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sábado, 2 de noviembre de 2013

Olvidadizo - Por Jorge López.

Una habitación en penumbra alberga unas velas a medio derretir, gordos goterones se deslizan con parsimonia lamiendo la superficie aceitosa. Allí, desde una estantería combada por el peso del tiempo, un cuervo disecado contempla las paredes de ladrillo tiznado con mirada vidriosa y estática. Su compañera, una calavera vergonzosamente monda, comparte el silencioso escrutinio del ave disecada mientras reposan junto a frascos de contenido inclasificable: sólido, líquido o flotante; pero siempre anónimo gris. Un enorme tomo, que parece testigo de los siglos a juzgar por el desgaste de su lomo y rugosa cubierta, ocupa una pequeña pieza de madera resquebrajada y que antaño bien podría haber sido una mesilla. Junto al códice prohibido una daga de obsidiana preludia un crimen, un asesinato, un ritual que las manchas inclasificables sobre las tablas de la mesita no hacen más que confirmar. Ojillos negros que, espantados, no pueden olvidarse del asesinato que los vio nacer.

Colgado de malas maneras, con una inclinación antinatural demasiado “premeditada”, un cuadro presenta un incongruente paisaje exterior, inquietante por la claridad de sus trazos frente a las inmundas penumbras que bailan dentro del asfixiante cuarto. El marco barato contiene un prado donde unos campistas comen despreocupados. Un lienzo que Intenta alegrar el espacio junto a la chimenea apagada y la lámpara de pie anticuada cuya caperuza amarillea las cenefas impresas, pero sólo consigue agudizar la sensación de maldad que emana esa habitación maldita. Los frutos y sándwiches, que esos alegres jóvenes mastican, se tornan cieno y podredumbre ante los halitos abrasadores, señores de la atmosfera claustrofóbica que se respira. En falso reposo, el suelo del cuarto está inundado de deshechos: hojas de papel rotas con saña, bolsas de plástico de mercados abiertos a media noche, pisadas enajenadas sobre la capa de polvo, pelusas obscenas como la cola de los conejos, colillas pisoteadas conservando parte del carmín que las besó… pero entre la basura, presiden su reino de escoria un pentagrama perfectamente delimitado con alguna sustancia líquida, un cuenco con algo negruzco en su interior y también una esponja arrugada que descansa al espeso fondo de la bacinilla… En definitiva, la típica parafernalia ocultista…
Ahora sí, la escena, congelada por arte de una magia profana, despierta para regalarnos las viñetas de nuestra inspección silenciosa, y somos guiados a cada fotograma por una voz en “off” que suena rasgada, ansiosa, premonitoria, siniestra y cualquier otro adjetivo ominoso que deseemos colgarle como si de un perchero se tratase:
“Las velas. Sí, es lo último que necesito”: vemos una serie de velas grises, blancas y negras hacinándose en formación y empapando de cera ardiente las tablas del suelo. Dos, seis, una docena. A números pares titilan por el aliento mefítico del hombre que habla por encima de ellas.
“Pero creo que se me olvida algo. ¡Mierda! ¿Por qué soy tan olvidadizo?”, se ve un muro roñoso donde las capas de papel pintado atestiguan el paso de las décadas. Sobre esos restos, una sombra masculina se perfila aleteante. Adivinamos su estatura: alto y espigado como un junco. Imaginamos su rostro: enjuto y demacrado por la tensión que refleja su alucinado monólogo.
“A ver… repasémoslo otra vez”, unas manos trastean con la tiza, un pequeño pedazo desmenuzado que destaca junto a las uñas cubiertas de roña. Unos dedos temblorosos completan la punta del símbolo de Saturno, el que devora a sus hijos; aunque el trazo es cuidadoso, el esfuerzo es evidente: los dedos rozan la madera del suelo dejándose parte de sus carnosas puntas durante el proceso.
