Me levanté, me vestí a a toda prisa y bajé las escaleras esperando que mi padre aún no hubiese llegado a casa. Aquella semana le tocaba el turno de noche en la fábrica y no le hubiese gustado nada encontrarme allí al llegar. Era la tercera vez en una semana que me quedaba dormida…
Por mi madre no tenía que preocuparme, seguro que, como cada día, seguía postrada en la cama sin ganas de levantarse. De hecho me extrañó que aquella mañana no fuesen sus gritos y lamentos lo que me despertara. Hace años que no mantengo una conversación con ella. Nuestra relación se limita a mi ignorancia y a sus reproches. Pretende contínuamente hacerme sentir culpable por haber nacido, según ella soy el fruto de su infelicidad… de su depresión.
Salí de casa de puntillas y apresuré el paso hacia la parada del autobús. No tendría suerte, el próximo no pasaría hasta pasada la media hora. Decidí finalmente ir andando, tomaría el atajo del camino de tierra, sabía que no debía pasar por allí, pero me daba igual, no tengo miedo a nada, además tenía que darme prisa o ni siquiera llegaría a la clase de matemáticas, la que más odiaba.
Hace un calor anormal para el mes de mayo, no soporto sudar . Mis zancadas son cada vez más cortas, estoy cansada de andar, tengo los zapatos llenos de tierra y los cordones desabrochados. Exhausta, decido sentarme debajo de un árbol, total, ya no valía la pena correr…además, ¿ A quién le importaba si yo iba o dejaba de ir a clase? No era santo de devoción de mis profesores y menos aún de mis compañeros de clase.
Tenía unas ganas terribles de hacerme mayor, poder huír de ese pueblo, desaparecer.
Era mi cumpleaños, nadie se acordaría, pero yo iba a hacer lo que me viniera en gana…para empezar, me tomaría el día libre, pasearía por el bosque, luego tomaría el autobús hacia el pueblo más cercano y pasaría la tarde mirando escaparates, quizás me compraría un helado enorme también. Lo que sea, lo que yo quiera.
Me incorporé , me expulsé la tierra del pantalón y deshice el camino hacia la parada de autobús.
Cuando anduve unos metros creí escuchar un chasquido en medio del bosque. Sabía que no debía entretenerme, era un lugar peligroso, un camino de tierra abandonado por el que quizás hacía años que nadie pasaba y sólo la maleza era testigo de lo que allí pudiera suceder.
Al acercarme a unos arbustos atisbé a lo lejos una sombra en movimiento, corrí hacia ella abriéndome paso entre las zarzas que me arañaban los brazos desnudos.
Quedé petrificada cuando ví ante mis ojos, la silueta de un perro zarandeándose bruscamente, tratando de zafarse de la cuerda que le oprimía el cuello. Alguien lo había intentado ahorcar.
Me acerqué al animal, que no paraba de lloriquear y respirar agitadamente. Traté sin éxito quitarle la soga del cuello, pero pesaba demasiado para mí y sus pezuñas me arañaban intentando cogerme, agarrarse a la vida de algún modo. Sus ojos desorbitados me pedían ayuda y yo, yo sólo me podía sentir impotente y con ganas de salir corriendo de allí. Cansada de forcejear decidí acabar con la vida del animal. Intenté apretar más la cuerda, oprimirle el cuello hasta asfixiarlo del todo, pero me fue imposible lograrlo. Sus gemidos se volvieron más y más fuertes y retumbaban en mi cerebro. El dolor y la angustia que tenía que sentir ese perro era insoportable. Lejos de calmarme para poder pensar, sentí dentro de mí un instinto arrollador, unas ansias increíbles de acabar como fuera con la vida del can. Sin apenas darme cuenta ya tenía en mis manos una piedra con la que golpeé repetidas veces su cabeza mientras gritaba sin parar. Me sentía como una bestia desatada, fuera de sí.
Seguí golpeándolo, destrozándole el cráneo, haciendo caso omiso a los borbotones de sangre que salpicaban mi blanca camiseta. El perro hacia ya mucho rato que dejó de sufrir, pero yo seguía inmersa en la idea de acabar con él, machacarlo hasta sentirme satisfecha. De repente, me di cuenta de lo que había hecho, de lo que me había llegado a ensañar con la pobre bestia. Temblorosa aún por la excitación, dejé caer la piedra al suelo y observé mi obra. Lejos de llorar o arrepentirme, me sorprendí a mi misma de la extraña satisfacción que sentí. Aquel día descubrí cuál sería mi destino y por lo que viviría el resto de mis días. El placer de matar.
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