Freud dice que el odio es más antiguo que el amor. Nuestro primer impulso es odiar al otro; por lo tanto, amarlo requiere un trabajo subjetivo. Si consideramos que el psicoanálisis es un tratamiento sobre el amor, estas cuestiones son fundamentales en una cura: ¿cómo es posible hacer una experiencia amorosa? ¿Cómo puede el amor ganarle terreno al odio?
Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa…
—Julio Cortázar
Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa…
—Julio Cortázar
Cuando no hay otro el mundo es el espejo de nuestros sueños. Se trata de una experiencia imaginaria de fusión. Ésa es la experiencia del enamoramiento. Cuando estoy enamorado le atribuyo al ser amado todo lo que yo había estado esperando. Construyo una alucinación amorosa de la cual me siento dichoso: en aquél del que estoy enamorado proyecto mis sueños amorosos. Envolvemos al amado con el celofán de nuestras fantasías.
El estado del enamoramiento es similar al estado del hipnotizado: no hay un yo-diferenciado. Se trata de un sueño despierto en el que mi singularidad está dormida. Quisiéramos que el sueño durara siempre, porque despertar es doloroso. El amado es una imagen mágica (elaborada entre lo simbólico y lo imaginario) de lo ya perdido; luego, surge la duda con asomo de angustia: ¿Encontraría a la Maga?, pregunta Cortázar al inicio de Rayuela.
Cuando despierto miro al otro como sujeto. Aquél del que estoy enamorado no es un objeto en donde proyecto mis sueños. No hay correspondencia perfecta entre mi deseo y el suyo: me doy cuenta de su deseo. El otro emerge en lo que no se espera, en lo que no se quisiera. El otro difiere a mis expectativas. La decepción y el dolor son los primeros nombres del otro: no soy todo para aquél que amo. La realidad es diferente a los sueños: no soy lo único que desea el otro.
Mientras que mi partenaire me dice sí, aún no hay otro. Puede haber enamoramiento, pero aún no hay otro. En el momento en que aquél del que estoy enamorado me dice no, surge la otredad del otro: el otro difiere de mí. El principio del amor es esta negación: “La positividad misma del amor está en su negatividad”, dice Lévinas [2006: 50]. El amor surge de una demanda frustrada: el deseo del otro no se adecua a mi petición. No hay fusión, sino disparidad. Ahí surge el odio. Primero hay indiferencia; luego, odio.
Cuando despierto miro al otro como sujeto. Aquél del que estoy enamorado no es un objeto en donde proyecto mis sueños. No hay correspondencia perfecta entre mi deseo y el suyo: me doy cuenta de su deseo. El otro emerge en lo que no se espera, en lo que no se quisiera. El otro difiere a mis expectativas.
La experiencia del odio consiste en atribuir al otro la causa de mi mal. Cuando el otro me dice no acontece en mí la soledad. La experiencia original del ser humano con la soledad es la del desamparo: si el infans está solo, se muere. Vivimos porque alguien deseó nuestra existencia: nos alimentó, nos cubrió del frío… Cuando el otro me dice no siento que no me desea. Desamparado, siento que muero. Odio porque siento que agonizo. La culpa de todo lo que me sucede es del otro. No cumplió con lo prometido: desearme a mí, siempre, sólo a mí. Parecía que éramos Uno; ahora, me deja solo y abandonado. Mi cuerpo y mi existencia se convierten en una experiencia dolorosa y decepcionante. Se derrumba mi castillo: me quedo sin reino. Paso de rey a mendigo. Vago por el desierto. ¿Por qué tengo tanta sed? ¿Por qué el sol quema en la nuca? ¿Por qué mis pies están cansados? Porque el otro así lo quiso, me abandonó: maldito sea. Ése es el momento de los reclamos, de los reproches, de los golpes, de los insultos, de los dramas, de los llantos…
Hay quienes no reclaman, pero tratan de apagar su sed con tequila; quienes no reprochan, pero pretenden saciar su hambre con chocolates; quienes no odian, pero insisten en hacer surgir sus sueños paradisiacos con psicotrópicos. Otros más duermen y duermen; hay quienes se suicidan. El odio hacia el otro puede volcarse contra sí mismo. Es el momento de los navajazos en el cuerpo, de los choques violentos, de las bancarrotas, de actos autodestructivos. También puede ser el momento en que me humillo para que me maltraten: el odio que siento por ti, lo vuelco sobre mí. Golpéame, insúltame, pero no me dejes.
