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martes, 24 de febrero de 2015

Luna de miel


Era una noche de verano. A el le gustaba caminar por las noches a la luz de la luna, bajo el manto de las estrellas. 
Llevaba tres días en aquella isla, en compañía de su esposa. Una luna de miel que no estaba siendo como cuentan en los cuentos de hadas. En el tiempo que llevaban juntos, habían discutido más que en toda la vida de novios. John se preguntaba por qué su mujer no mostró su verdadera cara hasta el día después de su boda. Era como si ya no tuviera con que contentarle. Como si ya no importara que él fuera feliz porque ya lo tenía pegado para toda la vida. 


Ella quería ir a la playa de la película de Di Caprio. Allí cumpliría sus sueños, la luna de miel más bonita que podía imaginar. La primera noche fue, ciertamente, maravillosa. Pero al día siguiente, después de caminar durante dos horas, viendo el increíble paisaje de aquella isla, se dieron cuenta de que se había terminado su ruta turística y tan solo llevaban un día allí. Uno de la semana planeada. Eso en principio lo tomaron para hacer bromas entre ellos. Que si ahora damos otra vuelta, que si todavía no conocían a ese cangrejo. Pero a la hora de comer ella estaba aburrida y él, posiblemente estaba agotado de la noche anterior por lo que no tenía muchas ganas de hablar. 
En apenas media hora de comida el matrimonio maravilloso que habían creado se había convertido en un volcán a punto de explotar. Las preguntas que siempre se hacen como chistes y que normalmente hacen reír, a John le llovieron sin previo aviso. Cariño, ¿En qué piensas? ¿Por qué estás tan callado? ¿Por qué no quieres decírmelo? ¿Es que te arrepientes de la boda? ¿No te gusta este sitio? Y John negaba todo, al principio sin darle importancia, después preocupado porque ella parecía estar acelerándose con sus propias dudas. Y encima era terriblemente desquiciante porque contestara lo que contestara, ella entendía solo lo contrario. "Cariño, solo estoy cansado por lo de anoche." 
John miró a la luna, recordando las consecuencias de aquella sencilla respuesta. Una inocente y sincera respuesta que solo dejaba claro que había dormido poco por una de las noches más bonitas de su vida y estaba cansado. La respuesta de Jessica a su frase fue tan sorprendente como incontestable: ¿Es que te cansa estar conmigo? No pudo contestar porque no sabía ya lo que era juicioso o lo que era sincero. Además su agotamiento y sueño eran tan grandes que apenas tuvo tiempo de reaccionar a la reacción de su mujer. 
Desde ese momento no podía hablar con ella. Cada vez que se dirigían la palabra, discutían. Ella sacaba punta a todo. No sabía si lo que no soportaba era el no tener a dónde ir, o si simplemente la horrorizaba la idea de pasar la vida a su lado. A lo mejor imaginó, en su fantasía de adolescente, que en la playa de Di Caprio no tendría tiempo de aburrirse porque podían hacer mil cosas. Aunque una vez allí, era difícil imaginar algo que no fuera voley o fútbol de playa, bañarse, tomar el sol, ir al chiringuito, ir al hotel... Disfrutar de la compañía... Pero ni a ella le gustaba el voley, ni el fútbol, ni podía tomar el sol porque se quemaba en seguida ni le gustaba estar todo el día en el chiringuito (y más si ya había estado antes). 
Oyó pasos, eran de un muchacho, vestido con un bañador de media pierna que parecía dirigirse con prisa a la playa, como si hubiera quedado con alguien. Pasó a su lado como una centella ya que su paso era sereno y el del muchacho era puro nervio. 
Harto del descubrimiento de que no soportaba a su mujer en ese estado de histeria, y que ella tampoco le soportaba a él, se había ido de la habitación y salió a dar un paseo entre las palmeras. Decidió estar lejos de ella hasta el amanecer. A ver si le echaba de menos o decidía liarse con otra. Creyó que su vida estaba acabada, que se había casado con alguien que no conocía. Pensó que sería muy triste volver y decirles a todos que no soportaba la mera presencia de su esposa. 
Mientras pensaba en eso, oyó cómo un peso muerto caía a pocos metros de él. Vio por la luz plateada de la luna que era una persona. Habia algo sobre el muchacho que acababa de caer, algo negro, salvaje, desgarraba su cuerpo muerto. Pero no tan muerto como para no emitir un gemido de indescriptible dolor, en un sonido encharcado en su propia sangre. 
John se quedó paralizado por el pánico. No podía ni respirar. Hacía un momento le había adelantado un muchacho... Y ahora estaba a diez metros de él... muerto. Y la cosa que lo había atacado estaba allí. Posiblemente saltaría sobre él en cuanto respirara. Solo separaban a John de la criatura unos escasos diez metros. Por mucho que corriera, ese animal tendría clavadas sus fauces en su cuello antes de que nadie oyera sus gritos, igual que aquel pobre muchacho. 