“Velas de cera consagradas por un ex-cura”, observamos las velas desde otra posición, una que muestra unas rodillas embutidas en un pantalón de pinzas, éstas se hincan sobre la tarima. Rendidas en pleitesía a extrañas deidades.
“La daga de obsidiana…”, la daga ahora ha abandonado su cómoda posición para acabar sobre un charco de una sustancia inconcreta. ¿Qué es eso que flota junto al arma? Eso blanco parecen dientes, o perlas de un valioso collar roto hace décadas.
“Sí, sí, lo tengo todo. Mi venganza está cerca…”, una sonrisa macabra en primer plano, bajo un fino bigote estilo años treinta, los labios resecos destilan crueldad.
“¡No, espera! Si olvido algo será fatal, mi plan puede irse al garete a causa de cualquier nimiedad. ¡No! ¿Por qué me cuesta tanto recordar?”, una sien cubierta por riachuelos de sudor y al fondo una lámpara sobre una mesilla desvencijada. El pelo azabache, perfectamente peinado con aceite, contrasta con la mugre que cubre el cristal del quinqué. Las patillas recortadas al máximo vuelven a surgir de la riada que cae hasta las mejillas. ¿Se adivinan lágrimas de frustración?
“Otra vez: la daga, las velas…”, en otra posición se ve la parafernalia ocultista con la chimenea apagada al fondo. Los atizadores dibujan una perfecta simetría con los restos de las cenefas del papel pintado; pero son varias montañitas de carbón, y el ala de un sombrero de mujer sobresaliendo entre ellas, las que aportan información adicional a nuestra vigilancia obsesiva.
“El Libro Negro, la Biblia Profana… ¡Sí! ¡Con lo que costó robarla”, vemos la dichosa biblia, el tomo que ahora justo se abre por unas páginas que muestras ideogramas y esquemas forenses. Pero los gráficos, las anatomías alienígenas, desafían nuestra cordura, no pueden ser reflejo de la morfología de ningún ser humano o especie conocida. Donde deberían haber cabezas nos saludan tentáculos, y donde debería haber órganos solo hay negrura; horrible y eterna.
“La sangre de esa… de esa pécora”, el cuenco reposa su líquida superficie inalterable, pero al poco, como si una gota hubiese caído de ningún sitio, las ondas se suceden sobre la superficie rebotando contra la esponja, convirtiéndola en un derelicto macabro.
“Ahora me alegro de que fuese virgen, de que se negase a abrir esas blancas piernitas para mí”, un marco con el cristal roto reposa a los pies del hombre, calzados con elegantes zapatos negros chorreantes de betún. Los pedazos de vidrio impiden distinguir a la chica que sale en la foto, y sin embargo su sonrisa encuentra cobijo dentro de la memoria comunal de la humanidad: tu hermana, tu madre, tu esposa, tu hija. Una sonrisa triste y hermosa; griega, como la de Elena.
“El pentagrama… claro, el pentagrama. ¿Cómo iba a olvidarlo?”, el pentagrama ocupa casi por completo el espacio de un suelo formado por tablones de madera carcomida, podemos hasta distinguir larvas masticando astillas. Un montón de cucarachas se arraciman a lo largo y ancho de la superficie agujerada, sin atreverse a rozar siquiera con sus antenas el círculo que contiene el símbolo de mal agüero.
“Los símbolos están grabados… espera”, un dedo, con la uña rota y colgante, roza los tablones junto a un blasón cabalístico que representa a Venus. La uña del índice, otrora perfectamente recortada, cimbrea sobre su punta una gota, que muy lenta va a caer, para satisfacción de su propietario, dentro del círculo cabalístico.
“¿Son los correctos?”, la espalda del único ocupante de la habitación, de ese espantajo, no nos impide centrarnos en el tomo que consulta: el libro ahora desvela impúdico unos diagramas extraños donde destaca el mismo pentagrama que hemos visto dibujado, a su vez, monstruosas alas gomosas completan las ilustraciones.