Cuanto más amo más necesito al otro; cuanto más lo necesito más me duele su ausencia, más me desespera no controlar su deseo. La experiencia amorosa es compleja porque en ella emerge la soledad. Soledad no sólo es estar solo: soledad es estar necesitado del deseo del otro y que ese otro no responda. En la indiferencia no hay soledad. En el estado de ebriedad, en los efectos de los psicotrópicos, en el sueño o en el enamoramiento no hay soledad, pero tampoco hay experiencia amorosa. Cuanto más amo, más solo me siento. Y entonces nos preguntamos: ¿cómo pasar de la indiferencia y del odio hacia la experiencia amorosa? ¿Cómo aprender a amar? Hacemos esta pregunta en el mismo sentido en que Jacques Derrida [2006: 15] se preguntaba cómo aprender a vivir. Faltamos a la cita de este modo
:
amar, por definición, no se aprende. Ni de amor a uno mismo ni del amor por el amor. Sólo del otro y por la muerte. El amor, como la soledad, no se aprende. Tan sólo podemos esperarlos. Juntos. Intentar enseñarnos el uno al otro a amar, en una inquietud compartida y en una difícil soledad.
Mientras morimos, aprendemos a amar. Aprendemos a amar aprendiendo a habitar nuestra soledad; así, acontece nuestro ser mortal. No hay amor puro: la experiencia amorosa es mezcla de odio, dolor, placer, soledad, pérdidas, muerte… Para evitar el dolor, podemos abandonar la esperanza amorosa, pero nos convertimos en seres indiferentes, tristes, aburridos…
Después de la muerte de Dios tenemos el reto de abordar el amor de distintos modos. El amor como un discurso de valor religioso, sacro, heterosexual, con el deseo de procreación, de fidelidad eterna, ya no tiene fuerza vinculante, ya no organiza las relaciones eróticas. El cristianismo ya no dicta los modos de hacer lazos amorosos. Es necesario aprender a amar de diferentes maneras. Aquí escribimos una posibilidad: la del psicoanálisis, una entre millones.
En el cristianismo importa el sacrifico como promesa de eternidad, no el deseo. En oposición al amor religioso, la experiencia psicoanalítica ofrece la posibilidad de trabajar con la propia subjetividad para crear un tiempo propicio que done un amor que reconozca el deseo, el sexo y la muerte: no es posible la posesión del otro, la fusión en un ser y el vínculo amoroso eterno; hay que reconocer el deseo del otro, la singularidad del partenaire y la posibilidad (siempre presente) del fin.
En el siglo pasado el psicoanálisis se permitió definir el amor adulto como un amor que se reconoce en la diferencia sexual. Este amor no es un atributo exclusivo de la pareja heterosexual, sino del reconocimiento de que el partenaire es un otro deseante: su deseo no se agota conmigo. La diferencia sexual no es sólo una diferencia anatómica, sino un estado de abierto a la alteridad sexual del otro.
En el consultorio escuchamos los modos en que el amor se ha vuelto imposible. Algunos sostienen vínculos en la indiferencia o en el odio. En ocasiones se conservan vínculos de propiedad o se deniega el deseo sexual. Hay muchos matrimonios que abandonan la actividad sexual y se refugian en el goce de los hijos: tratan a sus niños como zonas erógenas de las cuales no pueden desprenderse. El placer conyugal se desplaza al amor familiar que se convierte en un amor incestuoso.
El amor en la diferencia sexual es el amor cuya condición es el deseo. Francisco Pereña [2006] dice que en la incondicionalidad no puede haber deseo porque el vínculo se convierte en mandato: hay exigencia, atosigamiento, reclamos. La incondicionalidad promueve el odio. En la incondicionalidad se rechaza el deseo sexual; no hay encuentro. En la incondicionalidad el vínculo se hace de temor, de culpa, de amenaza, de castigo. Cuando decimos que amamos —y nos aman— incondicionalmente podemos descansar un rato porque sentimos que hemos logrado lo que parecía imposible: la presencia total del otro. Sin embargo, luego vemos que (poco a poco) el vínculo se convierte en una crueldad cotidiana que va destruyendo al otro.
La incondicionalidad acaba con la posibilidad amorosa. Así como la condición de la existencia es la muerte, la condición del encuentro es su negativa: la soledad. No puede haber amor si no hay soledad. Cuando el amor se convierte en incondicionalidad la soledad deja de ser el punto de partida y se muda en condena y odio: hay reproches, guerra fría, campo de batalla constante.
