, ¿tiene alguna otra petición?

—Sí, quiero que sea agresivo, pero no lo suficiente como para hacerme daño permanente.

Liss le dijo que su habitación estaría lista pronto, y le indicó que esperara en la sala dos. Jaz entró tímidamente a aquel lugar ruidoso y tomó asiento lejos del resto de la gente.

En el escenario había una mujer desnuda y amordazada, de pie, con los brazos y piernas atados a los extremos del lugar; a su lado había una mujer con un vestido diminuto de cuero, que portaba una máscara de conejo negra que sólo dejaba al descubierto sus labios, y a la orilla del escenario había una anciana de aspecto maligno, sentada en una mecedora con una canasta llena de utensilios diversos.

La coneja se acercó a la mujer encadenada con un machete gigantesco, acarició su cuerpo y mordió uno de sus pezones haciendo que se estremeciera. Se introdujo dos dedos a la boca para humedecerlos y empezó a manipular el clítoris de su esclava, que a pesar del temor, no pudo evitar sentir placer.

Con la mano libre alzó el machete y lo dejó caer sobre el muslo izquierdo de su víctima, rebanándolo cual filete, y provocando que se retorciera frenéticamente y gimiera de dolor. Le arrojó el trozo de piel a la anciana, que comenzó a manipularlo con sus arrugados y deformes dedos.

La torturadora siguió desollándola como si fuera un animal, jalándole la piel y utilizando el machete cuando era necesario, mientras que su víctima lloriqueaba suplicante.

Arrojaba los trozos de piel a la anciana, que movía las manos con una velocidad anormal y no permitía ver lo que hacía con aquellos restos humanos.

El escenario estaba salpicado de sangre y la víctima ya no reaccionaba demasiado; Jazmìn estaba impresionada, quería tocar aquel cuerpo rojizo y viscoso que apenas conservaba piel en los brazos, pies y rostro.

La sádica liebre tomó unas pinzas de entre las herramientas de la anciana, le quitó la mordaza a la figura ensangrentada y comenzó a arrancarle los dientes uno por uno, arrojándoselos a la anciana que los tomaba y usaba para un propósito desconocido; cuando terminó con la dentadura, la observó detenidamente, ya no conservaba fuerza alguna y apenas era sostenida por las largas cadenas.

Acarició su rostro agonizante con sangre fluyendo de las encías lastimadas, y lo besó procurando lamer toda la sangre en él. De pronto la voz de la anciana la interrumpió, había terminado su extraño cometido.

De pie se podía notar que la anciana no podía medir más de un metro cincuenta. Ella caminó hacia la enmascarada sosteniendo el montón de piel humana, desató su pequeño atuendo de cuero que cayó al suelo, dejando ver un juvenil cuerpo perfecto, y en su lugar colocó los trozos de piel que había convertido en un vestido.

Le quitó la máscara y la remplazó por una diadema que había decorado con los dientes arrancados. Al retirarse la anciana, Jazmín pudo notar que la sádica coneja era tan sólo una jovencita de 15 años.

Con el vestido de piel y la diadema parecía una versión gore del hada de los dientes. Caminó por el escenario como si se tratara de una pasarela, y finalmente hizo una reverencia ante el público que estalló en aplausos.

Jaz estaba maravillada ante el espectáculo y se unió al entusiasmo general, hasta que una voz aguda la asustó.

—Señorita Auz, su habitación está lista —le dijo una criada—. Le corresponde la 207, sígame.

Jazmín la siguió hasta el segundo piso, entonces le fue entregada una tarjeta y una pequeña llave, ambas con el número 207 en ellas; le pareció un poco extraño que la acompañara hasta ese punto pero no hasta su habitación, mas no le dio importancia y se dedicó a buscar su habitación.

Todas tenían grandes puertas metálicas, lo que la puso un poco nerviosa, pero siguió caminando hasta la 207 y deslizó su tarjeta por la ranura indicada; la puerta se deslizó automáticamente.

Jaz dio un par de pasos hacia dentro y la puerta volvió a cerrarse, asustándola. Tras un pequeño pasillo había una puerta de madera con un letrero en ella, “T. Bundy”; por un momento se sintió como Clarice visitando a Lecter, pero a diferencia de ellos, aquí no habría un vidrio entre ambos.

Introdujo la llave en la cerradura, rogando que la fama del lugar estuviera justificada y que no apareciera frente a ella un imitador de Bundy regordete y grotesco. Giró la llave y entró al lugar. Era un cuarto de hotel como cualquiera, con escasos muebles (tal parecía que hasta ahí había llegado su presupuesto), y pudo ver a un hombre en cuclillas que parecía muy abstraído en alguna actividad, pues ni siquiera volteó cuando ella cerró la puerta.

Estaba de espaldas, así que Jazmín se acercó cautelosamente intentando descubrir qué era lo que hacía; cuando estuvo a apenas un metro de distancia lo averiguó con horror, estaba agazapado sobre el cadáver de una mujer, extrayendo sus intestinos con la ayuda de un largo cuchillo.

Jaz no pudo reprimir un grito y el hombre giró hacia ella, era increíblemente parecido a las fotografías y videos que había visto de Ted Bundy; el cruel asesino salpicado de sangre dejó al cuerpo inerte y se acercó a ella, aún sosteniendo su afilada arma; la mujer estaba paralizada por una oleada de excitación y terror, que aumentó cuando él la sostuvo fuertemente de la cabellera y la besó con brusquedad, para luego abofetearla con tanto ímpetu que la derribó.

