Puse mi mejor sonrisa fingida para que no te sintieras mal, te di un abrazo cargado de incomodidad y perfumado con ilusiones rotas, te miré por última vez y comí mi última “pastilla de menta”. Recorrí las galerías y los paseos, hablé con vendedores y vagos, pedí consejos a mojas y a borrachos, le grité a guardias y a carabineros, crucé descuidadamente las calles, pero los bocinazos e insultos me importaban un bledo…
Al llegar al terminal luego de 3 itinerantes horas, subí al primer bus para volver a mi hogar. Sentado mirando por la ventana pensé que si las alegrías desaparecen rápidos, las penas no podrían ser perpetuas tampoco. Levanté la moral, me limpié las lágrimas y sonreí. Ahora debía enfocarme en lo que de verdad importaba, convencer al auxiliar que me llevara por 50 pesos…
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