El deseo sexual es incompatible con el amor incondicional. Aceptar el sexo es aceptar la soledad: el otro puede desearme o no. En el deseo, el amor es una petición siempre renovada. El amor es placentero cuando los dos lo desean: quieres, quiero, queremos… Para pedir y aceptar la posibilidad de la negativa el amor requiere abandonar las imágenes narcisistas de sí mismo: “Amar lo otro implica no amar nunca lo Uno”, dice Lucía Etxebarria [2005].
Cuando el deseo es la condición del amor, entonces ya no se ama por obligación; sin embargo, la fragilidad abre un espacio de incertidumbre y de angustia: el otro puede dejar de desearme. El problema no es que el otro pueda faltar, sino que nos adelantamos a ese fin. Al adelantarnos imaginamos escenas terribles; entonces nos precipitamos en la posesión.
En la época actual, era narcisista por excelencia, la experiencia amorosa es cada vez más difícil: la petición amorosa se mira como cuando se ve una mosca nadando en la sopa. No queremos saber nada sobre el amor porque sabemos que el amor es la experiencia de la fragilidad y de la vulnerabilidad. Hoy hay múltiples cópulas genitales, pero se evita la demanda amorosa. El amor sin deseo se convierte en odio y el deseo sin amor en indiferencia.
Pese a la época, cuando aceptamos amar con fragilidad y deseo, entonces la experiencia amorosa acontece entre azar y destino. Elegimos a nuestra pareja según la historia de nuestras pérdidas que hacen inscripciones en el inconsciente; a la vez, azarosamente, encontramos a alguien y quedamos prendidos a su piel. Poco a poco aprendemos a renunciar a la posesión. Perdemos para desear de nuevo. La contingencia juega con el destino. En los ritmos de aproximación y de separación emerge el erotismo. Por más que guardan una relación compleja, no hay mayor placer que conjugar amor y deseo. Con-jugar amor y deseo significa jugar con lo imposible: el amor trata de fijar al deseo y el deseo corre siempre muy lejos…
Cuando el deseo es la condición del amor, entonces ya no se ama por obligación; sin embargo, la fragilidad abre un espacio de incertidumbre y de angustia: el otro puede dejar de desearme. El problema no es que el otro pueda faltar, sino que nos adelantamos a ese fin. Al adelantarnos imaginamos escenas terribles; entonces nos precipitamos en la posesión. Es importante reconocer nuestras fantasías primarias: más allá del modo de proceder del otro intuimos su deseo más allá de nosotros. El punto de partida del odio es la soledad y el dolor; sin embargo, el odio se engrandece con una imaginación interpretativa que se alimenta de nuestros fantasmas. Imaginamos que el otro nos quiere hacer daño: me excluirá, me incorporará, me castrará, me abandonará. Por ello necesitamos trabajarnos, elaborarnos, reconocernos. Cada uno requiere conocer su historia, sus fantasías, su carácter… Es ineludible mirar al otro más allá de sí mismo. Aprender a amar es hacer del amor una experiencia de la alteridad. Se asiste a un psicoanálisis porque nadie aprende a amar solo.
Sólo cuando puedo dejar de atribuirle al otro la causa de mi mal (interpretación realizada desde mi fantasma), puedo saber que mi odio en realidad es mi dolor de existir. La sed no es culpa suya; la sed es mi cuerpo. Tengo sed desde que existo. Si recuerdo la experiencia de mi cuerpo sediento me doy cuenta de que los labios de aquél de quien estoy enamorado me calman, pero el dolor no es causa suya. En ello la experiencia poética es importante. Poesía rima con fantasía: el poema conjuga mis fantasmas. El amor se recrea en la ficción del lenguaje porque las palabras son el hogar de los huérfanos. Las palabras permiten matizar las imágenes absolutas del fantasma. A propósito, Lyotard [1979: 316] dice esto:
El discurso no es poético porque nos seduzca, sino porque además nos descubre las operaciones de la seducción y del inconsciente: engaño y verdad juntos; fines y medios del deseo. De este modo, nuestro placer poético puede rebasar en mucho los límites fijados por nuestros fantasmas y así podemos hacer esa cosa tan extraña: aprender a amar. El placer del juego altera el juego del placer. Y así la fusión es inesencial. El poema puede introducir imágenes en el lector, pero sólo lo hace desolidarizándolo de sus imágenes fantasmáticas y abriéndole el laboratorio de las imágenes, que son la formas.