El animal levantó la cabeza y olfateo. John creyó que se asfixiaría por no respirar ya que cualquier ruido que hiciera podía suponer la muerte. El animal se movió hacia delante y de un salto se perdió entre la vegetación, en dirección a la playa. Su velocidad y movimientos lo hacían tan escurridizo como un fantasma, y su color negro impedía que se pudiera saber qué animal era. Podía ser un perro o un puma. Podía ser cualquier cosa que se moviera a cuatro patas. 
Libre de su parálisis, John encendió su linterna y alumbró el cadáver del chico. Como temía, estaba destrozado. No pudo distinguir su cabeza entre tanta sangre. Sintió ganas de vomitar. Quiso huir, correr hacia el hotel, pero las sombras eran tan terriblemente acechantes que necesitaba asegurarse de que ese animal ya no estaba alli. Enfocó su linterna a las sombras cercanas y no vio nada. Entonces dio media vuelta y corrió. 
Sus piernas se movían como si nunca antes hubiera corrido. Sintió que en cualquier momento se torcería el tobillo, que no corría lo suficiente, corrió y corrió, sintiendo que su corazón amenazaba con estallar en su pecho. Llegar a las puertas del hotel le llevaría al menos cinco minutos, cinco eternos minutos corriendo entre aquellas sombras. Unas sombras que podían esconder su inminente muerte. Sus pies sufrían cada piedrita que pisaban y más de una vez estuvo a punto de caer de cara contra el suelo. Decidió hacer caminata a diario si sobrevivía a aquella noche. Sus pulmones ardían, su corazón parecía latir en el límite, su cabeza solo veía cabezas oscuras con dientes enormes entre las sombras de los helechos y plantas. Enfocaba con la linterna donde creía ver una cabeza. Entonces pisó una piedra grande y su tobillo cedió. Sus rodillas se incrustaron en aquel suelo pedregoso y sintió que su piel se cortaba. Cayó de bruces y no fue capaz de moverse durante unos segundos. Estaba muerto de cansancio. Había corrido demasiado. Se dio cuenta de que no podía recorrer cuatro kilómetros como si corriera los cien metros llanos. Se preguntó si estaba lo suficientemente lejos del animal como para estar a salvo. Se obligó a levantarse y continuar corriendo con las pocas fuerzas que le quedaban. No deseaba seguir envuelto en aquella oscuridad. Además su linterna se había roto en su caída, no podría alumbrar el suelo para evitar las piedras. Tendría que continuar mucho más despacio. 
Entonces escuchó un rápido y letal trote tras él. Era sin duda la criatura, que corría como una exhalación hacia su dirección. Se levantó, le dolian las rodillas, que las tenía completamente cubiertas de sangre. El pánico volvió a poseerle, pero esta vez en forma de fuerzas inhumanas. Corrió de nuevo con más fuerzas que antes, voló sobre sus pies, corrió cuanto pudo a pesar de creer que en el mismo momento en que dejara de hacerlo, moriría por los dientes de aquel animal o por que su corazón no resistiría tal esfuerzo. 
Al correr, dejó de escuchar el trote, pero eso no le tranquilizaba ya que solo era porque sus monedas de los bolsillos, su cadena del cuello, el tejido de su camisa y pantalones y sus pies aplastando el suelo eran demasiado ruidosos como para permitir seguir escuchando la procedencia de la amenaza. 
Sus piernas empezaron a flaquear, sus fuerzas se agotaban. No podía correr mucho más. Los pulmones le ardían tanto que creyó que estaba a punto de escupir sangre. Entonces, al detenerse, se dio cuenta de que nadie le seguía. Miró hacia atrás lo que vio le dejó paralizado. 
Una enorme sombra de poco más de un metro de alto y tan robusto como un puma estaba plantado frente a él, mirándole fijamente. No se atrevió a moverse ya que su repentina parálisis parecía haberse contagiado a la temible criatura. En el momento en que dejó de respirar, el animal se había detenido. No podía ver más que su contorno ya que era negro como la noche y su pelaje no reflejaba la luz de la luna. Sus ojos brillaban pero no podía verlos. Eran como los ojos de los gatos, que parecen reflejar luces tan lejanas que ni siquiera sabía de dónde venían. 
Su cuerpo estaba agotado hasta el límite, no pudo resistir mucho tiempo sin respirar. Estaba a punto de desmayarse. Sus pulmones se llenaron de aire y sus ojos no se separaron de aquellas terribles pupilas reflectantes. El animal pareció recobrar la vida al sentir su agitada respiración. Caminó hacia él, acechante, olfateando. John supo que nunca lo despistaría porque las heridas de las rodillas lo atraerían.
