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jueves, 8 de mayo de 2014

En un hospital


Habían agrandado y modificado tanto al hospital que Sergio pronto se sintió en un laberinto. Hacía muchos años que no entraba a aquel lugar.  Cuando creía que iba por el corredor correcto, este llegaba a su fin o desembocaba en alguna sala que no conocía.  Le preguntó a un limpiador dónde se donaba sangre y el tipo se lo indicó señalando con el brazo. Para estar seguro quiso preguntárselo también a una enfermera que pasaba, pero apenas la mujer lo vio se apartó como espantada, y siguió caminando con pasos rígidos, volteando levemente la cabeza como para escuchar mejor si él iba rumbo a ella. Era la actitud que podría esperarse de alguien que ve una fiera, y con temor se aleja para no molestarla.
Sergio quedó desconcertado, ¿qué le pasaba a aquella enfermera?
Las indicaciones del limpiador le sirvieron. Atravesó una puerta y salió a una sala bastante pequeña que tenía sillas en los bordes. Encontró el lugar pero el banco de sangre estaba cerrado. Sergio leyó un cartel que tenía el horario y consultó su reloj. Ya faltaba poco, era mejor esperar.


Eligió una silla y descubrió que era muy cómoda, hasta tenían apoyabrazos.  Desde el otro lado de la puerta (donde sacaban sangre) no llegaba ni un sonido. Supuso que aún no había nadie. La sala ahora le parecía más grande. Si por lo menos hubiera alguien más allí… Comenzó a sentir una sensación fea en el estómago: eran nervios.  Unos minutos más y ya no estaba tan convencido. Y la sala le pareció lúgubre en su blancura. ¿Y por qué diablos aquella enfermera había reaccionado así?
La idea de irse ya cruzaba por su mente cuando la puerta de la entrada se abrió de golpe, y un tipo enorme vestido con bata blanca entró en ella. El tipo lo miró con los ojos muy grandes, volteó rápidamente hacia alguien que iba por el pasillo y gritó:

- ¡Está aquí, vengan rápido!
- ¿Qué sucede? -le preguntó Sergio.

Otro tipo enrome vestido igual que el primero irrumpió en la sala. Se miraron y empezaron a acercarse a Sergio con los brazos medio extendidos, como para atraparlo; Sergio se levantó rápidamente:

- ¿Qué hacen, quienes son ustedes? ¡Aléjense!

Evidentemente los tipos consideraban que no valía la pena hablarle. Un tercer sujeto (este bastante menudo) se asomó a la puerta, y Sergio vio que tenía una aguja en la mano.  
Los tipos se abalanzaron hacia él al mismo tiempo e intentaron someterlo.

- ¡Suéltenme, desgraciados!

Le acertó un puñetazo a uno, pero eran tipos duros. Lo voltearon y lo controlaron contra el suelo. Sergio gritaba que lo soltaran, preguntaba por qué le hacían aquello, mas sus captores no le respondían.   Cuando estuvo firmemente aplastado contra el suelo por el peso de los dos tipos, el más pequeño, el de la aguja, entró en acción y le inyectó una buena cantidad de un líquido transparente. Lo que le administraron actuó rápido; las fuerzas se le iban.

- Ya pueden soltarlo -dijo el que lo inyectó.
- Doctor, creí que iba a ser más difícil controlarlo, por la fama de este -comentó uno de los tipos, el otro asintió con la cabeza.
- Bueno, es mejor así -opinó el doctor de la aguja, y sacó unos lentes que guardara en el bolsillo de su camisa -. Ahora hay que llevarlo a la sala para prepararlo.

Aquello fue lo último que Sergio escuchó antes de quedar sin sentido.
Cuando volvió en si se hallaba sobre una camilla, atado firmemente a esta. Se encontraba en una sala junto a unos aparatos electrónicos enormes, que por estar en un hospital asustarían a cualquiera. Quiso gritar pero estaba paralizado, solo podía mover sus ojos con movimientos pesados. Advirtió que no estaba solo, había dos doctores allí, y una enfermera. Uno de los médicos era el que ayudó a los grandotes; el otro se acercó a mirarlo, con algo de extrañeza en el rostro, y finalmente este preguntó:

- Doctor, yo solo vi una vez a este paciente pero, ¿no le resulta algo cambiado?
- Debe haber perdido musculatura últimamente, lo advertí recién hoy. A estos pacientes es difícil controlarles la alimentación; el tipo está más loco que una cabra.
- Sí, tal vez es eso… puede ser…

Al escuchar la duda del tipo Sergio quería gritar que lo estaban confundiendo, que no era él, mas no podía ni abrir la boca. ¡Aquello era un infierno! Las dudas de aquel doctor aumentaban su desesperación.   El médico se llevó la mano a la barbilla y lo observó con detenimiento de nuevo; el otro seguía programando un aparato.

- ¿Y la ropa que llevaba puesta, cómo la consiguió?
- Estuvo un buen rato escapado de psiquiatría, probablemente la robó en una sala a algún internado, tal vez es de un enfermero, no lo sabemos, no lo descubrimos aún.

“¡Tenía puesta otra ropa porqué no soy el loco! ¡Revisen el los bolsillos de mi pantalón, mis documentos!”, se desesperaba pensando Sergio.

- No quiero ser pesado, mas, ¿está seguro cien por ciento de que este tipo es el mismo? -ante la insistencia de este el otro médico dejó lo que estaba haciendo y se arrimó a la camilla donde estaba Sergio:
- Estoy seguro que este es el paciente. Si no fuera él, entonces es su doble idéntico, y este tipo tuvo una soberana mala suerte. Piénsalo: el doble exacto de un enfermo mental peligroso va al hospital donde está su doble justo el día que este se escapó. Y tendría tanta mala suerte que lo confundimos con el otro el día que le íbamos a aplicar un tratamiento experimental peligroso.
- Tienes razón. Qué probabilidades hay. Sigamos.

Por las mejillas de Sergio rodaron unos lagrimones de desesperación e impotencia.
Le colocaron una especie de casco lleno de electrodos y comenzaron el experimento.
A la hora de sufrimiento Sergio tuvo un paro cardíaco y no lo pudieron reanimar. El doctor que se equivocara dictó la hora de la defunción, y unos minutos después se llevaron a Sergio a la morgue. Pero aquel era solo su cuerpo. Ahora estaba parado en aquella sala.  Todo el terror que sintió, toda la impotencia, se volvieron furia.
Cuando el doctor quedó solo sintió de pronto que lo levantaban en el aire, y después una fuerza increíble lo lanzó contra un aparato, y saltaron chispas y volaron pedazos del aparato, y cuando el doctor aún estaba vivo comenzó a incendiarse. Pronto toda la sala estaba envuelta en llamas. Sonó una alarma y algunos intentaron entrar a la sala, pero las lenguas de las llamas los alejaron. Entre esa gente estaba el otro doctor, y creyó ver por un instante a una silueta humana dibujada por el fuego, pero solo fue un instante. Después, en medio del caos que desató el incendio, escuchó que le susurraron al oído:  - Debiste insistir más. Ahora vas a pagar también.

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