Seguimos a Lyotard con Winnicott: “El placer del juego altera el juego del placer”. El amor es una intersección de zonas de juego. La vida duele, pero queremos jugar. El amor es posible cuando los amantes pueden ampliar su espacio lúdico. Cuando una relación se petrifica es necesario voltear las cartas y barajar de nuevo. En ese movimiento podemos perder seguridad, pero ganamos disfrute.
Para ampliar nuestras zonas de juego se requiere abandonar la tierra natal. Aprender a amar es desaprender los modos en que el amor se ha enajenado en nuestra historia. Nuestra historia amorosa nace en la familia; aunque el amor sexual es diferente al amor filial. El goce sexual está fuera de la cuna: la tierra extranjera es el espacio del encuentro. Sólo los adultos (aquellos que han abandonado a su padre y a su madre porque ya no pretenden ser los niños maravillosos de antaño) pueden hacer del deseo sexual el placer del amor.
Freud decía que el psicoanálisis nos permite amar mejor: se historiza el amor y se sabe que es imposible. Empero, hay que intentarlo una y otra vez, incansablemente. Ése es el deseo. Escribimos aprendiendo a amar porque nunca aprendemos del todo. Somos ignorantes; nunca sabemos sobre el deseo del otro, pero lo podemos reconocer a través de nuestra angustia. Lo intentamos. Sin fusión, el deseo es el poro por el que respira Eros; también, por el que goza y llora. No hay amor completo porque el deseo es su posibilidad. No hay Uno porque hay alteridad. Así, queremos seguir jugando: cuanto menos posesión, mayor placer. Cuando el deseo del otro se nos escapa, el cuerpo nos duele y la existencia nos asfixia. Aun así, el otro no tiene la culpa de su retirada: aprendemos a reír en nuestro llanto.
El amor en la diferencia sexual es el amor cuya condición es el deseo. Francisco Pereña [2006] dice que en la incondicionalidad no puede haber deseo porque el vínculo se convierte en mandato: hay exigencia, atosigamiento, reclamos. La incondicionalidad promueve el odio. En la incondicionalidad se rechaza el deseo sexual; no hay encuentro. En la incondicionalidad el vínculo se hace de temor, de culpa, de amenaza, de castigo. Cuando decimos que amamos —y nos aman— incondicionalmente podemos descansar un rato porque sentimos que hemos logrado lo que parecía imposible: la presencia total del otro. Sin embargo, luego vemos que (poco a poco) el vínculo se convierte en una crueldad cotidiana que va destruyendo al otro.
La incondicionalidad acaba con la posibilidad amorosa. Así como la condición de la existencia es la muerte, la condición del encuentro es su negativa: la soledad. No puede haber amor si no hay soledad. Cuando el amor se convierte en incondicionalidad la soledad deja de ser el punto de partida y se muda en condena y odio: hay reproches, guerra fría, campo de batalla constante.
El deseo sexual es incompatible con el amor incondicional. Aceptar el sexo es aceptar la soledad: el otro puede desearme o no. En el deseo, el amor es una petición siempre renovada. El amor es placentero cuando los dos lo desean: quieres, quiero, queremos… Para pedir y aceptar la posibilidad de la negativa el amor requiere abandonar las imágenes narcisistas de sí mismo: “Amar lo otro implica no amar nunca lo Uno”, dice Lucía Etxebarria [2005].
Cuando el deseo es la condición del amor, entonces ya no se ama por obligación; sin embargo, la fragilidad abre un espacio de incertidumbre y de angustia: el otro puede dejar de desearme. El problema no es que el otro pueda faltar, sino que nos adelantamos a ese fin. Al adelantarnos imaginamos escenas terribles; entonces nos precipitamos en la posesión.
En la época actual, era narcisista por excelencia, la experiencia amorosa es cada vez más difícil: la petición amorosa se mira como cuando se ve una mosca nadando en la sopa. No queremos saber nada sobre el amor porque sabemos que el amor es la experiencia de la fragilidad y de la vulnerabilidad. Hoy hay múltiples cópulas genitales, pero se evita la demanda amorosa. El amor sin deseo se convierte en odio y el deseo sin amor en indiferencia.