“Sí, sí… creo que está todo.”, de espaldas vemos al hombre vestido con traje contemplar, bajo la iluminación siniestra de las velas, el escenario que ha preparado con meticulosidad enfermiza…
“Venganza, sí, venganza”, un montón de papeles con garabatos y palabras de odio se acumulan encima de la mesilla que también soporta el quinqué. El mueble se agazapa agotado por la matanza, se apoya cabizbajo contra uno de los húmedos muros, goteantes y cubiertos de manchas de humedad, donde los mosquitos se acumulan mirando con envidia a sus primos danzando por el suelo.
“No he olvidado nada. ¡Seguro!”, la sonrisa macabra vuelve a lucir. Copos de saliva manchan los dientes, demostrando el sadismo de su dueño.
“¡Pero me da la sensación de que hay algo que no recuerdo!”, la sonrisa se transforma en un rictus más serio, la comisura de los labios amenaza con romperse formando llagas. Al fondo, rellenando esta viñeta, el muro de ladrillos parece desmoronarse. Poco a poco, hueco a hueco de espaldas al hombre, fuera de su vista, la pared va cayendo por su propio peso descubriendo una intensa claridad negra, un destello contradictorio que lo quema todo.
Subimos, tenemos el privilegio de volar y, así, contemplamos la habitación desde una perspectiva elevada, con una ligera inclinación. Fuera de sus márgenes todo es negrura, pero una negrura donde destacan puntos como estrellas que se van dibujando a una velocidad imposible.
Entonces, otra voz en “off”, con una tonalidad MUY distinta, entona cortante de la misma forma que si fuese un cuchillo de carnicero:
“Sí, se te ha olvidado algo. Lo más importante”, entonces el rictus de seriedad, el mismo que contemplásemos hace poco, se transforma en horror. Nuestro hombre no se atreve a volverse para enfrentarse a esa voz de caligrafía gótica y demoniaca. Al fondo, el muro luce un par de huecos más por donde se filtra la negrura luminosa, la suma de todos los colores habidos en los espectros de las dimensiones conocidas y por conocer.
Lentamente, usando la cadencia del verdugo cuando ejecuta, una mano de alargadas uñas, poseedora de unas garras anómalas pero humanoides, se posa con malicia sobre el hombro trajeado: “¡Pero no te preocupes! ¡Relájate! Con suerte, volverás a saber que salió mal.”
La escena se va ampliando sin enfocar el rostro del hombre y mucho menos a su compañero a la espalda. Pero intuimos a las dos figuras muy cercas: la nuca esclavizada por el aliento fragante de aromas a sulfuro y azufre, el suplicante iniciado encogido ante la viril presencia de su amo.
La negrura se desvanece con la distancia que alcanza nuestra perspectiva y bajo ella hay cosas, se produce un movimiento pélvico que destroza la conciencia, escenas dantescas salidas de la imaginación de un niño malvado. Vemos que la habitación está sostenida sobre un frágil pedazo de terruño y alrededor se ven los pozos del Infierno, una interminable extensión de horror:
Diablillos ensartan mujeres con los miembros cercenados a otros pecadores; los avariciosos ven fundidos sus huesos entre ellos hasta formar una parodia de la sábana santa; los cocineros del inframundo dando de comer hijos a sus fracasados padres; soberbios demonios cosen minuciosos las pieles de los débiles, para vender los complementos fabricados a la gente de la superficie; doctores enfermos de Párkinson operan a condenados con cabezas reducidas por los jíbaros; bailarinas obligadas a bailar sobre cuchillas, hasta acabar reducidas sus piernas a muñones; lobos rojos mercadean con paquetes goteantes entre corderos con ojitos de yonki; máquinas ulcerosas bombeando savia nueva a los árboles de rostro humano que gimotean entre los bosques de lava…
Finalmente una sola frase hace brotar, al fin, las lágrimas de nuestro protagonista:
“¡Vas a tener toda la eternidad para intentar recordar que fue lo que olvidaste!”.

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