John rezó en silencio. Lanzó una plegaria, suplicando que se le permitiera volver a ver a su mujer y pedirle perdón por su comportamiento en esos días. Lo único que pensó en aquel momento fue en lo mucho que sufriría ella cuando le comunicaran al día siguiente que su marido había sido devorado por una fiera salvaje. El animal rugió. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo distinguir poco a poco la silueta de un enorme tigre. Un tigre negro. Jamás había oído hablar de tigres negros. Pero aquel evidenciaba que debían existir. Aunque poco a poco se fue percatando de que no era realmente negro, sino que su pelaje a la escasa luz de la luna se veía así. Pero debía ser marrón oscuro y por esa razón costaba trabajo distinguir su silueta en la noche. El tigre seguía olfateandole. Parecía preguntarse por qué su presa no seguía corriendo. Parecía que intentaba asustarle para atacarle en plena carrera. Era como si no le divirtiera matar a un hombre que le estaba viendo. 
- Los animales no cazan por diversión - susurró apenas sin voz -. ¿Por qué cazas tú? Ya comiste antes. No necesitas más comida. 
No esperaba que el tigre le entendiera, le temblaba la voz. De hecho solo logró que se le acercara más. Le olisqueaba. Debía estar degustando el olor a miedo ya que si ese sentimiento realmente podía ser olido por los animales, él estaría soltando cataratas de ese olor. 
Un disparo rompió el silencio y el tigre se asustó. Durante un instante hubo un fogonazo a poca distancia y pudo ver el verdadero color y tamaño del animal. Era un tigre normal, enorme. Tenía la piel con manchas marrones, amarillas y blancas. 
Aquel disparo asustó al animal y se perdió entre las sombras negras de los helechos. 
- ¡Oh cielos! - dijo alguien a su espalda -. ¿Estás bien? 
John se volvió y vio a un hombre de unos cuarenta años con un rifle de caza en las manos. 
- ¡Qué demonios hace fuera del hotel por la noche! - le espetó el individuo -. Lárguese, corra todo lo que pueda. 
- ¿Puede dejarme un arma? 
- ¿Quiere cazar un tigre con un machete? - se burló el cazador. 
- ¿Cómo es que hay un tigre? 
- Amigo, esto no es un parque de diversiones, es una isla en medio del Caribe y lo que tiene a su alrededor es la jungla. Deberían haberle prohibido salir, pero supongo que a la gente del hotel no le interesa demasiado que la gente se muera ahí fuera. Así pueden quedarse con todo su dinero. No me entretenga más, ese tigre ronda el hotel demasiado cerca, hay que matarlo o asegurar que se aleje.
El hombre se alejó pero de pronto el tigre salió de un arbusto cercano y le cayó encima clavándose las garras en el pecho y destrozándole el cuello con violentos mordiscos. Los gritos desgarradores avivaron las piernas de John, que corrió cuanto pudo alejándose de aquella terrible escena. 
Su paso fue ligero, pero no tenía fondo para correr tanta distancia. Y además sus heridas de las rodillas empezaban a secarse y le escocían desagradablemente. Recordó lo poco que tardó la bestia en terminar con el otro y supo que no podía dejar de correr si quería llegar de una pieza. 
En apenas diez minutos llegaría a la puerta del hotel. Unos minutos en la vida rutinaria que ahora eran una agonía interminable. En el primero comenzó a escuchar las pisadas sordas de la bestia siguiéndolo en la lejanía. En el segundo se acercaba a él tan deprisa que no creyó que llegaría al tercero. Apretó el paso y finalmente sus piernas dijeron basta. Cayó rodando, exhausto. Su respiración era agitada y los pulmones le ardían, iba a morir y no tendría fuerzas ni para ahuyentar una mosca. 
- Jennifer, siento no haberme quedado contigo... 
El tigre llegó a su lado y le rodeo lentamente con pasos medidos, sin perderle el ojo de encima. John cerró los ojos a pesar de que la oscuridad era impenetrable. No quería que Jen le viera destrozado y con los ojos abiertos. En ese momento solo podía pensar en ella y lo mucho que lamentaba haber discutido tan fuerte en su luna de miel. 
El animal le olisqueó y levantó las orejas. Algo más le había distraído... una voz lejana... ¿estaba salvado? 
El tigre caminó hacia el hotel a medida que la voz se acercaba. Era la voz de una mujer. De pronto entendió lo que gritaba.
- ¡John! - era Jennifer -. ¿Dónde estás? 
Su tono de voz era inconfundible, estaba preocupada, debió preguntar por él en recepción y le tuvieron que decir que era peligroso salir de noche como él lo había hecho. Seguramente le aconsejaron que no saliera o pudo ser que ella misma enviara al cazador... Había salido a buscarle al ver que éste no regresaba... 
El animal corrió hacia ella y John soltó un gemido de impotencia. 
- No, no, bestia, vuelve aquí, no has acabado conmigo - exclamó lo más fuerte que pudo. 
Lo siguiente que escuchó fue el desgarrador grito de Jennifer y el sonido de la bestia destrozándola... 

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