El rostro de Jazmín ardía y palpitaba deliciosamente por el dolor, y deseó a ese hombre más que nunca. Él se arrodilló frente a ella, recorrió sus piernas desnudas lentamente con el cuchillo hasta llegar a su falda, que cortó violentamente causándole heridas en los muslos, en tanto que su ligera camiseta cedió fácilmente ante el filo, al igual que su ropa interior.

Aquel psicópata cerró una de sus largas y fuertes manos alrededor del cuello de Jazmín mientras la penetraba bestialmente, luego tomó las piernas de la joven y las puso sobre sus hombros, tras lo cual comenzó a propinarle fuertes puñetazos en el rostro hasta hacerla sangrar.

Ella gozaba con ese intenso dolor que ninguno de sus previos amantes había logrado proporcionarle, y sufrió un espasmo casi orgásmico cuando sintió como su labio inferior se rompía liberando una buena cantidad de sangre, que lamió con una mueca lasciva, lo que enfureció a su compañero.

—¡Así que te gusta la sangre, perra! —pronunció al mismo tiempo que la arrastraba por el cabello hasta donde se encontraba el cadáver, y la arrojó de bruces contra él.

Bundy la mantuvo así, de rodillas frente a aquel despojo humano, y le introdujo su palpitante miembro por el ano mientras azotaba su cabeza contra los órganos expuestos de lo que alguna vez fue una mujer.

Así, siendo sodomizada, con la cabeza hundida entre vísceras, y sintiendo cómo aquel asesino serial le tajeaba en la espalda y las piernas que se humedecían de sudor y sangre, Jazmín tuvo el mayor orgasmo de su vida, y al poco tiempo sintió cómo sus heridas eran salpicadas de líquido seminal.

—Ahora lárgate si no quieres terminar como ella —le dijo Ted señalando al cadáver que le había servido de almohada. Jazmín se envolvió con una sábana, tomó rápido el par de llaves y salió de aquel cuarto sonriendo satisfecha (o al menos lo intentándolo, ya que su maltrecho y adolorido rostro no podía gesticular del todo).

Sin embargo, su sonrisa se desvaneció cuando notó que la puerta no tenía una ranura para deslizar su tarjeta como en el exterior, de hecho, no se veía ninguna posible forma de abrirla desde adentro. Intentó empujarla, deslizarla e incluso golpearla pero nada funcionó. De pronto escuchó una voz, y se dio cuenta de que provenía de un interfono.

—¿Ha terminado, señorita Auz? —pronunció la voz de Liss.

—Sí, ya quiero salir —respondió ella observando con temor la puerta con aquella inscripción, “T. Bundy”.

—Claro, aunque antes debemos hablar de su pago.

—Bien, déjeme salir de aquí y podremos hablar de eso —dijo sin dejar de mirar hacia la puerta.

—No es necesario, verá, el Sr. Bundy realizó un viaje bastante largo para complacerla, y sería injusto que se marchara tan pronto, así que su pago será mantenerlo entretenido un poco más.

—Pero… —Un sutil sonido indicaba que la comunicación se había cortado. Jazmín gritó suplicante que la dejaran salir, mirando aterrorizada aquella puerta de madera, y sus ojos se humedecieron cuando Ted fue el único que reaccionó con sus gritos.

—Ah, sigues aquí —le dijo obligándola a entrar de nuevo al cuarto mientras ella lloriqueaba y forcejeaba, tratando de liberarse inútilmente.

Él la ató a una silla, desprendió el largo tubo metálico del clóset con el que contaba aquella habitación y comenzó a golpearla con furia; a ella el dolor dejó de parecerle estimulante cuando sintió cómo los huesos de sus piernas se rompían y sobresalían de su piel.

Ya no veía a aquel hombre como un símbolo sexual, sino como el monstruo sádico que era, hasta que de pronto la miró casi misericordiosamente, recuperando un poco de su encanto.

—Me da tanta pena ver a un hermoso rostro como éste tan maltratado —pronunció acariciándola. Tomó una funda de almohada y se la colocó en la cabeza, atándola fuertemente en el cuello y así limitando la respiración de Jaz al mínimo.

Jazmín sentía todo su cuerpo como una gran herida abierta y creyó que era imposible sentir aún más dolor. Escuchó que su agresor se alejaba, y pensó que por fin se había aburrido de ella; pero de pronto el sonido de madera rompiéndose la asustó.

Sintió como él abría sus adoloridas piernas y deslizaba una mano hacia su vagina; no pudo evitar sentir un poco de placer ante ese contacto, pero se desvaneció rápidamente cuando la pata de una silla penetró dentro de ella. Quiso gritar, pero la presión sobre su garganta se lo impidió y comenzó a sentir cómo la vida se escapaba de su cuerpo.

Jazmín se despertó sobresaltada en su cama, sudor frío resbalaba por su espalda. Se llevó las manos al cuello para comprobar que ahí no había nada. Luego corrió a mirarse al espejo de su tocador, tenía el labio inferior morado e hinchado al igual que el ojo izquierdo, pero nada más, y en una esquina del espejo miró una tarjeta, que decía:

“El Burdel de las Parafilias”.

Leyó el reverso, sonrió ampliamente, y dijo:

—Claro que volveré.

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