mientras ponía su mano en mi cabeza.
La región de que te hablo es una región lóbrega de Libia,
en las riberas del río Zäire.
Y allí no hay quietud ni silencio.
Las aguas del río tienen un color enfermizo y de azafrán;
y no corren al mar,
sino que siempre palpitan y palpitan bajo el ojo rojo del sol
con un tumultuoso y convulso movimiento.
Por muchas millas a ambos lados del lecho lamoso del río
hay un pálido desierto de nenúfares gigantes.
Suspiran unos sobre otros en aquella soledad,
y estiran hacia el cielo sus largos y lívidos cuellos,
y mueven a un lado y al otro sus cabezas eternas.
Y hay un murmullo confuso
que brota de entre ellos
como el correr del agua subterránea.
Y suspiran unos sobre otros.
Pero hay un límite a su reino–
el límite del oscuro, horrible, altísimo bosque.
Allí, como las olas en las Hébridas,
la maleza baja está constantemente agitada.
Pero no hay un viento en todo el cielo.
Y los elevados árboles primaverales eternamente se mecende aquí para allá
con un estridente y poderoso ruido.
Y de sus altas cimas, uno por uno,
gotea un eterno rocío.
Y a sus pies
extrañas flores ponzoñosas se retuercen en un sueñointranquilo.
Y arriba, con un susurrante y agudo sonido,
las nubes grises corren eternamente hacia el oeste,
hasta que ruedan, en catarata, por el muro feroz delhorizonte.
Pero no hay un viento en todo el cielo.
Y en las orillas del río Zäire
no hay ni quietud ni silencio.
Era de noche y la lluvia caía,
y, al caer, era lluvia,
pero, cuando había caído, era sangre.
Y yo ahí estaba en la ciénaga entre los altos lirios,
y la lluvia caía sobre mí–
y los lirios suspiraban unos sobre otros
en la solemnidad de aquella desolación.
Y, de súbito, la luna se levantó tras la delgada lívida bruma,
y era de color carmesí.
Y mis ojos se posaron sobre una enorme roca gris
que había a la orilla del río,
y era alumbrada por la luz de la luna.