Pese a la época, cuando aceptamos amar con fragilidad y deseo, entonces la experiencia amorosa acontece entre azar y destino. Elegimos a nuestra pareja según la historia de nuestras pérdidas que hacen inscripciones en el inconsciente; a la vez, azarosamente, encontramos a alguien y quedamos prendidos a su piel. Poco a poco aprendemos a renunciar a la posesión. Perdemos para desear de nuevo. La contingencia juega con el destino. En los ritmos de aproximación y de separación emerge el erotismo. Por más que guardan una relación compleja, no hay mayor placer que conjugar amor y deseo. Con-jugar amor y deseo significa jugar con lo imposible: el amor trata de fijar al deseo y el deseo corre siempre muy lejos…
Cuando el deseo es la condición del amor, entonces ya no se ama por obligación; sin embargo, la fragilidad abre un espacio de incertidumbre y de angustia: el otro puede dejar de desearme. El problema no es que el otro pueda faltar, sino que nos adelantamos a ese fin. Al adelantarnos imaginamos escenas terribles; entonces nos precipitamos en la posesión. Es importante reconocer nuestras fantasías primarias: más allá del modo de proceder del otro intuimos su deseo más allá de nosotros. El punto de partida del odio es la soledad y el dolor; sin embargo, el odio se engrandece con una imaginación interpretativa que se alimenta de nuestros fantasmas. Imaginamos que el otro nos quiere hacer daño: me excluirá, me incorporará, me castrará, me abandonará. Por ello necesitamos trabajarnos, elaborarnos, reconocernos. Cada uno requiere conocer su historia, sus fantasías, su carácter… Es ineludible mirar al otro más allá de sí mismo. Aprender a amar es hacer del amor una experiencia de la alteridad. Se asiste a un psicoanálisis porque nadie aprende a amar solo.
Sólo cuando puedo dejar de atribuirle al otro la causa de mi mal (interpretación realizada desde mi fantasma), puedo saber que mi odio en realidad es mi dolor de existir. La sed no es culpa suya; la sed es mi cuerpo. Tengo sed desde que existo. Si recuerdo la experiencia de mi cuerpo sediento me doy cuenta de que los labios de aquél de quien estoy enamorado me calman, pero el dolor no es causa suya. En ello la experiencia poética es importante. Poesía rima con fantasía: el poema conjuga mis fantasmas. El amor se recrea en la ficción del lenguaje porque las palabras son el hogar de los huérfanos. Las palabras permiten matizar las imágenes absolutas del fantasma. A propósito, Lyotard [1979: 316] dice esto:
El discurso no es poético porque nos seduzca, sino porque además nos descubre las operaciones de la seducción y del inconsciente: engaño y verdad juntos; fines y medios del deseo. De este modo, nuestro placer poético puede rebasar en mucho los límites fijados por nuestros fantasmas y así podemos hacer esa cosa tan extraña: aprender a amar. El placer del juego altera el juego del placer. Y así la fusión es inesencial. El poema puede introducir imágenes en el lector, pero sólo lo hace desolidarizándolo de sus imágenes fantasmáticas y abriéndole el laboratorio de las imágenes, que son la formas.
Seguimos a Lyotard con Winnicott: “El placer del juego altera el juego del placer”. El amor es una intersección de zonas de juego. La vida duele, pero queremos jugar. El amor es posible cuando los amantes pueden ampliar su espacio lúdico. Cuando una relación se petrifica es necesario voltear las cartas y barajar de nuevo. En ese movimiento podemos perder seguridad, pero ganamos disfrute.
Para ampliar nuestras zonas de juego se requiere abandonar la tierra natal. Aprender a amar es desaprender los modos en que el amor se ha enajenado en nuestra historia. Nuestra historia amorosa nace en la familia; aunque el amor sexual es diferente al amor filial. El goce sexual está fuera de la cuna: la tierra extranjera es el espacio del encuentro. Sólo los adultos (aquellos que han abandonado a su padre y a su madre porque ya no pretenden ser los niños maravillosos de antaño) pueden hacer del deseo sexual el placer del amor.
Freud decía que el psicoanálisis nos permite amar mejor: se historiza el amor y se sabe que es imposible. Empero, hay que intentarlo una y otra vez, incansablemente. Ése es el deseo. Escribimos aprendiendo a amar porque nunca aprendemos del todo. Somos ignorantes; nunca sabemos sobre el deseo del otro, pero lo podemos reconocer a través de nuestra angustia. Lo intentamos. Sin fusión, el deseo es el poro por el que respira Eros; también, por el que goza y llora. No hay amor completo porque el deseo es su posibilidad. No hay Uno porque hay alteridad. Así, queremos seguir jugando: cuanto menos posesión, mayor placer. Cuando el deseo del otro se nos escapa, el cuerpo nos duele y la existencia nos asfixia. Aun así, el otro no tiene la culpa de su retirada: aprendemos a reír en nuestro llanto.
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